Muchas personas escuchan la palabra recluso y piensan en el delito. Yo la escucho y pienso en mi padre. Mi primer viaje a una cárcel tuvo lugar cuando tenía quince años, en la víspera de Navidad de 1994, cuando por primera vez mi madre y yo nos detuvimos en el área de estacionamiento de una cárcel. Un mes antes, mi padre había sido condenado por un juzgado de Texas, y ahora estaba sumido en las profundidades de un sistema que nosotras no sabíamos cómo navegar. En ese tiempo, las cárceles de Texas incluían a los nuevos admitidos en "evaluación" —periodo de treinta días durante el cual los reclusos no podían tener ningún tipo de contacto con sus seres queridos—. Nosotras ni siquiera sabíamos dónde estaba, hasta que nos escribió una carta. Mi madre y yo inmediatamente volamos al aeropuerto más cercano y alquilamos un coche (estos detalles indican un nivel de privilegio económico que no comparten muchas familias de los encarcelados. También apuntan a una verdad sobre cómo el privilegio y la opresión no solo pueden coexistir, sino que también pueden cooperar; a veces se nos da la oportunidad de aliviar un poco una situación devastadora). No había manera de que mi padre supiera que íbamos a ir.
Normalmente es difícil llegar a las cárceles. Debido al gran tamaño del estado de Texas, mi padre estaba a más de setecientas millas de casa, a más de ochenta del aeropuerto más cercano. Esto fue antes de que el GPS y los teléfonos celulares fueran comunes; mi madre y yo usamos el mapa, que la agencia de alquiler de coches nos había dado, para ubicar la cárcel. Encontramos el camino recorriendo carreteras rurales, con el mapa de papel extendido en el tablero del coche. En la entrada, un guardia registró nuestro coche y nos quitó el mapa. Nos dijo que era contrabando, que podría ayudar a alguien a escapar, aunque la prisión no aparecía en él y nunca lo hubiéramos sacado del coche. El oficial no mostró preocupación por el hecho de que ahora no teníamos nada que nos guiara de regreso al pueblo. Nunca nos devolvieron el mapa. Esta fue mi primera lección de cómo entender una prisión: no hay un mapa que te guíe a través de esta experiencia, y si lo hubiera, alguien te lo quitaría.
Tuve que recorrer las cárceles del mundo para entender lo que le pasaba a mi propia familia, para ver las cosas que mi padre no podía mostrarme y para escuchar de otros, las historias que él no soportaba contarme.
Aprendí mucho de mis primeros encuentros con el sistema carcelario: los sistemas, instituciones y normas sociales permiten y perpetúan un nivel excesivo de vigilancia, supervisión y control del Estado en nuestras vidas. Finalmente, mi padre pasó veinte años y cinco meses en la cárcel; mi madre, mi hermana y yo rápidamente nos dimos cuenta de que las fuerzas que lo mantenían allí, también tenían mucho peso en nuestras vidas. Todos los recursos que teníamos se empleaban en intentar traerlo a casa, poner dinero en su cuenta de la prisión, pagar las llamadas por cobrar a precios escandalosos, visitarlo y hacerle saber que era amado. Le envié tantas cartas que el cartero de mi vecindario me agradeció por apoyar al Servicio Postal de los Estados Unidos. Tuvimos que aprender nuevas formas de sobrevivir financiera, emocional e intelectualmente.
A mi padre lo encarcelaron cuando yo tenía quince años y lo liberaron cuando tenía treinta y cinco. Vivió en libertad durante cinco años y medio, antes de morir. Aunque ya no está dentro de una cárcel, una parte de mí vivirá siempre la prisión por dentro. Sé demasiado que no puedo olvidar.
Nuestra familia comenzó este viaje con la abrumadora sensación de que esto no nos debería estar sucediendo, que de alguna manera el destino nos rescataría de las garras de un sistema que no entendía, ni le importaba mi padre como ser humano, o las circunstancias de su condena. Entre más personas conocía dentro de los muros, más me daba cuenta de lo poco especiales que éramos, y de la forma en que la humanidad y la dignidad de cada persona eran borradas por un sistema que establece una clara división entre aquellos que están libres y los que no lo están.
