Cuando fui alumno de Peter Singer, él aún no era una figura pública ni el más notorio defensor de la ética utilitarista que hoy es. Sin duda, su libro publicado en 1975, Liberación animal, hizo furor, especialmente en la Universidad de Colorado Boulder, donde yo cursaba un doctorado. Su seminario, “Asuntos de vida y muerte”, llamó mi atención. También me tomó desprevenido. La mayor parte de su clase estaba destinada a desmontar las nociones heredadas con respecto al valor único y al estatus moral de la vida humana. Para Singer, un profesor afable y justo, los humanos son criaturas sofisticadas, pero no sagradas ni especialmente ontológicas. Para él, nociones como la santidad de la vida y el valor infinito del individuo no tienen sentido, y lo que es peor, carecen de importancia. Los humanos son seres sensibles. Solo eso. Al igual que otros seres sensibles, prosperan cada vez que experimentan un sentido de bienestar.
Entonces, ¿dónde está nuestro deber moral fundamental? Según Singer, nuestra tarea es minimizar el sufrimiento en el mundo y, cuando sea posible, maximizar la calidad de la vida de todos, no solo de los humanos, sino de todas las criaturas sensibles: es decir, que tienen la capacidad de sentir dolor y placer. El aborto, el infanticidio, la eutanasia y la guerra son, por lo tanto, preocupaciones morales, en tanto implican abordar el problema del sufrimiento. Bajo ciertas condiciones y dependiendo del grado de sufrimiento implicado, cada una de ellas puede ser justificada. Nuestro deber básico es reducir la miseria en el mundo, allí donde la hallemos, lo que implica una obligación moral para terminar con el hambre, la falta de hogar e incluso el manejo industrial de animales de granja.
Si es necesario, podemos matar, pero no debemos odiar y disfrutar mientras odiamos.” —C. S. Lewis
Decidí llamarle la atención a Singer, no sobre cualquier asunto moral en particular, sino sobre el asunto de la santidad humana y la obligación moral en sí. En un largo ensayo, que acabó convirtiéndose en mi propuesta de tesis doctoral, sostuve que, bajo su punto de vista, no hay forma de justificar el valor moral de las personas y, por consiguiente, nuestra repugnancia moral contra el asesinato. Si lo único que cuenta es el sufrimiento, los seres humanos, sin importar su estado de vida, no podrían, en sí mismos, ser jamás violados. Dado un marco consecuencialista, la violencia es un nombre inapropiado. En otras palabras, dependiendo de las circunstancias, uno siempre puede justificar el asesinato, siempre y cuando sea sin dolor y sin importar qué vida esté en juego. Después de todo, nadie (según cree Singer) puede sufrir cuando está muerto. Asesinado, no hay nada de lo que pueda quejarse. Reducir el sufrimiento es una cosa, pero quitar la vida de otro, es algo distinto. De modo pues que, para no criticar indebidamente a los utilitaristas, también sostuve que otros marcos morales, como el enfoque deontológico y el virtuoso, fallan al intentar proveer una base sólida a partir de la cual oponerse a la violencia. Solo una visión robusta de la santidad humana, o de la dignidad inviolable de las personas, es capaz de explicar nuestra repugnancia moral hacia la violencia y el asesinato.
¿Cuál fue la respuesta de Singer? Durante una velada informal en su casa, a la que asistí con algunos compañeros, me llamó aparte y, copa de vino mediante, comentó: “Siendo, como soy, un naturalista evolucionista, no puedo estar de acuerdo con tu visión de la santidad humana, incluso si da cuenta adecuadamente de la violencia. Dicho esto, si lo que sostienes es cierto, yo debería ser un pacifista estricto. Sigue la lógica”. Lo hice y, desde entonces, lo he hecho.
