En 1822, un periodista radical llamado William Cobbett inició una serie de viajes a caballo a través de la campiña en el sur de Inglaterra. Según declaró, su objetivo no era “ver posadas y carreteras, sino conocer el país; ver a los agricultores en su casa y a los trabajadores en los campos”. Viajar por las carreteras ―a través de la cada vez más extensa red de caminos con peaje diseñada para facilitar el comercio de bienes con destino a Londres― significaba, decía Cobbett, no conocer “nada de Inglaterra”. En lugar de eso, al atravesar los campos, las comunas o los senderos estrechos usados por agricultores y trabajadores, era posible ver al pueblo de Inglaterra “sin disfraces ni fingimiento”.
A menudo Cobbett viajaba solo y buscaba los senderos más oscuros que podía encontrar. Con frecuencia se apartaba varios kilómetros de su ruta para evitar las tranquilas carreteras recién construidas y que él aborrecía. De sus andanzas nació Rural Rides, un amplio esbozo de la vida rural en los albores de la Revolución Industrial. Rural Rides es un clásico de la crítica social del siglo XIX, precursor de nuevas formas de literatura de viajes y paisajes. El texto fue muy apreciado por pensadores tan diferentes como Karl Marx y G. K. Chesterton. En el siglo XXI cayó en el olvido más allá de círculos académicos. Pero las críticas de Cobbett a los cercamientos hacen que Rural Rides sea cualquier cosa menos anticuado.
Desde la temprana Edad Media, las clases trabajadoras rurales en Inglaterra habían cultivado la tierra y criado ganado para su consumo personal, incluso cuando no eran dueñas de la tierra que usufructuaban. El acceso a esas tierras estaba protegido de formas diferentes y ninguna fue tan importante como los llamados derechos de la comuna. Las costumbres variaban de aldea en aldea, pero los derechos de la comuna garantizaban a los campesinos (y, más tarde, a las clases trabajadoras rurales) el acceso a la tierra con propósitos muy específicos: apacentar animales como vacas, ovejas y cerdos; recolectar alimentos silvestres y madera; henificar; espigar después de la cosecha o producir cultivos en parcelas muy pequeñas. La tierra podía pertenecer a una familia noble, pero aquellos que vivían en o cerca de ella tenían derechos con los que los terratenientes y agricultores no debían interferir. En muchos casos, la tierra que usaban los campesinos era considerada “tierra yerma”, o tierra no cultivable que no merecía ser mejorada.
A finales del siglo XVIII, el acceso de los trabajadores a los recursos comunes se vio amenazado. Varias extensiones de tierras comunales y yermas fueron “cercadas” para ser cultivadas y para que grandes rebaños de ovejas pastaran: las familias rurales fueron expulsadas de la tierra y se restringió fuertemente su acceso a los recursos. Los agraristas modernos como Arthur Young habían prometido a los agricultores ingleses propietarios un aumento en la capacidad y mayores rendimientos a través del cercamiento y del monocultivo. Siguiendo ese ejemplo, muchos terratenientes y agricultores buscaron la forma de absorber las tierras comunales y yermas e incorporarlas a su explotación agraria. El Parlamento colaboró con esos esfuerzos: desde 1750 hasta 1850, aprobaron cinco mil leyes que restringieron el acceso de los trabadores rurales a lo que antes había sido considerado como recursos comunes. Los bancos londinenses proporcionaron los préstamos necesarios para despejar la tierra de trabajadores y animales, y cultivar allí. Las nuevas leyes permitían que los propietarios lo hicieran. En algunos casos, la tierra simplemente era anexada sin autorización parlamentaria. Un cálculo sugiere que, a mediados del siglo XX, aproximadamente un quinto de la tierra de Inglaterra había pasado del uso común al privado.
Para los agricultores y los terratenientes, el cercamiento produjo a menudo un beneficio financiero. Para aquellos que vivían y trabajaban en la tierra, el cercamiento fue una catástrofe. Aunque había muchas fuerzas que conspiraban contra los trabajadores rurales, el cercamiento llegó a ser lo que el especialista en antropología económica Karl Polanyi llamó “una revolución de los ricos contra los pobres”. El mismo Cobbett lo describe como una “exclusión de los trabajadores de cualquier participación en la tierra”, que les prohibía todo, incluso “mirar a un animal silvestre, aun una alondra o una rana”. El cercamiento también fue un desastre ecológico. Los terratenientes que tomaron posesión de las tierras comunales derribaron setos, llenaron las acequias, drenaron los estanques y arrasaron los bosques. Luego de haber destruido la biodiversidad de las tierras comunales, los agricultores produjeron cultivos rentables como el trigo o la cebada sobre lo que quedaba. El cercamiento, además, impuso graves consecuencias legales con respecto a la caza y el forrajeo, actividades sobre las que las personas rurales tenían acuerdos tácitos que llevaban generaciones, y así se destruyeron arreglos basados en la costumbre de concesiones mutuas que habían sostenido la comunidad rural.