Ir a una cárcel es viajar a un mundo desconocido, incluso si se encuentra en el centro de la ciudad donde se vive. A menudo las cárceles no aparecen en los mapas; es un espacio en blanco que oculta la presencia de cientos o miles de personas. Negar o desconocer la existencia de una edificación o lugar en los documentos oficiales sugiere una intención deliberada de ocultar a las personas y actividades que tienen lugar en su interior.
Cuando encuentras una cárcel, el acto de entrar en ella te saca de la realidad anterior. Su paisaje, el entorno de un solo género, las normas de interacción, el personal uniformado y los que la habitan, la restricción de movimiento, los sonidos y los olores, todo indica inmediatamente que has dejado lo conocido y has entrado en un nuevo mundo del que tienes poco control, ya sea que hayas venido a vivir, a trabajar o a hacer servicio voluntario. Rachel Marie-Crane Williams, quien ha pasado mucho tiempo haciendo arte con mujeres en una cárcel de Iowa, lo denomina "viajando al interior".
Tuve que recorrer las cárceles del mundo para entender lo que le pasaba a mi propia familia, para ver las cosas que mi padre no podía mostrarme y para escuchar de otros, las historias que él no soportaba contarme. Con frecuencia, mientras estaba sentada en coches o aviones, viendo el paisaje pasar, pensaba en la naturaleza estática de la vida en la cárcel. Mientras yo me dirigía a lugares distantes del mundo, mi padre permaneció muy quieto durante veinte años. Después de ser trasladado a varias cárceles durante el primer año, llegó al oeste de Texas a una, rodeada de alambre de púas y plantaciones de algodón. Allí pasó la mayor parte del tiempo, saliendo de la cerca solo algunas veces para recibir tratamiento médico. La separación entre mi cuerpo, que era elevado del suelo rápidamente, hasta dejarme suspendida en el aire, y otra parte de mí que permanecía sujeta a un punto fijo, en la roja tierra de Texas, con frecuencia me hacía sentir desorientada. Era la otra cara de las letras de la canción de añoranza de Johnny Cash: "Bueno, sé que me lo merecía; sé que no puedo ser libre, pero esa gente sigue moviéndose, y eso es lo que me tortura".
La tensión entre la quietud de la vida dentro de las cárceles y el gran movimiento que requieren los que están fuera para tener acceso a sus seres queridos encarcelados, afecta en gran medida tanto a las familias, como a los programas de voluntarios. La carga del viaje, el tiempo, la distancia, el costo, el agotamiento y —a veces— la humillación que implica llegar y estar dentro de una cárcel, siempre recae en la persona que está libre, porque los que están dentro ni siquiera pueden intentar encontrarse con nosotros en el camino. Las personas encarceladas no conocen con detalles todo lo que deben atravesar los de afuera para entrar en las cárceles, pero se lo imaginan; y a menudo, lo sienten profundamente. Ellos viven en la inmensa frustración por no poder hacer algo, por no tener los medios para sostener a sus familias o para facilitar los viajes de los voluntarios que van a ofrecer programas.
Empecé a escribir relatos detallados de mis viajes para explicarle a mi padre lo que hacía. Su ausencia física en mi vida diaria era tan inmensa y profunda que necesitaba una manera de asegurar que no nos perdiéramos de vista. Durante los primeros quince años, el estado de Texas les permitía a las personas encarceladas hacer una llamada por cobrar, cada noventa días. Estas llamadas duraban cinco minutos y eran atrozmente caras, hasta cinco veces el valor de una llamada de larga distancia. Nos absteníamos de comunicarnos por teléfono con mi padre, porque si ya hubiera usado su llamada y le ocurriera alguna emergencia, él no tendría cómo comunicarse con nosotras. Mientras yo estaba en la secundaria, solo podíamos visitarlo una vez al mes, puesto que la cárcel, donde pasó la mayor parte de esos veinte años, estaba a ocho horas en coche de nuestra casa. Después de que dejé el estado para ir a la universidad, lo veía menos, solo tres veces al año.
Así que no tuvimos más remedio que vivir nuestra vida familiar a través de cartas. La falta que me hacía mi padre era tan grande que le escribía todos los días que pasaba el correo. Él me escribía unas dos veces por semana y, de esta manera, compartíamos más que muchas personas que viven en la misma casa. Mis numerosos viajes a las cárceles de todo el mundo fueron la mejor forma de entender lo que significaba estar en esa cárcel, de la zona algodonera del oeste de Texas; el único lugar donde podía volver a reunir a mi familia.
