¿Es posible que un cristiano tenga alguna vez el deber de matar? Para Eberhard Arnold, quien fue editor fundador de Plough y escribió la siguiente selección de textos en Alemania entre 1920 y 1935, esta pregunta va directo al núcleo del significado del cristianismo y de la vida humana.
I. En el nombre de Jesús nadie puede derramar sangre humana.
Podemos morir en nombre de Jesucristo, pero no matar. Hacia allí es donde nos lleva el Evangelio. Si realmente queremos seguir a Cristo, debemos vivir como él vivió y murió.1
Hablando a aquellos que abogan por la lucha de clases que conduce al comunismo de estado: Una y otra vez en la vida de una nación y en la lucha de clases por su existencia, las tensiones y los conflictos contenidos explotan en estallidos violentos. Estos estallidos revelan la explotación y la opresión, así como los salvajes instintos de la codiciosa pasión. Las personas responden de modo diferente a esta violencia: algunos intentan defender la ley y el orden por medios asesinos, en tanto otros se sienten llamados a luchar por la justicia social con los oprimidos.
Como cristianos, sin embargo, debemos mirar un poco más allá. Cristo dio testimonio de vida, del despliegue del amor, de la unidad de todos los miembros en un cuerpo. Nos reveló el corazón de su padre, quien permite que su sol ilumine a los malos y a los buenos. Nos encargó servir la vida y construirla, no demolerla o destruirla.
Creemos, por lo tanto, en un futuro de amor y hermandad constructiva, en la paz del reino de Dios. Y nuestra fe en este reino es mucho más que cualquier deseo anhelante de futuro. En lugar de eso, es la creencia firme de que Dios nos dará su corazón y su Espíritu ahora, en esta tierra. Tal como la semilla escondida y viva del futuro, la iglesia ha sido encomendada con el Espíritu de este reino venidero. Por lo tanto, su naturaleza actual debe mostrar la misma paz, la misma alegría y la misma justicia que encarnará en el futuro.
Por este motivo, debemos alzar la voz en señal de protesta contra cualquier hecho de derramamiento de sangre y violencia, no importa cuál sea su origen. Nuestro testimonio y deseo de paz, de amor a cualquier precio, incluso a costa de nuestra vida, nunca ha sido más necesario. Aquellos que nos dicen que los asuntos referidos a la no violencia y a la objeción de conciencia ya no son relevantes se equivocan. En este preciso momento estas preguntas son más pertinentes que nunca. Pero responderlas requiere valor y perseverancia en el amor. Jesús sabía que nunca conquistaría el espíritu del mundo con violencia, sino solo con amor. De este modo venció la tentación de tomar el poder de los reinos de la tierra y por esa misma razón se refiere a quienes son fuertes en el amor —los pacificadores— como a aquellos que heredarán y poseerán la tierra. Esta actitud fue fuertemente representada y proclamada por los primeros cristianos, quienes sentían que la guerra y la profesión militar eran irreconciliables con su llamamiento. Es lamentable que los cristianos serios de estos días no tengan una posición así de clara.
Reconocemos la existencia del mal y del pecado, pero sabemos que no triunfará. Creemos en Dios y en el renacimiento de la humanidad. Y nuestra fe no es una fe en curso, en el ascenso inevitable a una mayor perfección, sino una fe en el espíritu de Cristo; fe en el renacimiento de los individuos y de la hermandad de la iglesia. Esta fe ve la guerra y la revolución como un juicio necesario a un mundo depravado y degenerado. La fe espera todo de Dios y no rehúye el conflicto de las fuerzas espirituales. En lugar de eso, desea la confrontación, porque el fin debe llegar. Y después de eso, un mundo completamente nuevo.2
Nadie que haya oído el claro llamado del Espíritu de Jesús puede valerse de violencia en defensa propia. Jesús dejó de lado todo privilegio y toda defensa. Siguió la ruta más humilde. Tomó el camino más humilde. Y he aquí su reto hacia nosotros: seguirlo por el mismo camino que él transitó, sin apartarse jamás de él ni hacia la izquierda ni hacia la derecha (1 Pe 2:21-23). ¿De verdad piensan que pueden ir por un camino diferente a Jesús con respecto a cuestiones como la propiedad y la violencia, y aun así decirse sus discípulos?3