Rural Rides documenta las consecuencias sociales de los cercamientos y de la centralización de la agricultura. Nos cuenta de los hábitos de vestimenta de los trabajadores, del estado de sus granjas, del estado de las casas rurales en las que vivían. También describe cómo el enorme daño al mundo natural empobreció a las personas que dependían de él. Mucho antes de que surgieran las convocatorias a regresar a los métodos nativos de agricultura y de administración de la tierra, Cobbett entendió la importancia de la actividad agropecuaria con la naturaleza y no contra ella: la colocación de setos, la plantación de árboles, la poda y otros aspectos de la agricultura mixta y de pequeña escala. Esa antigua economía doméstica no solo estimulaba los enclaves de vida silvestre en un paisaje dominado por sistemas agrícolas cada vez más centralizados, sino que también había ayudado por mucho tiempo a que los campesinos pobres evitaran la dependencia de la asistencia parroquial o la eventualidad de tener un propietario benevolente. Cobbett pidió a las clases dominantes de su país que devolvieran las tierras comunales que habían robado a su propia gente.
Cobbett fue políticamente radical y teológicamente profético. Rural Rides expresa la visión de un mundo donde la tierra es una herencia común para todos, no la propiedad de unos pocos. En esta era, cuando los sistemas de centralización y control que Cobbett criticaba han conducido a una crisis ecológica de proporciones existenciales, haríamos bien en reconsiderar la crítica vehemente de Rural Rides a un sistema incapaz de reconocer límites morales o ambientales.
William Cobbett nació en 1763 en la aldea de Farnham en Surrey, un lugar donde, más tarde escribiría, “todo es un jardín”. Su padre fue un agricultor. Cobbett decía que el recuerdo más temprano que tenía del trabajo era “alejar a los pájaros pequeños de las semillas de nabo y a los grajos de los guisantes”. Asombrosamente, Cobbett pasó la primera mitad de su vida intentando activamente volverse un agricultor propietario. Cuando joven trabajó para su padre y en granjas vecinas hasta que en 1783 misteriosamente abandonó el hogar y partió a Londres. Había aprendido a leer y a escribir en la granja y eso le permitió encontrar trabajo como asistente de un abogado antes de hacer otro cambio de rumbo, unirse a la Marina Real en 1784. En 1791 fue dado de baja con honores y, después de casarse en 1792, partió rumbo a Estados Unidos. Luego de cruzar el Atlántico, comenzó una nueva carrera publicando panfletos antiestadounidenses, bajo el seudónimo “Peter Porcupine”.
¿Cómo fue que un tory ortodoxo se volvió un crítico implacable de la Corona y del Parlamento y un paladín de los campesinos pobres? Como señala Raymond Williams, cuando Cobbett finalmente regresó a Inglaterra después de haber pasado quince años en el extranjero, había ganado “una reputación… como uno de los periodistas más enérgicos, de hecho, virulento y antidemocrático” del momento. Sin embargo, “en cinco años se convierte en un radical y en diez, acaba preso por sedición”. El camino de Cobbet hacia el radicalismo comenzó con la realización de un sueño de toda la vida. En 1805, finalmente se convirtió en terrateniente.
Luego de su regreso de Estados Unidos, Cobbett realojó a su familia en Botley, Hampshire, donde compró una granja. Pero poco después, una pequeña parcela de tierra cercana (parte tierra comunal, parte tierra yerma) suscitó una crisis política local. Los agricultores en el área deseaban cercar la tierra, pero se toparon con una rígida oposición, en particular, del mismísimo Cobbett.