La primera actuación teatral que vi dentro de una cárcel me tomó desprevenida. En 2004, había viajado a la Penitenciaría Estatal de Luisiana, conocida popularmente como Angola, para asistir a un evento llamado Celebración de los Veteranos. Esta celebración honraba la vida de los hombres que habían cumplido veinticinco años o más en la cárcel, y se invitaba a las familias y a los visitantes a pasar el día en la zona de visitas, con más de doscientos hombres. Yo tenía veinticinco años; al mirar alrededor, se me ocurrió que todos los hombres que me rodeaban habían estado en la cárcel por lo menos el mismo tiempo que yo tenía de vida.
Yo había empezado a escribir una obra de teatro sobre personas que tienen seres queridos en la cárcel, y como tenía contacto con varios escritores de Angolite, la revista de noticias de la cárcel de Angola, les pregunté cómo era la relación con sus familiares; ellos, en respuesta, me invitaron a este evento, en el que las familias podían entrar en los muros de la cárcel, para pasar varias horas con sus padres, hijos y esposos encarcelados. Angola tiene varias organizaciones dirigidas por hombres encarcelados; la Celebración de los Veteranos había sido organizada por el Club de Relaciones Humanas, un grupo cuya misión es cuidar a los indigentes y ancianos, y enterrar en el cementerio de la cárcel a aquellos cuyas familias no pueden o no quieren reclamar sus cuerpos.
Los veteranos podían invitar a sus seres queridos al evento; ese año, yo estaba entre los pocos visitantes y encima, no era familiar de nadie. Muchas familias no podían hacer el viaje hasta Angola, que se encuentra en un pantano de Luisiana, a más de una hora en coche desde Baton Rouge. Otros veteranos habían perdido el contacto con sus seres queridos o sobrevivido a todos los que habían conocido.
Pasé todo el día charlando con los hombres y escuchando a varias bandas de la cárcel. En un momento, mientras comíamos platos llenos de jambalaya, dos hombres se pusieron de pie y empezaron a saludarse en voz alta por encima de las mesas. El resto de nosotros enseguida nos quedamos callados, cuando estos hombres se tomaron el frente de la sala como su escenario y comenzaron una actuación. Yo no sabía lo que la mayoría de la gente a mi alrededor sabía, que los actores delante nuestro eran miembros del Club de Teatro de Angola. La escena que siguió representaba a dos hombres parados en una esquina, hablando de las mujeres que veían pasar. Tenían mucho que decir y, aunque el público nunca vio a las mujeres que describieron, las expresiones de los actores lo decían todo.
La escena fue encantadora; el público se reía tanto y tan fuerte que, a pesar de estar sentada cerca de los actores, apenas podía oír los diálogos. El clímax de la obra fue cuando un tercer actor, sin duda el hombre más grande en la sala, salió del fondo de la audiencia vestido de mujer, con una peluca desordenada y un vestido gigante de flores. Se abrió paso entre el público meneando sus caderas y cuando llegó a los personajes principales, estos se quedaron sin palabras y no pudieron hablar con la única "mujer" que les respondió. Un grupo de hombres del público se rieron tanto, que de hecho se cayeron de sus asientos.
Años más tarde, cuando empecé a hacer programas en otras cárceles de Estados Unidos, en el entrenamiento de voluntarios, me advirtieron que nunca dirigiera un ejercicio teatral en el que los participantes estuvieran tumbados en el suelo, especialmente en grupo, pues podría ser visto como una amenaza a la seguridad, o sugerir que alguien había sido atacado. No recuerdo si el personal de la cárcel estaba en la Celebración de los Veteranos, pero debieron estar presentes, dado que los visitantes externos estábamos mezclados entre la multitud. Nadie se opuso a que los hombres se rieran en el suelo. Aunque no lo sabía en ese momento, había visto un acto teatral que cambiaba los límites de lo aceptable o alarmante en un contexto carcelario.