II. No habrá, por tanto, un estado cristiano.
La espada que el Espíritu Santo dio a la iglesia es totalmente diferente en todo aspecto a la espada de la autoridad gubernamental. Dios puso la espada temporal, la espada de su ira, en manos de los infieles. La iglesia no debe usarla. La iglesia debe ser regida únicamente por el espíritu de Cristo. Dios apartó su Espíritu Santo de los infieles porque estos no lo obedecían. En su lugar, les dio la espada de la ira, es decir, el gobierno temporal con su poder militar. Pero Cristo en sí mismo es el rey del Espíritu, cuyos siervos no pueden levantar ninguna otra espada más que la del Espíritu.4
Aun así, no podemos acercarnos a un oficial de policía o a un soldado y decirle: “Baje su arma ya mismo y siga el camino del amor y del discipulado de Cristo”. No tenemos derecho a hacerlo. Solo podemos hacerlo cuando el Espíritu habla con palabras de vida a nuestro corazón: “Ha llegado el momento decisivo de que este hombre lo sepa”. Entonces le hablaremos y, al mismo tiempo, Dios se lo dirá. Lo que le decimos debe ser acorde con lo que, en ese mismo momento, Dios le dice en su corazón.5
En tiempos de la Reforma, allá por el siglo XVI, nuestros hermanos (los primeros anabautistas) se manifestaron por miles en contra de todo derramamiento de sangre. Este movimiento poderoso de los hermanos fue decididamente realista. Porque ellos jamás creyeron que la paz mundial, una primavera universal, fuera algo inminente. Por el contrario, creían que el día del juicio estaba cerca. Y esperaban que la guerra de los campesinos alemanes fuera una poderosa advertencia de Dios al gobierno.
Tener conciencia de que el mundo siempre levantará la espada es realista. Pero ese realismo debe combinarse con la certeza de que Jesús se mantiene libre de todo derramamiento de sangre; él nunca será un verdugo. Aquel que fue ejecutado en la cruz, nunca ejecutará a nadie. Aquel cuyo cuerpo fue perforado nunca podrá perforar o destrozar otros cuerpos. Él jamás mata; a él lo matan. Él jamás crucifica; él es crucificado. Los hermanos dicen que el amor de Jesús es el amor del ejecutado hacia sus asesinos, aquel que jamás podrá ser un asesino ni un verdugo.
Ningún gobierno puede existir sin usar la fuerza. Es imposible imaginar un estado que no use la fuerza policial o militar. En suma, no hay un gobierno que no mate. No hay un gobierno que no ceda al capitalismo, la adoración al dinero y la injusticia.
Cuando Jesús dijo: “Dad a César lo que es de César”, estaba hablando de dinero (Lc 20:25). Él consideraba el dinero como algo extraño, algo con lo que no tenía nada que ver. Den esta cosa extraña al emperador; ellos, el dinero y el César, son el uno para el otro. Dejen que el dinero vaya adonde pertenece, pero denle a Dios lo que pertenece a Dios. Eso es lo que significan esas palabras. Su alma y su cuerpo no pertenecen a César, sino a Dios y a la iglesia. Dejen que su dinero vaya al emperador. ¡La vida de ustedes pertenece a Dios!
Jesús espera que reconozcamos el estado como una necesidad probadamente práctica. Pero no puede haber un estado cristiano. La fuerza debe regir donde no rige el amor.6