Cualquiera que adhiera a la no violencia es siempre un caso aislado. No me sorprende haber tenido discusiones más enérgicas, vigorosas y, lo admito, acaloradas acerca de la ética de matar de las que pueda recordar. Resulta interesante que la mayoría de ellas haya sido con cristianos “bíblicos” provida, inflexibles acerca de la santidad de la vida humana. Los no nacidos deben ser protegidos a toda costa. Sí. El feto tiene un estatus moral. Una vez más, sí. El aborto, salvo en casos extremos en los que la vida de la madre está en riesgo, es asesinato, puro y simple. De acuerdo.
No obstante, a menudo replico: ¿por qué detenernos con el valor moral del no nacido? ¿Por qué no se considera errada la pena capital? ¿Qué sucede con la guerra? ¿Qué sucede con la vida de los soldados, sea cual sea su bando?
Casi sin excepción recibo un discurso solemne sobre la moralidad de matar, y cómo los no nacidos son inocentes, en tanto los criminales y los terroristas, no. Quitar una vida inocente es asesinato, pero eso no significa que matar siempre esté mal. Hay una diferencia moral entre quitar intencionalmente una vida inocente, lo que es intrínsecamente malo, y el lamentable, aunque a veces necesario deber de quitar otras vidas en particular. Matar para defender a otros a veces es nuestro único recurso moral, un mal menor. A veces, dicen las personas, debemos quitar una vida para salvar otra.
La distinción entre asesinar y matar parece obvia. De hecho, es una premisa esencial que sostiene la doctrina clásica de la guerra justa. Todos nosotros ―ciudadanos públicos y privados por igual― tenemos un deber moral que rescatar, esto es, proteger al inocente de la violencia; y el Estado ―que no en vano lleva la espada― tiene el deber moral de vengar el mal, representando de un modo limitado la justicia de Dios. Matar, por lo tanto, puede ser necesario, precisamente porque la vida humana es sagrada. Una nación que va a la guerra para defender a su pueblo del ataque de otra nación hostil, un oficial de policía que mata a una persona armada que está a punto de disparar a una multitud o un hombre que mata a un intruso violento que amenaza a su familia están moralmente justificados. En nuestro interior todos sabemos que hay una diferencia entre emplear la fuerza para quitar una vida con el fin de proteger a otros y cometer actos de violencia.
“'No matarás' es un mandamiento referido solamente a matar a una persona inocente.” —Juan Pablo II
Sin duda, es correcto distinguir entre aquellos que perpetran la violencia y aquellos que defienden a los vulnerablemente inocentes. Los Diez Mandamientos reconocen esto,1 al igual que el apóstol Pablo, quien reconoce el legítimo uso de la espada (Ro 13:1-7).2
Aun así, la lógica tras el acto de matar justificado sobre la base de la santidad humana no es tan irrefutable como algunos piensan. Y esto es porque se fundamenta en una ambigüedad moral esencial. Por ejemplo, consideremos la encíclica de Juan Pablo II Evangelium Vitae (El evangelio de la vida, 1995), con su incisiva descripción del aborto, la eutanasia y la pena capital como distintas manifestaciones de la “cultura de la muerte”.3 La crítica de la encíclica fue incomparable en su época y también fue profética. Aun así, El evangelio de la vida, a pesar de ser explícito acerca de la santidad humana, se basa en un equívoco que simplemente no tiene sentido.
El Papa Juan Pablo II sostiene correctamente que la santidad humana arraiga en la creación, no en la convención social. Trasciende la valoración o la construcción humana y es, por tanto, un hecho moral absoluto que trasciende el tiempo y la cultura. “Aunque está formado del polvo de la tierra (Gn 2:7; 3:19; Job 34:15; Sl 103:14; 104:29), [el hombre] es una manifestación de Dios en el mundo, un signo de su presencia, una huella de su gloria… En todo hombre brilla un reflejo de Dios”. Esta sacralidad no solo “da lugar a su inviolabilidad, escrita desde el principio en el corazón del hombre” (cursiva de énfasis añadida), sino que es la clave para establecer la incomparable grandeza de la humanidad”.