Todo lo que presencié en la Celebración de los Veteranos pareció alterar, debilitar o deshacer por completo algún límite. Todo lo que vi ese día contrastaba fuertemente con lo que había leído y me habían contado sobre Angola, como los sombríos relatos de los Tres de Angola, que habían pasado más de un cuarto de siglo en confinamiento solitario, o las historias de hombres que dormían con guías telefónicas en el pecho en caso de que alguien intentara apuñalarlos por la noche. Los hombres que conocí en Angola me trataron con gran dignidad y respeto y se cuidaban los unos a los otros. El Club de Relaciones Humanas había pasado un año entero organizando este evento, para honrar la fortaleza y resistencia de aquellos que habían sobrevivido a décadas de encarcelamiento, y lo celebraron con actuaciones que requerían un considerable talento y habilidad. Cada parte de la Celebración de los Veteranos había sido ensayada y seleccionada para asegurar que esos hombres y sus invitados pudieran vivir unas pocas horas de distracción, una especie de alivio al insoportable estrés, aburrimiento e indignidad de la cotidianidad de la cárcel.
A lo largo de años, descubrí que no tenía la capacidad de hacer entender a mis amigos y colegas lo que la Celebración de los Veteranos significaba para mí. ¿Cómo explicarle a alguien que yo había visto la mejor comedia de mi vida en una de las cárceles con la peor reputación de los Estados Unidos? ¿Cómo transmitir a otros la plenitud de tal felicidad y diversión, dentro de la misma instalación que alberga el corredor de la muerte de Luisiana? ¿Cuál es la ética de intentar contarle esta historia a la gente? ¿Cómo podría convencer a otros que es mejor discutir este tipo de acontecimientos, en lugar de las historias de delincuencia que suelen contar, para excluir cualquier otra narrativa sobre las personas que están en la cárcel? La obra del Club de Drama de Angola nos dio permiso para compartir una especie de alegría comunitaria, que es antagónica al entorno mismo de la cárcel. Allí ocurría algo que nunca había visto antes; la práctica del teatro convertía la cárcel en un espacio diferente que relajaba y unía a la gente que se encontraba allí, en vez de encerrarla y aislarla.
La obra de teatro nos dio permiso para compartir una especie de alegría comunitaria, que es antagónica al entorno mismo de la cárcel.
En los años que mi padre estuvo en la cárcel, me convertí en dramaturga y experta en teatro y descubrí que la gente hacía teatro en las cárceles de todo el mundo. Quise averiguar por qué el teatro era tan significativo para la gente que vivía en las cárceles, por lo que me propuse conocer, observar y colaborar con tanta gente como pudiera. La gran mayoría de los hombres y mujeres encarcelados que conocí en el curso de mi investigación tenían poca o ninguna experiencia con el teatro antes de su encarcelamiento; muchos nunca habían visto una obra de teatro; algunos vieron una obra por primera vez cuando ellos mismos actuaron en una, como parte de un programa de teatro al interior de los muros.
La mayoría de la gente que conocí quería hablar de lo que el teatro estaba haciendo en sus vidas en ese momento y cómo les ayudaba a sobrellevar los tormentos diarios del confinamiento. Al escucharlos, me di cuenta de que la gente en la cárcel, a menudo, usa el teatro como una estrategia para lograr algo más. Muchos se esforzaban por alcanzar el nivel artístico más alto y trataban de lograr el mayor nivel de habilidad que podían en los ensayos y actuaciones; lo que ganaron al hacerlo transformó sus experiencias de vida al interior de los muros. Los actores, directores de escena, técnicos y público encarcelados, experimentan el teatro como una forma de cambiar temporalmente la dinámica del poder de la cárcel y participar en una celebración de sus vidas.
Las actuaciones al interior de los muros hacen que las luchas de los encarcelados sean visibles, no solo entre ellos, sino al personal de la cárcel y a otros públicos. Revelan la personalidad de quienes están en la cárcel, que es más compleja y profunda de lo que sugieren los estereotipos, y nos cuestionan sobre si alguna persona merece lo que los encarcelados soportan y si eso nos brinda más seguridad. La mayoría de las personas no se sienten seguras cuando el Estado tiene el control total de sus vidas. Nadie se siente seguro en la cárcel.
De la misma manera, la gente que está libre no está segura si no puede confiar en que el Estado trate a todos sus residentes como seres humanos plenos. Nunca debemos olvidar que nuestras concepciones de libertad se construyeron sobre las espaldas de aquellos que no son libres. En el teatro podemos unirnos, desde ambos lados de los muros, para imaginar una manera diferente de vivir.