III. El pacifismo es una caricatura engañosa del trabajo por la paz.
No hay ni una sola palabra de Jesús que apoye el pacifismo por su utilidad ni por sus beneficios. En Jesús encontramos la razón más profunda para vivir en la no violencia total, para no lastimar ni herir jamás a los demás seres humanos, ni en cuerpo ni en alma. ¿De dónde vino esta orientación profunda e interior que nos dio? Tiene sus raíces en lo más profundo que intuimos cada uno en los otros: ver en cada ser humano a un hermano o hermana, algo que pertenece a la luz interna de la verdad, la luz interna de Dios y su Espíritu (1 Jn 2:10). 7
Se ha dicho y hecho mucho en el nombre de la paz y por la unidad de las naciones. Pero no creo que sea suficiente. Si las personas se sienten con deseos de intentar prevenir o posponer otra gran guerra europea, solo podemos regocijarnos. Pero lo que resulta dudoso es si tendrán éxito en oponerse al espíritu bélico que existe justo ahora:
Cuando más de mil de nuestros compatriotas alemanes han sido asesinados por Hitler —sin un juicio—, ¿no es eso guerra? Cuando a cientos de miles de personas que están en los campos de concentración se les roba su libertad y son despojadas de toda dignidad, ¿no es eso guerra? Cuando cientos de miles son enviados a Siberia y mueren congelados mientras talan árboles, ¿no es eso guerra? Cuando en China y Rusia millones de personas mueren de hambre mientras en Argentina y en otros países se almacenan millones de toneladas de trigo, ¿no es eso guerra? Cuando miles de mujeres prostituyen su cuerpo y arruinan su vida por dinero, ¿no es eso guerra? Cuando millones de bebés son asesinados cada año en abortos, ¿no es eso guerra? Cuando las personas son obligadas a trabajar como esclavos porque, de otro modo, no pueden alimentar a sus hijos, ¿no es eso guerra? Cuando los ricos viven en casas de campo rodeadas de parques mientras otras familias no tienen ni siquiera una habitación, ¿no es eso guerra? Cuando algunos tienen unas enormes cuentas bancarias mientras otros ganan apenas lo suficiente para sus necesidades básicas, ¿no es eso guerra?8
Nosotros no representamos el pacifismo que cree que puede prevenir futuras guerras. Esta pretensión no es válida; hasta este mismo día hay guerra. No abogamos por el pacifismo que cree en la eliminación de la guerra a través de la influencia restrictiva de ciertas naciones superiores. No apoyamos a las fuerzas armadas de la Liga de las Naciones, quienes deberían mantener bajo control a las naciones que amenacen la paz mundial. No estamos de acuerdo con un pacifismo que ignore las causas principales de la guerra —la propiedad y el capitalismo—, e intenta alcanzar la paz en medio de la injusticia social. No tenemos fe en el pacifismo que proclaman los hombres de negocios que aplastan a sus competidores, ni creemos en el pacifismo de las personas que no pueden vivir en paz ni siquiera con su propia esposa. Puesto que hay tantos tipos de pacifismo en los que no podemos creer, preferimos no usar la palabra pacifismo.
Pero somos amigos de la paz y deseamos ayudar a alcanzar la paz. Jesús dijo: “¡Bienaventurados los pacificadores!” Y, si realmente deseamos la paz, debemos representarla en todas las áreas de la vida. No podemos herir el amor de ninguna forma ni por razón alguna. Por eso no podemos matar a nadie; no podemos dañar a nadie económicamente; no podemos ser parte de un sistema que establece estándares de vida más bajos para los obreros que para los académicos. 9
Estamos muy preocupados porque la proclamación objetiva del reino de Dios no degenere en algún tipo de ortodoxia teórica nueva. Tenemos un vivo interés en los movimientos socialistas y pacifistas de estos días, y ratificamos la conciencia global que representan, sin recurrir a sus métodos falsos. Lo que compartimos con ellos es simplemente la opinión de que la comunidad del futuro será un tipo de vida donde todos los bienes serán compartidos libre y amorosamente.10
IV. Cristo nos llama a una vida de acción, no de pasividad.
El requerimiento diario que Jesús hace a su iglesia, a saber, mantener una actitud de amor y bondad incondicional, está sujeto a malentendidos de todo tipo. El lenguaje de Dios sufre debido a una traducción errónea. Un ejemplo de esto es el pacifismo inútil y pasivo de León Tolstoi. (La situación de Gandhi es diferente: en su caso, la no violencia combinada con la resistencia pacífica es un arma para la liberación de su pueblo; es una forma de la política del poder).