En oposición a Singer, dice la encíclica, en tanto manifestación única de Dios y a diferencia de otros seres, poseemos una dignidad sublime e intrínseca que tiene una importancia moral significativa, un valor que no puede ser medido o calculado, sino que debe ser respetado. Tanto es así, que al contemplar la muerte de Cristo como una señal del amor generoso de Dios, “reconocemos y valoramos la dignidad casi divina de cada ser humano”, sin importar la etapa o la condición de la vida. La vida humana es sagrada “en cada momento de la existencia, incluyendo la fase inicial que precede el nacimiento”.
¿Qué implica esto exactamente? En primer lugar, se nos requiere moralmente “demostrar reverencia y amor por cada persona y por la vida de cada persona”. “Dios exige que amemos, respetemos y promovamos la vida”. Cada vida humana es preciosa; “se debe tener gran cuidado de respetar cada vida, incluso aquella de los criminales o de los agresores injustos”. Cuando la vida se ha vuelto tan barata como en la actualidad, necesitamos redescubrir con sagrado asombro la capacidad de reverenciar y honrar a cada persona: “Allí donde la vida está involucrada, la práctica de la caridad debe ser profundamente consistente. No puede tolerar ni parcialidad ni discriminación, pues la vida humana es sagrada e inviolable en cada etapa y en cada situación; es un bien indivisible”.
La santidad humana significa que solo Dios es el Señor de la vida. Jamás deberíamos discriminar por nuestra cuenta qué vida es o no digna de ser vivida. Quitar una vida intencionalmente es un pecado grave. “Nadie puede, en ninguna circunstancia, reclamar para sí el derecho a destruir directamente a un ser humano inocente”. Esto incluye el final de la propia vida, como en el caso de la eutanasia voluntaria. Los otros no nos pertenecen y no podemos disponer de ellos; nosotros no nos pertenecemos y no podemos disponer de nosotros. Haber sido creados a imagen de Dios nos hace ser algo que no tenemos derecho a violar. Le pertenecemos a él.
Quitar una vida inocentemente no solo violenta la dignidad de otro, sino que es una burla a Dios. “Cualquiera que ataque la vida humana, de algún modo ataca al mismo Dios”. Dios no puede dejar que el crimen violento permanezca impune precisamente porque la violencia viola la dignidad humana. Por lo tanto, Dios es el redentor de los inocentes (Is 41:14), e intervendrá para vengar a aquel que sea asesinado. Él deja esto claro a Noé después del Diluvio: “Por cierto, de la sangre de ustedes yo habré de pedirles cuentas. (…) … y a todos los seres humanos les pediré cuentas de la vida de sus semejantes” (Gn 9:5).
La severidad del juicio de Dios está en proporción directa a la santidad de la vida humana. Sin embargo, esta severidad, según San Juan Pablo II, siempre está equilibrada con respecto a la mismísima sacralidad de la vida y no en términos de justicia retributiva o reparadora. Dios siempre es misericordioso cuando castiga. Aunque Caín asesinó a su hermano Abel, Dios “´le puso una marca a Caín, para que no fuera a matarlo cualquiera que lo encontrara´ (Gn 4:15). Ni siquiera un asesino pierde su dignidad personal, y el mismo Dios se compromete a garantizar esto” (cursiva de énfasis añadida). Incluso cuando hay un homicidio involucrado, Dios siempre prefiere la corrección del pecador a su muerte.
El acto creativo de Dios reúne todas las posibilidades de la vida, las cuales cuando son reunidas bajo el amor soberano de Dios, se oponen a los poderes de la muerte que surgen del pecado. Cada persona, no importa cuál sea su estado, es valiosa y debe ser atesorada, apreciada, afirmada, celebrada, respetada, protegida y cuidada.