En las casi treinta parcelas de Horton Heath se criaban ovejas, vacas, aves, cerdos y abejas; se cortaba leña y se sembraban huertos en medio de plantaciones de manzanos y cerezos. Según los cálculos de Cobbett, esas personas “producían tanto para sí mismas y para el mercado [en 60 hectáreas de tierra comunal y yerma] como cualquier granja vecina de ochenta hectáreas”. Lo que más impresionaba a Cobbett era que hicieran eso en una tierra que no tenía “ningún tipo de mejora” de acuerdo con los estándares contemporáneos de la reforma agraria. Cobbett propuso a los otros terratenientes que cada familia conservara una pequeña parcela de tierra. Sus colegas agricultores rechazaron la propuesta, pues consideraban la independencia de los minifundistas como una invitación a la insolencia y un inevitable vaciamiento de los recursos de la parroquia. La propuesta de Cobbett fue desestimada. Poco después, Horton Heath fue cercado y sus arrendatarios, expulsados. Fue un momento determinante en la vida de Cobbett. Desde ese momento hasta su muerte en 1835 hizo suya la causa de los pobres del campo y la ciudad.
La política del cercamiento provocaría la cólera periodística de Cobbett por el resto de su vida. Por debajo de la política Cobbett intuía la existencia de una causa profunda: el fracaso de las élites en reconocer la austeridad, la productividad y la resiliencia de la economía doméstica. En efecto, Rural Rides fue un éxito porque Cobbett fue capaz de unir la crítica política con una perspectiva nueva del paisaje agrícola y su gente. A menudo comienza observando y describiendo cosas corrientes: la calidad de los nabos en un campo, el vigor del lúpulo que trepa por su tutor, el estado de un rebaño de níveas ovejas que pastan en rastrojos de trigo. Se trata de un interés práctico arraigado en un amor por los sutiles cambios del lugar, incluso los corrientes y conocidos.
Los suelos son el punto de inicio favorito para Cobbett. En Hascombe Beech, Surrey, por ejemplo, la tierra es “un hermoso suelo franco sobre un lecho de arena. Los manantiales comienzan allí, al pie de las colinas, y en todas direcciones fluyen pequeños riachuelos”. En el camino de Winchester a Burghclere, Hampshire, el suelo se transforma en “una manta de pedernal sobre un lecho de caliza” y luego deriva en “unas colinas amplias y altas con base de caliza o en unos vastos campos, donde aquí y allá se ve una granja en un valle, protegida por altos árboles, todo lo cual, para mi gusto, es la situación más agradable del mundo”. Las colinas que van desde Hindhead a Blackdown (en las afueras de Guildford, Surrey) lucen como cobre fundiéndose en un crisol “si uno pudiera, a la voz de mando, hacer que todo estuviera en calma”. Se siente cautivado por las pendientes arboladas llamadas “hangers”, pues parece que colgaran de las colinas de East Hampshire, no lejos de donde él nació (“jamás en mi vida me sentí tan sorprendido y encantado”). Ahí “los árboles y el sotobosque, de algún modo, cuelgan hasta el suelo”, observó Cobbett, “en lugar de estar apoyados en él”. Muchos de estos hangers existen y aún es posible encontrarlos junto a los senderos que el mismo Cobbett probablemente utilizaba.
El ojo de Cobbett para el detalle no estaba limitado a las características agrícolas de un paisaje. Se deleita en lo que el poeta Jeremy Hooker denomina “visión bucólica”, la capacidad de distinguir lo silvestre en medio de lo común y domesticado. Al recorrer las pasturas y los cultivos en el área de Everley, Wiltshire, Cobbett no puede evitar recordar “un conjunto de altos sicomoros” donde reside “una numerosa población de grajos en la que me deleito por encima de todas las cosas en el mundo”. Estas pausas en medio de la naturaleza le resultan emocionantes. El placer de observación de Cobbett varias veces coloca al lector justo a su lado cuando él lo plasma en la escritura: “Estoy en la posada, sentado frente a una de las ventanas que dan al sur, y observo a través del jardín hacia donde está la colonia de grajos. Es casi la hora del atardecer; los grajos dibujan curvas mientras sobrevuelan la copa de los árboles; en tanto, bajo las ramas, veo un rebaño de varios cientos de ovejas que avanzan mordisqueando la pastura desde las colinas rumbo a su redil”. En uno de sus viajes Cobbett se sorprende ante miles de jilgueros que se abren camino picoteando los cardos que bordean el sendero ante él. El cardo en los campos ha sido sustituido por el cultivo de heno, por lo que los pájaros se trasladan en bandadas a los semilleros que crecen sin siega a lo largo del camino. Permanecen junto a él por casi un kilómetro hasta que parten como una sola cosa.