Tolstoi comienza de forma correcta con los mandamientos de Jesús en el sermón del monte, donde nos dice que no resistamos el mal, que demos nuestro abrigo cuando nos quiten nuestra capa; que demos dos horas de trabajo cuando se nos pida una; que nos reconciliemos con nuestro enemigo mientras aún estamos en el camino con él. Pero Tolstoi interpreta esas palabras como el simple deber de darnos por vencidos, sometiéndonos sumisamente sin aclarar los hechos y sin manifestarnos en contra del mal. El bien significa para él simplemente rendirse a un destino maligno, sin ejercer el libre albedrío. De hecho, él aboga por la piedad sobrenatural y resignada de la iglesia establecida que en otras instancias condena de forma contundente. La actitud que él pide es, en efecto, una pasividad extrema, un tipo de budismo. Aunque él habla mucho de Jesús, debemos considerar a Tolstoi como una especie de monje sectario.
En contraste, los mandamientos de Jesús en el sermón del monte tienen un significado activo, un contenido positivo, a saber, que la naturaleza de Dios en Jesucristo y en su reino venidero se revela aquí y ahora en la iglesia. De ello se desprende que no podemos resignarnos a ninguna acción gubernamental violenta. El reino de Dios no deja lugar a la fuerza militar de los grandes poderes. Aunque Jesús es ejecutado, a lo largo de su juicio muestra su protesta ante esta ejecución. No se rinde pasiva y débilmente al asesinato judicial. Dice: “Yo soy un rey, y ustedes verán al Hijo del Hombre a la derecha del trono de Dios. Ustedes deberán reconocer mi ley, ustedes que ahora cometen la atrocidad de matarme”.
La actitud de Jesús no tiene nada que ver con una débil docilidad. Aun así, cumple con los mandamientos del sermón de la montaña. Esta diferencia es determinante.11
En los tiempos de Jesús, como ahora, las personas esperaban un nuevo orden mundial. Ansiaban el reino de justicia del que los profetas habían hablado. Entonces vino Jesús y les reveló la naturaleza y las consecuencias prácticas de esta justicia. Les mostró una justicia completamente diferente al orden moral de los devotos y santos, un poder vivo y creciente que se ajustaba a las leyes sagradas de la vida. No les dio mandamientos referidos a la conducta. En lugar de eso, irradiaba el espíritu del futuro con su sola naturaleza. Esa naturaleza era la unidad.
Por ese motivo es ineficaz considerar cualquiera de los mandamientos de Jesús fuera de su contexto y establecerlo como una ley en sí mismo. No es posible ser parte del reino de Dios sin pureza de corazón, sin un trabajo vigoroso en aras de la paz, el cambio de actitud debe extenderse a todas las áreas. Es tonto intentar seguir a Cristo solo en un aspecto de la vida. Las bienaventuranzas no pueden ser analizadas por separado. Comienzan y terminan con la misma promesa de acceder al reino del cielo.
El pueblo de las bienaventuranzas es el pueblo del amor. Ellos viven del corazón de Dios y en él se sienten como en casa. El espíritu de la vida los ha liberado de la ley del pecado y la muerte; nada puede separarlos del amor de Dios en Jesús. Y lo que es más notable y misterioso acerca de ellos es que en todas partes perciben la semilla de Dios. Allí donde las personas se quiebran bajo el peso del sufrimiento, donde los corazones ansían el Espíritu, ellos oyen sus pasos; donde surge el deseo revolucionario de justicia social, donde resuena la protesta contra la guerra y el derramamiento de sangre, donde las personas son perseguidas por su socialismo o su pacifismo, y donde la pureza del corazón y la compasión pueden encontrarse, allí ven que el reino de Dios se acerca y anticipan la dicha que vendrá.12
V. Ama a tus enemigos, incluso a Hitler.
No otra cosa se nos puede encomendar que aquello que nos ha sido también encomendado en épocas más pacíficas: esto es, el amor perfecto.
Debemos enfatizar lo siguiente a nuestros amigos socialistas y pacifistas: amen a sus enemigos. Ellos califican a Hitler y a Mussolini como demonios. Yo no puedo encontrar en el Nuevo Testamento que Jesús haya llamado demonio a alguien que se le opusiera (aunque sí llamó a algunos hijos del demonio). Incluso de Judas Iscariote solo se dijo: “Tenía un demonio”. Del mismo modo, nuestros enemigos continúan siendo nuestros hermanos y hermanas, y objetos de nuestro amor.
El verdadero amor a Jesús es el amor al enemigo. Jesús dice: “Bienaventurados los pacificadores”. Si nuestros amigos pacifistas desean ser pacificadores, deben vivir en el amor, incluso hacia sus enemigos. Si los odian, también serán capaces de matarlos: “¡Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida!” (1 Jn 3:15).