Una afirmación como esa acerca de la vida es notoriamente audaz y da abundante pábulo para cualquiera que se encuentre en un movimiento provida. Aun así, a pesar del ruego de Juan Pablo II por una defensa del respeto por la vida, a pesar de su reclamo de que cada persona sea honrada con respeto, su prohibición de matar es, a lo sumo, relativa. Por desgracia, si fuéramos a seguir esa lógica, la santidad y la dignidad absoluta de las personas inocentes quedarían por encima de aquellas del infractor. La santidad humana, cuando se trata de decisiones morales, no es un bien indivisible. La importancia moral de la inviolabilidad, según resulta, no es tan universal ni incondicional como parece. La santidad humana tiene límites, y al final, la misma noción no solo es confusa, sino de poca ayuda: toda vida es sagrada, toda persona tiene dignidad, pero, según el papa, solo aquellas personas que son inocentes de cometer infracciones fundamentales poseen el derecho absoluto a la vida. De ahí la vil distinción entre “asesinar” y “matar”.
La distinción entre asesinar y matar se construye sobre el concepto de lo que el papa llama “legítima defensa”: el derecho a proteger la propia vida y el deber de no herir a nadie más son difíciles de reconciliar en la práctica. En otras palabras, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los otros hacen nacer un derecho auténtico, incluso una obligación, a la defensa propia y, con eso, a fortiori, la obligación de defender a los inocentes, en general. La autoestima, que es una respuesta legítima a la propia santidad, crea una base justificada para la defensa propia y, si es necesario, puede acabar en la muerte del infractor. Al defenderse contra un daño injusto, lo que se busca es la preservación de la propia vida, no la muerte del infractor. Quizá esto sea una paradoja aparente, aunque, no obstante, racional y moralmente justificable. El factor moralmente relevante y decisivo es la intencionalidad.
A pesar de que el papa argumenta que uno puede renunciar al derecho a la defensa propia, esto, sin embargo, “solo puede ser hecho en virtud del amor heroico que profundiza y transfigura el amor a sí mismo en una entrega radical, de acuerdo con el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5:38-40). El ejemplo sublime de esta entrega es el mismísimo Señor Jesús”.
Por lo tanto, en los argumentos morales de la defensa propia, matar está a veces justificado. “No matarás” tiene excepciones. Sin embargo, surge la siguiente pregunta: ¿se trata de una paradoja o de una completa contradicción? Al recordar los comentarios que Singer me hizo, sospecho que él, al igual que yo, habrá detectado una ambigüedad incomprensible. “Sigue la lógica”. Los intentos por justificar el acto de matar sobre la base de la santidad humana, y suponer que no todo acto de matar es un asesinato, terminan en un berenjenal en el cual los beneficios morales de la doctrina de la santidad humana se pierden o resultan irrelevantes. Hay que admitir que matar no es lo mismo que asesinar. La intencionalidad es importante. Pero, en sentido estricto, tampoco la fornicación es lo mismo que el adulterio; ambos, sin embargo, están mal. Ambos violan la santidad del sexo, sin importar la intencionalidad.
A pesar de la súplica del papa Juan Pablo II por la santidad humana, dentro de su esquema, parece que la sacralidad de la vida humana carece de bases suficientes para protegerse. Por un lado, la vida humana es santa e inviolable. La santidad humana es un “bien indivisible” y, por lo tanto, no puede ser medida según estándares humanos típicos. Debido a esto, “debemos respetar, defender y promover la dignidad de toda persona humana”, y debemos hacerlo “en todo momento y en cualquier condición de la vida de esa persona”. Al dar vida a los seres humanos, Dios exige que amemos, respetemos, promovamos y demostremos cuidado por la vida de todos. El verdadero servicio de amor es profundamente consistente.