Para Cobbet, estos pequeños enclaves de naturaleza no eran solo estéticamente notables; tenían importancia política. A los pocos días de haber iniciado su primer paseo rural, se da cuenta de que los trabajadores más prósperos viven en lugares donde la agricultura no ha destruido los antiguos bosques y setos. El estado silvestre de la tierra y el bienestar de la población rural pobre estaban unidos de forma indisoluble. Si destruimos los lugares silvestres, destruimos el medio de subsistencia de las personas que viven allí. Si dejamos que los lugares silvestres prosperen, esas personas también prosperarán. En Rural Rides aparece algo así como una ley según la cual “cuanto más puro sea un campo de cereales, más desdichados serán los trabajadores”. (El “campo de cereales” ha sido rotado exclusivamente a la producción de granos). En Thanet, una península fértil que él describe como “veinticinco kilómetros cuadrados de cereales”, Cobbett fundamenta su caso. En lugares así “la gran rana toro invasora acapara todo. En esta hermosa isla cada centímetro de tierra es apropiado por los ricos. No hay cercos, ni acequias, no hay tierras comunales ni caminos cubiertos de hierba: un campo dividido en grandes granjas; unos pocos árboles rodean la gran casa. Todo el resto está desprovisto de árboles; y el desgraciado trabajador no tiene ni una vara ni un lugar para apacentar un cerdo o una vaca, ni siquiera para tenderse”. El argumento de Cobbett es ecológico y social. Se dio cuenta de cómo el cercamiento y la “mejora” agrícola sofocaban la vitalidad de la tierra. También sofocaban a las personas que la cuidaban y mantenían. Cobbett observa que en aquellos lugares donde los estanques han sido transformados en tierras de cultivo, no hay más aves acuáticas silvestres. Y se lamenta por el empeoramiento evidente del hábitat de los conejos silvestres: bosques, setos y los bordes de los campos. Esas pérdidas ecológicas implican consecuencias sociales: la población rural ya no tiene acceso a las fuentes tradicionales de alimentos durante el invierno.
Según Cobbett, las promesas de “progreso” agrícola podían ser desacreditadas simplemente con observar la economía doméstica de las personas que vivían en tierra “no mejorada”. Por ejemplo, señala que los lugares más silvestres y menos mejorados tenían el rendimiento de ganado más alto y proveían a sus habitantes de un ingreso confiable: “¡Cuán curiosa es la economía natural de un país!”, comenta Cobbett al atravesar las supuestamente “miserables extensiones de tierra” de cría de Romney Marsh en Kent. Las tierras yermas, los páramos y las tierras comunales de ese lugar ―“(hasta ahora) no estropeados por el influjo del quiste”― no han sido mejorados. (Cobbett usaba la palabra “quiste” para describir las conurbaciones que se iban engrosando alrededor de Londres). Y, aun así, señala Cobbett, “tierras yermas” como los Fens producen el ganado más gordo que él haya visto en toda Inglaterra. El problema radica en que el cercamiento amenazaba con arrasar esas realidades de la faz de la tierra. Si destruimos el paisaje natural, el recuerdo del modo de vida que ese paisaje permite desaparecerá para siempre.
Esta visión condujo a Cobbett a una defensa apasionada de los oficios rurales tradicionales. Escribió uno de los primeros estudios agroforestales, The Woodlands. Otro libro, The Cottage Economy, buscaba revivir oficios como la elaboración de cerveza, la panadería, la horticultura y el carneo de cerdos. Esas preocupaciones tienen un aire curiosamente contemporáneo: la agroforestación, la incorporación de cultivos arbóreos con formas más tradicionales de agricultura, constituyen un sector en auge. La horticultura y el estilo de vida autosuficiente de pronto se han puesto otra vez de moda.
Cobbett fue más que un pionero en activismo ecológico. Su política es el relato de una creación que niega cualquier pretensión humana de propiedad absoluta:
La tierra, los árboles, los frutos, la vegetación, las raíces son, según la ley de la naturaleza, el patrimonio común de todas las personas. (…) Y, si surge un imprevisto según el cual los hombres… son incapaces, por medio de un trabajo moderado… de obtener el alimento suficiente para ellos, sus mujeres e hijos, entonces ya no existe más beneficio ni protección para todos; el acuerdo social está llegando a su fin, y los hombres tienen un derecho, a partir de ese momento, a actuar de manera acorde con las leyes de la naturaleza.