Se nos encomienda representar el amor perfecto, también hacia nuestros enemigos. No puede haber aquí ni límite ni frontera. Sea quien sea nuestro enemigo, no hace la diferencia a quién ofrecemos nuestro amor. Amamos a nuestros enemigos y deseamos amarlos de la manera correcta, para que puedan obtener la paz.13
Sabemos que estamos rodeados por enemigos de la fe cristiana. En épocas como esta el perdón es más necesario que nunca, por cuanto el odio furibundo de nuestro enemigo nos desafía a enfrentarlo con lo opuesto. Nuestros enemigos son aquellos a quienes deberíamos amar por medio de la fe y la comprensión hacia ellos, sabiendo que, a pesar de su ceguera, tienen una chispa divina que necesita ser avivada.
El amor a nuestros enemigos tiene que ser tan real que alcance su corazón. Porque eso es lo que el amor hace. Cuando eso suceda, encontraremos la chispa escondida de Dios incluso en el corazón del mayor de los pecadores. En este sentido, debemos también perdonar a nuestros enemigos, tal como Jesús pidió al Padre que perdonara a los soldados que lo colgaron en la cruz cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.14
¿Cómo daremos esta batalla? En el Espíritu del reino venidero y de ninguna otra manera. Debemos pelear esta batalla en el amor. El arma del amor es la única que tenemos. Ya sea que nos enfrentemos a un policía a caballo o a alguien del Servicio de Trabajo del Reich, ya sea que entremos en contacto con un presidente de distrito, un príncipe, un líder partidario o incluso con el presidente del Reich, no hay diferencia. Debemos amarlos; solo cuando los amemos verdaderamente podremos darles testimonio de la verdad. Para eso estamos aquí.15
VI. El camino cristiano es una vida de soldado.
Algunos malinterpretan a Jesús completamente y piensan que hubo en él algún tipo de cobarde blandura. Sus propias palabras prueban que esto no es cierto; él dice que su camino nos conducirá hacia las batallas más duras; no solo hacia conflictos internos desesperados, sino incluso hacia la muerte física. Su propia muerte y toda su conducta lo prueban; la seguridad y la temeridad con las cuales se enfrenta a los poderes de la muerte y del engaño.16
Después de que Jesús fuera asesinado, el pequeño grupo de sus discípulos en Jerusalén proclamó que, a pesar de que su líder había sido vergonzosamente ejecutado, él estaba aún vivo y continuaba siendo su esperanza y su fe en tanto portador del reino. Decían que la época estaba llegando a su fin; que la humanidad enfrentaba entonces el punto de inflexión más grande en su historia, y que Jesús aparecería una segunda vez en gloria y autoridad. La ley de Dios sobre toda la tierra estaría garantizada.
La realidad de este mensaje en la iglesia primitiva podía ser observada a través de la obra de los poderes del futuro. Las personas eran transformadas. La fortaleza para morir inherente al sacrificio de Jesús los conducía a aceptar heroicamente el camino del martirio. Y más aún, les aseguraba la victoria sobre los poderes demoníacos de la maldad y la enfermedad. Aquel que resucitó a través del Espíritu tenía una fortaleza que estallaba en una actitud completamente nueva hacia la vida: el amor a los hermanos y hermanas y el amor al enemigo, la justicia divina del reino venidero. A través de este Espíritu la propiedad fue abolida en la iglesia primitiva. Las posesiones materiales eran entregadas a los embajadores de los pobres de la iglesia. A través de la presencia y del poder del Espíritu y a través de la fe en el Mesías, este grupo de seguidores se transformó en una hermandad.