Por el otro lado, sin embargo, hay veces en que no solo es un derecho, sino un deber quitar una vida, especialmente si el bien de los otros o un bien superior está en riesgo. Bajo determinadas condiciones, el derecho a la defensa propia o el deber de defender a otros puede requerir matar a otro ser humano. “No matarás” es un mandamiento referido solamente a matar a una persona inocente. Esto solo constituye “un acto absolutamente inaceptable”. En lo que concierne al “derecho a la vida”, solo los seres humanos inocentes tienen, de un modo inequívoco, un estatus moral igual. La igualdad absoluta no se aplica a aquellos que son culpables.
“Si lo que sostienes es cierto, yo debería ser un pacifista estricto. Sigue la lógica.” —Peter Singer
Si esto es una paradoja genuina necesita ser explicada. Es posible encontrar una verdad en una paradoja, pero ¿cómo puede uno argumentar que la santidad humana es inviolable, intrínseca, incondicional sin que importe el estado o la condición, en suma, un bien indivisible y, aun así, determinar o limitar su aplicación solo a aquellos que son inocentes? ¿Acaso el deber de amarse a sí mismo no está basado en la propia dignidad inviolable (y no al revés)? ¿Cómo, pues, se descalifica la vida de la persona culpable? ¿Podemos renunciar a aquello que es intrínseco e incondicional? No solo eso: si estamos obligados a ser cuidadosos con la vida de todos, si jamás debemos discriminar por cuenta nuestra qué vida merece o no merece ser vivida, entonces ¿cómo es posible que, bajo ciertas circunstancias, estemos autorizados, incluso obligados a matar a un atacante en potencia? ¿No estamos discriminando? Y, después de todo, ¿cuán seguros estamos de su intención? ¿Cómo podemos respetar la santidad y dignidad de esa persona cuando es aceptable, incluso un deber, que la eliminemos? ¿Cómo demuestra esto una ética de vida o de caridad profundamente consistente? ¿Cómo nos permite esto, tal como el papa ansía, “ver en cada rostro humano el rostro de Cristo”? ¿Cómo es posible que matar, incluso en aras de un bien superior, honre la sacralidad de toda vida humana? No está claro cómo esta noción de santidad humana tiene una importancia moral significativa.
No hay duda de que muchas personas, aun C. S. Lewis, a pesar de su intelecto destacado y su capacidad retórica, se embrollan en lo que respecta a matar, y cuelan mosquitos morales. Al igual que todos aquellos que resaltan la distinción entre asesinar y matar, en su clásico Mero cristianismo se esmera en justificar la posibilidad de quitar la vida humana. “Todo acto de matar no es asesinato, del mismo modo que no toda relación sexual es adulterio”.4 Aunque la comparación pueda parecer apropiada, de hecho, se trata de una falsa analogía. Antes de que Adán y Eva cayeran en desgracia, Dios había creado santas las relaciones sexuales. En el Génesis Dios declaró santo el amor entre hombre y mujer, y lo bendijo siempre y cuando se expresara dentro de la alianza del matrimonio. En tanto el adulterio es la corrupción de un bien santo, el acto de matar es diferente. En ninguna parte de la Biblia el acto de matar se considera un bien. Hace estragos en la imagen de Dios y es el resultado del pecado. No sucede así con las relaciones sexuales, algo que Dios creó.
Para distinguir el acto de matar del asesinato, Lewis intenta luego incluir la intención involucrada. Según él, no es el acto de matar lo que está mal, sino el motivo que lo impulsa.