Para Cobbett, esas “leyes de la naturaleza” tienen consecuencias revolucionarias. El lazo divinamente instituido entre “todas las personas” y la creación que comparten ―“la tierra, los árboles, los frutos, la vegetación y las raíces”― ha sido dañado, insinúa Cobbett, por el orden capitalista emergente. En la Inglaterra industrial de los primeros tiempos, los trabajadores no poseen ni tierra ni industria; ni el agricultor ni el obrero pueden disfrutar de los frutos de su trabajo. Cobbett sostiene que ha ocurrido un robo:
¿Una nación es más rica por quitar la comida a aquellos que la producen y dársela a hombres con bayoneta y a otros, que son reunidos en grandes masas? Podría golpear con un palo a quien se atreviera a mirarme a los ojos y llamar a esto “una mejora”… [Inglaterra] es el país más libre del mundo; pero, de un modo u otro, el producto es, finalmente llevado a otra parte; y es consumido, en su mayor porción, por aquellos que no trabajan.
Los delincuentes en Inglaterra no son los pobres hambrientos que roban la comida que no pueden comprar, sino los ricos que diseñan sistemas financieros inteligentes para desviar el alimento producido por los trabajadores y venderlo a cambio de un beneficio en las ciudades o en el extranjero. Cobbett somete esas ideas a prueba al encontrarse con un grupo de granjeros enojados en el camino, decididos a castigar a un hombre mayor por haber robado unos repollos. “¿Castigarían a un hombre, a un hombre pobre y, más todavía, a un hombre viejo”, les pregunta, “cuando esa Santa Biblia, en la que me atrevo a decir ustedes dicen creer… les enseña que el hombre hambriento puede, sin cometer ningún tipo de delito, entrar al viñedo de su vecino y hartarse de uvas?”. Cuando los hombres insisten en que ese hombre es un “mal hombre”, Cobbett les recuerda que “la Biblia, en ambos Testamentos, nos manda ser misericordiosos con los pobres, alimentar a los pobres, tener compasión por los ancianos; y no hace excepción según la ´naturaleza´ de las partes”.
Décadas después de que Cobbett publicara Rural Rides, Karl Marx identificó una brecha en “el metabolismo socioecológico” de la tierra. El capitalismo industrial, sostiene, no solo aleja al trabajador de su tarea, sino que también “entorpece la operación de la condición natural eterna para la fertilidad duradera del suelo”. En una economía industrial, los productos agrícolas eran consumidos en la ciudad. Una vez que esos productos eran consumidos, ¿cómo se suponía que una sociedad capitalista retornaría la fertilidad al suelo? La industria, el comercio y la circulación de los productos agrícolas a través de grandes distancias generó una “brecha metabólica” entre el campo y la ciudad. Marx predijo una catástrofe agrícola inminente: finalmente, el capitalismo agotaría la fertilidad del suelo.
Hay más que un poquito de Cobbett en la teoría de Marx de la “brecha metabólica”. Marx fue un gran admirador de Cobbett; lo describe como “la encarnación más pura de la antigua Inglaterra y el iniciador más audaz de la joven Inglaterra. (…) Como escritor no ha sido superado”. Para Marx, Cobbett fue uno de los pocos revolucionarios genuinos de su generación. Pero, según Marx, Cobbett fue revolucionario en la dirección equivocada: Cobbett quería que la rueda de la historia económica girara hacia atrás, no hacia adelante. Hay algo de verdad en la crítica de Marx a Cobbett cuando dice que era un nostálgico: algunas de las opiniones del viejo radical son reaccionarias o incluso racistas, como su odio a las papas (que provienen de Irlanda). Pero a medida que la crisis que Cobbett relata continúa y adquiere proporciones globales, con la agroindustria haciendo una guerra incesante contra la naturaleza, desesperadamente necesitamos nuevos modos de relacionarnos con la tierra. Esos nuevos modos, sin duda, incluirán la dignidad, la austeridad y la productividad de la economía doméstica que Cobbett celebró en Rural Rides y que él mismo practicó. Al final, Cobbett contempla la posibilidad de que habitemos la tierra sin abusar de ella ni de los otros; considera cómo tomar lo que necesitamos para sobrevivir y, posiblemente, aunque sea poco probable, contribuir al desarrollo de todas las criaturas con las que compartimos el mundo natural. Según el tipo de paradoja con la que Cobbett se deleitaba, la clave para nuestro futuro bien podría estar en la sabiduría del pasado.
Traducción de Claudia Amengual