Seguros de la victoria, los cristianos congregados para celebrar la Cena del Señor percibieron la pregunta alarmada de Satanás y de la muerte: “¿Quién es aquel que nos roba el poder?” Ellos respondieron con júbilo: “¡Aquí está Cristo, el crucificado!”17 Cuando la muerte de Cristo es proclamada en esta cena, significa que se consolida su resurrección y que la vida es transformada. Su poder victorioso se consuma en su sufrimiento y en su muerte, en su levantarse de la muerte y ascender al trono, y en su segunda venida. Por cuanto, lo que Cristo hizo lo vuelve a hacer una y otra vez en su iglesia. Su victoria se perfecciona. Aterrado, el Diablo debe renunciar a la suya. El dragón de siete cabezas es asesinado y la ponzoña maldita es destruida.18
Las pruebas que atravesaron todos los héroes griegos no pueden compararse con la intensidad de esta batalla espiritual. Al volverse una con el Cristo triunfante, la vida cristiana de los primeros tiempos se transformó en una vida de soldado, segura de la victoria sobre el mayor enemigo en la amarga lucha contra los poderes oscuros de este mundo. Allí donde los creyentes encontraban la unidad en sus asambleas, especialmente cuando celebraban el bautismo, la Cena del Señor y “El banquete fraternal” (ágape), el poder de la presencia de Cristo fue indiscutible. Los cuerpos enfermos eran sanados; los demonios, expulsados; los pecados, perdonados. A las personas se les garantizaba la vida y la resurrección porque eran liberadas de todas sus cargas y se las alejaba de sus errores pasados.
El bautismo y la confesión de fe que aquellos bautizados profesaban fueron el “símbolo” —el “juramento militar”— a través del cual más y más soldados del Espíritu entraban en servicio. Este “misterio” los ligaba al servicio de Cristo y a la simplicidad de sus obras divinas.
Quizá sea imposible visualizar cuán seriamente los primeros cristianos se tomaban el heroico servicio al Espíritu. El equipamiento militar concedido por el Espíritu era una realidad viva y no una mera metáfora. Los dos principios básicos de la vida en el ejército —el derecho a la paga militar y la prohibición de implicarse económica y políticamente— describen acertadamente el encargo de Jesús hizo a sus apóstoles. Enfatizó su derecho como soldados de Cristo a recibir abastecimiento por su servicio (aunque, por principios, ellos permanecieron pobres) y les encargó abstenerse de hacer negocios y de amasar riqueza y posesiones. La norma de fe compromete a todos los cristianos a ser soldados apostólicos y proféticos del Espíritu. De ahí que se llamara a los no cristianos “civiles” o “pagani”, de donde deriva la palabra pagano.
Jesús había anunciado que beber de su cáliz significaría bautizarse en ese baño de sangre. La iglesia se reunió varias veces en torno a los mártires como en una Cena del Señor celebrada con sangre.
Y cada vez, el repugnante espectáculo de una ejecución se volvió la victoria solemne de Cristo sobre la ley de Satanás, la certeza de la resurrección del Señor, ese hecho que garantizó para siempre la ley del vencedor agonizante.19
VII. Tenemos una sola tarea en el mundo: ser el cuerpo de Cristo.
Pocas personas en estos días entienden este realismo de los primeros cristianos. Es en este sentido muy realista que la Palabra, que es Cristo, quiere encarnar en un cuerpo en la iglesia. Las meras palabras referidas a la futura venida de Dios se desvanecen en los oídos de las personas. Por ese motivo se necesita una realidad viva. Algo debe ser armado, creado y formado, de manera tal que nadie pueda ignorarlo. Esta es la encarnación, la corporalidad.