Si es necesario, podemos matar, pero no debemos odiar y disfrutar mientras odiamos. Podemos castigar, si es necesario, pero no debemos disfrutarlo… Incluso cuando matamos y castigamos, debemos intentar tener hacia el enemigo el mismo sentimiento que tenemos hacia nosotros, desear que no fuera malo, esperar que tenga cura en este mundo o en otro: de hecho, desear su bien.5
A pesar de que Lewis tiene razón al considerar que los motivos son relevantes “para determinar la culpabilidad moral, falla en darse cuenta de que son insuficientes por sí mismos. Lo que sentimos acerca de nosotros o acerca de otros puede ser relevante en términos de virtud, pero la intencionalidad sola no vuelve moral o inmoral un acto. Por ejemplo, tomemos a un testigo en un tribunal de justicia que, estando bajo juramento, miente en nombre del acusado. Es posible que tenga excelentes intenciones, pero eso no hace que su perjurio sea excusable. O consideremos las muchas instancias históricas en las que los buenos fines han sido empleados para justificar los terribles medios: por ejemplo, la colectivización de las granjas en la Unión Soviética. El intento de José Stalin de proveer seguridad alimentaria a todos sus ciudadanos y alcanzar la igualdad entre ricos y pobres es loable, pero no sirve como excusa para la fuerza brutal que empleó para alcanzar esos fines. La intencionalidad fuera de los límites de la santidad humana es consecuencialismo disfrazado.
Por último, Lewis argumenta que matar está justificado porque la justicia exige que los malvados sean castigados por sus acciones. Escribe:
¿Amar a tu enemigo significa no castigarlo? No, pues amarme a mí mismo no significa que no deba someterme a mí mismo al castigo, incluso a la muerte. Si uno ha cometido un asesinato, la acción cristiana correcta sería entregarse a la policía y ser colgado.6
Al declarar que la “acción cristiana” para un asesino es entregarse para ser ejecutado, Lewis asume que la Biblia exige la pena capital como compensación del pecado. Aunque esta idea puede ser inferida de pasajes aislados de la Ley mosaica, no es, tal como lo señala el papa Juan Pablo II, el sentido de la Biblia tomada como un todo. Consideremos a Moisés, que mató a un egipcio; o a David que hizo matar a Urías en batalla para quedarse con su mujer; o a Pablo que acorraló a cristianos y los hizo matar. Si esos hombres hubieran seguido la lógica de Lewis, los israelitas jamás hubieran sido liberados de Egipto, ni recibido la Ley ni ganado la Tierra Prometida; el linaje de Jesé jamás hubiera producido al Mesías como estaba profetizado; la iglesia cristiana primitiva (el apóstol Pablo era un asesino) jamás se hubiera establecido. El plan de Dios para esos asesinos no fue la muerte, sino la misericordia. Dios es un Dios de vida.
Parte de los problemas cuando se intenta justificar el acto de matar es la confusión que surge de lo que constituye la “legítima defensa” sobre la base de la santidad humana. El papa tiene razón: debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sobre la base del deber de amarse a sí mismo, así como a los otros, argumenta que estamos moralmente autorizados para defendernos (o ser defendidos) contra el daño o el ataque injustos. Esta intuición tiene sentido. Sin embargo, es un non sequitur argumentar a partir de la justificación moral de la defensa propia el derecho o el deber de matar en defensa propia. Si nuestro universo moral consiste en personas creadas a imago Dei, entonces sin otro grupo de premisas justificativas uno no puede, desde un punto de vista lógico, ir desde la legítima defensa propia, o el deber de defender al inocente, basado en la santidad humana, hasta matar en defensa propia o para defender a otros. Introducir la intencionalidad o el motivo puede diferenciar la culpabilidad, pero no puede medir el valor moral inviolado del otro ni justificar el acto en sí mismo.
Si cada vida humana es sagrada, el asunto de la legitimidad, y lo que significa, debe ser desentrañado más cuidadosamente. La “legítima defensa” está, en efecto, ligada a la santidad humana. Pero ¿qué significa la legitimidad moral? Para un cristiano, cuyo entendimiento de la santidad también está ligado al imago Dei, es necesario definir la obligación humana a la luz de lo que realmente significa ser humano, lo cual, una vez más, se basa en la importancia moral de la santidad humana. Si, tal como sostiene El evangelio de la vida, la santidad humana implica una obligación de amarse a sí mismo, debemos asegurarnos de que ese amor sea congruente con la sacralidad de todos y el correspondiente deber que otros tienen de amarse a sí mismos. Pero Jesús, la imagen expresa de Dios, nos muestra que el amor a sí mismo no es anterior ni más importante que el amor al prójimo. El amor divino, como la santidad humana, es auténticamente indiscriminado: “Él hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos” (Mt 5:45). El amor de Dios es incondicional, perfecto, y Jesús nos llama a ese mismo amor.