“Cristo en ti” es la primera parte de este misterio. Así como Cristo era en María, así es Cristo en nosotros, quienes creemos y amamos. Vivimos, por lo tanto, de acuerdo con el futuro; la naturaleza de nuestra conducta es la naturaleza del futuro de Dios.20
La vida de Jesús nada tenía que ver con matar y lastimar a otros, nada tenía que ver con la falsedad y la impureza, y nada tenía que ver con ninguna influencia del dinero o los bienes. Jesús fue incluso más allá: aniquiló este poder hostil en su propio territorio. Su muerte hizo añicos cada arma del enemigo. Pero él hizo aún más. Trajo el reino de Dios a la tierra, resurgió en cuerpo y alma de la muerte, él mismo resucitó como el Viviente, y a través de su Espíritu sentó las bases para el reino definitivo, un reino de completa unidad en el cielo y en la tierra. Él venció las barreras entre las naciones y creó la unidad del cuerpo de su iglesia como su segunda encarnación. Esta nueva unidad y esta realidad corporal de Jesús vive aquí en la tierra en la especie humana.21
Esto no tiene connotaciones moralizadoras ni legales; es algo muy natural y simple. Sucede ahora, a través de Cristo en la iglesia, a través de la cual el reino futuro acontece de modo físico. Solo por este motivo, la iglesia debe manifestarse en paz y justicia perfectas. Y esta es la razón por la que no podemos derramar sangre ni aceptar la propiedad privada, no podemos mentir ni prestar juramento, no podemos aceptar la destrucción de la virginidad antes del matrimonio ni de la fidelidad conyugal
El apóstol Pablo dice que somos embajadores del reino de Dios (2 Cor 5:20). Y el reino de Dios no está representado en este mundo por ningún estado, sino por la iglesia. Esto significa que no deberíamos hacer nada más salvo aquello que Dios haría por su reino. Así como el embajador británico en Berlín no hace otra cosa que cumplir con la voluntad de sus superiores en Londres, así debemos cumplir solo con la voluntad de Dios. No estamos más sujetos a las leyes de este mundo; el territorio de nuestra embajada es inviolable, tal como lo es la residencia de un embajador donde solo son válidas las leyes del país que representa.
La voluntad de Dios es reconciliar y unir. Nuestra tarea, por lo tanto, también es reconciliar y unir. No tenemos otra misión en este mundo.22
Este material de lectura fue adapto de textos recogidos en los libros de Eberhard Arnold, especialmente en La revolución de Dios y en Salt and Light, así como en textos que pueden ser consultados en EberhardArnold.com. Traducción de Claudia Amengual.
Notas
- Extraído de la charla de 1932 que aparece en: Arnold, Eberhard. La revolución de Dios: la justicia, la comunidad y el reino verdadero (The Bruderhof Foundation. Inc., 2004), 140. N. de la T.: Los fragmentos referidos a esta versión del libro antes mencionado —traducción al español del original— aparecen aquí retraducidos. La mención al número de página es solo a los efectos informativos para facilitar al lector su identificación en dicha versión.
- Arnold, Johann Christoph (ed.). La irrupción del reino de Dios: Escritos esenciales de Eberhard Arnold (Plough, 2019), 38-40. N. de la T.: Los fragmentos referidos a esta versión del libro antes mencionado —traducción al español del original— aparecen aquí retraducidos. La mención al número de página es solo a los efectos informativos para facilitar al lector su identificación en dicha versión.
- Extraído de la charla de 1931 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 140.
- Extraído de la charla de 1930 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 143.
- Extraído de la charla de 1933 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 144.
- Extraído de la charla de 1934 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 150.
- Extraído de la charla de 1932 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 147.
- Extraído de la charla de 1934 citada en La irrupción del reino de Dios (óp. cit.), 40-41.
- Extraído de la charla de 1934 citada en La irrupción del reino de Dios (óp. cit.), 41-42.
- Extraído de la carta de 1920 al profesor Evert citada en La irrupción del reino de Dios (óp. cit.), 134.
- Arnold, Eberhard. Versammlungsprotokoll, 9 de agosto de 1933 (Transcripción de la reunión del 9 de agosto de 1933), 0000000112_04_S, Archivo Histórico del Bruderhof, Walden, NY, EE. UU.
- Extraído del ensayo de 1920 citado en La irrupción del reino de Dios (óp. cit.), 54.
- Eberhard Arnold, Versammlungsprotokoll, 8 de marzo de 1935 (Transcripción de la reunión del 8 de marzo de 1935), 20126042_05_S, Archivo Histórico del Bruderhof, Walden, NY, EE. UU.
- Extraído de la charla de 1935 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 143.
- Extraído de la charla de 1933 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 142.
- Extraído de la charla de 1932 citada en La revolución de Dios (óp. cit.), 147.
- Testamento de nuestro señor Jesucristo en siríaco, 1:28.
- Oda de Salomón 22.
- Arnold, Eberhard. “Introduction” en The Early Christians (Plough, 1970).
- Extraído de la charla de 1934 citada en La irrupción del reino de Dios (óp. cit.),192-193.
- Arnold, Eberhard. Inner Land 2: The Conscience (Plough, 2019), 7–9.
- Extraído de la charla de 1934 citada en La irrupción del reino de Dios(óp. cit.), 193-194.