Abstenerse de matar en defensa propia, por lo tanto, es la consecuencia no solo de la santidad de la vida, sino de la lógica del amor. El amor y la santidad coinciden perfectamente. Esto no significa que nos abstengamos de actuar en defensa propia ni que ignoremos a los inocentes o nos abstengamos de frenar a los infractores. La santidad humana nos compele a actuar, a vivir de un modo tal que la santidad de la vida se afirme y se fortalezca. Pero la santidad humana legitima solo ciertos actos; nos compele a actuar dentro de los límites del valor y la dignidad moral de todos. Además, si el ejemplo de Cristo nos muestra algo, es que el verdadero amor a sí mismo, la afirmación de la propia dignidad divina trasciende los preceptos de la supervivencia. En situaciones donde la violencia y las fuerzas del mal amenazan, el amor a sí mismo, por no mencionar a otros, hará todo lo que esté a su alcance para afirmar la dignidad de todos, especialmente de aquellos más alejados del amor de Dios. El apóstol Pablo escribe que, siendo nosotros pecadores e incapaces, siendo nosotros enemigos de Dios, Cristo murió por nosotros y nos reconcilió (Ro 5:6-8). La importancia moral de la santidad humana es tal que buscamos la redención, no la destrucción, de aquel que está más perdido, precisamente debido a que su vida es sagrada. El amor jamás triunfa sobre el mal con mal, sino con bien.
Si, como el papa argumenta correctamente, “el elemento más profundo del mandamiento de Dios para proteger la vida humana es el requisito de mostrar reverencia y amor por cada persona”, esto debe manifiestamente incluir al agresor. Ni siquiera un asesino pierde su santidad. Él está, como Caín, “marcado” indeleblemente con lo divino. Protegerse legítimamente e incluso proteger la vida de los otros es una cosa. Pero uno debe hacerlo dentro de las restricciones de la dignidad intrínseca e inviolable de cada ser humano, incluyendo a aquellos que buscan hacernos daño. Si la santidad humana es intrínseca y se basa en lo trascendente, entonces su límite debe incluir a todas las personas sin importar las circunstancias. Eso es lo que hace de la santidad humana un bien indivisible, inviolado y universal.
Al dar vida a los seres humanos, Dios exige que amemos, respetemos, promovamos y demostremos cuidado por la vida de todos.
Una ética basada en la santidad de la vida humana reconoce el don incalculable y sagrado de cada persona creada a imagen de Dios y expiada a través de la sangre de Cristo. La doctrina de la santidad de la vida no es acerca de aquello que podemos reclamar legítimamente para nosotros, o lo que podemos exigir a otros, sino acerca de lo que nos debemos unos a otros en nombre de Dios. La vida humana es sagrada porque, de principio a fin, todos somos hijos del Santo. La santidad es un don concedido, y seamos o no “inocentes”, todos estamos por debajo de la gloria de Dios y, sin embargo, inmerecidamente, vivimos, nos movemos y somos en él. Quitar la vida deliberadamente, sin importar la intención ni el motivo, no solo usurpa la autoridad de Dios, sino que profana la imagen divina que envuelve a la familia humana. Pues en cada persona, no importa cuán degradada o depravada sea, brilla un reflejo, aunque sea tenue, del mismo Dios.
La intuición básica que subyace a esos argumentos acerca del acto de matar justificado es correcta: todos los seres humanos son sagrados. Pero por la misma razón, la santidad humana y el acto de matar son irreconciliablemente incongruentes. Como portadores de la imagen divina y ante la cruz todos somos absolutamente iguales, tanto en términos de nuestro pecado y en términos del amor de Dios. La santidad humana es verdadera e ilimitadamente inviolable. No puede ser quitada ni se puede renunciar a ella. Tampoco puede ser reducida, como si se pudiera pesar en una balanza. En efecto, nuestro valor es inestimable. El amor de Dios está en las antípodas de nuestras leyes de cálculo, pues se extiende especialmente a aquellos que menos lo merecen. Su amor y nuestra santidad no están condicionados por nuestro valor. En lugar de eso, somos valiosos por quien Dios es y quienes fuimos creados para ser. Nuestra santidad solo se compara con una cosa: el amor inconmensurable e incondicional de Dios que sostiene a cada uno de nosotros.
Si, por lo tanto, creemos en la santidad de la vida humana, también debemos creer que matar está mal, siempre. Peter Singer reconocía esto; Juan Pablo II y C. S. Lewis (y muchos otros), a la vez que confirman la santidad humana, intentan evadir el punto justificando algún tipo de acto de matar. Su intento es comprensible desde un punto de vista pragmático, pero no es lógicamente defendible sin abandonar o abaratar la mismísima santidad humana que ellos reivindican como absoluta.
¿Es presuntuoso contradecir dieciséis siglos de tradición cristiana? Quizá. ¿Cómo debemos adecuar nuestro total rechazo a la violencia con el Antiguo Testamento? Esa es una pregunta que los cristianos deben tratar de resolver. ¿El rechazo a matar lo que sea destapa una caja de Pandora distinta para la ética cristiana? ¿Confirmar la santidad de la vida humana significa que se nos conceda un criterio moral inmediato en circunstancias difíciles? ¿Qué debemos hacer cuando tanto la vida del feto como la de la madre están simultáneamente en riesgo? ¿Y qué con los atroces e indiscriminados hechos de violencia? No podemos detenernos en eso ahora. Pero, si profesamos la sacralidad de la vida humana, si creemos que la santidad humana es, en efecto, un bien indivisible, inviolado y universal, entonces debemos seguir la lógica: matar siempre está mal.
Sin embargo, nuestro solo concepto de santidad humana no puede generar todo lo que necesitamos cuando abordamos las preguntas morales que enfrentamos. Más aún, debemos acudir a Cristo, aquel que vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn 10:10). Y en cuanto a la cruz, si acaso nos enseña algo, nos enseña cómo morir, no cómo matar; a dar nuestra vida, no a quitar la vida de otros. En la cruz, la gloria de Jesús, su divina dignidad, se vuelve supremamente manifiesta, así como la nuestra. Aquí está el tesoro de nuestra sacralidad personal. El baluarte de la muerte ha sido vencido por el amor altruista. Ya no estamos bajo su dominio, ya no más bajo los preceptos de tener que quitar la vida para proteger la vida. El Hijo de Dios redime la imagen dañada en todos nosotros para que nosotros, hijos e hijas de Dios, seamos capaces de vencer cada arma de la muerte. A través de Cristo podemos libremente, incluso alegremente, entregar nuestra vida, aun si eso significa nuestra propia muerte. Los preceptos de muerte, con su “conspiración contra la vida”, no son invencibles ni inevitables.
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- Ex 20, 21
- Ro 13:1–7
- The Gospel of Life, Papa Juan Pablo II (Random House, 1995). Traducido al español como El evangelio de la vida. También https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_25031995_evangelium-vitae.html
- C. S. Lewis, Mere Christianity (New York, NY: Macmillan Publishing Co., 1952), 106–107. Traducido al español como Mero cristianismo o Cristianismo… ¡y nada más!
- Lewis, Mere Christianity, 107–108.
- Lewis, Mere Christianity, 106.