Mi esposa, mi hija y yo hemos vivido en Israel desde 2021. Allí, en la tierra donde gran parte de los hechos sucedieron, he tenido el privilegio de estudiar en profundidad el Nuevo Testamento. Más veces de las que puedo contar me he detenido en el monte de los Olivos y desde allí he contemplado la vista de Jerusalén preguntándome que habrá pensado Jesús cuando deseó que Jerusalén supiera qué le “puede traer paz”. He trepado varias colinas en torno al mar de Galilea (dado que nadie sabe desde cuál de ellas predicó), he observado las lejanas ondas bailar bajo la luz del sol, he olido las anémonas primaverales, las plantas de mostaza y las hierbas del verano. De pie, en el lugar donde quizá los discípulos estuvieron escuchando a Jesús, a menudo he intentado imaginarme yo mismo escuchándolo cuando les decía “amen a sus enemigos (…) y hagan el bien a quienes los odian” (Mt 5:44).
En The Sage from Galilee, David Flusser, un académico judío especializado en cristianismo, señala que Jesús fue la única persona en el Nuevo Testamento que pronunció el mandato de “amar a nuestros enemigos”. El silencio de otros escritores, sugiere Flusser, existe porque el mandato es “muy difícil”. Orar por quienes nos persiguen es una cosa, escribe. Pero ¿amar a nuestros enemigos? Ese es Jesús en su manifestación más radical.
Cuando Jesús dijo “enemigo”, ¿qué quiso decir? ¿A quién quería que amaran sus discípulos?
¿Es posible que haya querido referirse a los fariseos, sus habituales adversarios teológicos? Por supuesto, Jesús discutía con los fariseos, pero a veces discutimos más con aquellos que sentimos cercanos. Sus discusiones con ellos se parecen más a las que los fariseos tenían entre ellos. En el Talmud de Jerusalén Berajot 9:5, que incluye una famosa lista de los siete tipos de mal fariseo, dice: “el fariseo equilibrado comete un pecado y luego observa un mandamiento, y así compensa uno con el otro”. Un duro desacuerdo no implica enemistad. Como explica Brad H. Young en Jesus the Jewish Theologian, Jesús tenía mucho en común con los fariseos, incluyendo su técnica de enseñar por medio de parábolas.
Por un lado, es bastante posible que Jesús tuviera presente al enemigo común: los ocupantes romanos. Existen algunas experiencias en una nación ocupada que construyen una causa común entre los ocupados. La presencia constante de soldados vistiendo el uniforme de un poder extranjero. Las indignidades. El pago de impuestos. La perceptible ausencia de libertad. Esas cosas debieron haber resultado comunes para todos quienes lo escuchaban. Y Jesús no se los estaba poniendo fácil. Antes de pedirles a bocajarro que amaran a sus enemigos, ya había “provocado” a su auditorio y lo había invitado a recordar un encuentro particularmente humillante con un soldado romano violento: “Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. (…) Si alguien te obliga a llevarle la carga una milla, llévasela dos” (Mt 5:39, 41).
Una vista a vuelo de pájaro de la situación política de la Palestina romana en los tiempos de Jesús muestra que, con toda probabilidad, los únicos que no estaban frustrados ―por decir lo menos― ante la ocupación romana eran aquellos que se beneficiaban económicamente, por ejemplo, los recaudadores de impuestos a quienes me referiré más abajo. Al resto, ya fuera en Jerusalén o en Galilea, probablemente no le gustaba lo que veía y deseaba que terminara. En otras palabras, debió de haber existido un enemigo común, y lo más seguro es que haya sido Roma. Cuando aquellos que tenían el poder en Judea se pusieron del lado de Roma e hicieron alianzas, no es extraño que haya estallado la revolución. Un enemigo es un enemigo.
Sin embargo, hay indicios en los evangelios que nos muestran que incluso las relaciones entre los judíos y los romanos no estaban tan claras: Lucas 7:4-5 sugiere que un centurión construyó la sinagoga en Cafarnaúm, la ciudad que Jesús eligió como centro de su ministerio en Galilea. Y algunos de los primeros creyentes no judíos eran romanos y ejercían cargos militares, como Cornelio, que fue un hombre “devoto” y “temeroso de Dios” (He 10:2). Esa expresión, “temeroso de Dios”, es decir, temer a Dios, se puede rastrear hasta el Deuteronomio 10:12, pero al final del período del Segundo Templo adquirió otro significado: los gentiles que respetaban el judaísmo, asistían a la sinagoga y observaban los mandamientos tan bien como podían eran llamados “temerosos de Dios” (ver He 13:16: “Escúchenme, israelitas, y ustedes, los no judíos temerosos de Dios”. O, en 13:26: “Hermanos, descendientes de Abraham, y ustedes, los no judíos temerosos de Dios…”).
Según leemos, Cornelio “realizaba muchas obras de beneficencia”. Según Simón el Justo, un sumo sacerdote que vivió en el siglo II a. C., la caridad es uno de los tres pilares sobre los que se sostiene el mundo (Mishná Avot 1:2). Todo eso para decir que había romanos que, claramente, no eran “enemigos”; el escenario es más complejo.
Es fácil odiar a aquellos que tienen poder sobre nosotros, particularmente cuando abusan de su poder en su propio interés. Y es mucho más difícil amarlos.
Los recaudadores de impuestos también parecen haber sido considerados, en general, como colaboracionistas con la ocupación romana. Josefo, el historiador judío del siglo I, no da demasiado detalle acerca de cuál era la opinión pública en lo referente a los recaudadores de impuestos, pero sí explica que desde la época de los Ptolomeos (antes de la conquista romana), los contratos de recaudación de impuestos, por llamarlos de una forma, eran otorgados al mejor postor, y que algunos hombres ricos en Siria y Egipto que habían triunfado en aquellas licitaciones ganaban fabulosas sumas (Antigüedades 12:167). En otras palabras, la corrupción campeaba en torno a la recaudación y el tratamiento de los impuestos.
Las fuentes rabínicas nos permiten una mejor comprensión de cuánto ostracismo social experimentaban los recaudadores de impuestos. La posición mayoritaria según el pensamiento rabínico, por ejemplo, prohibía a las personas aceptar caridad de un recaudador de impuestos, pues se asumía que el dinero era robado (Baba Kama 113a). Tampoco se permitía que los recaudadores de impuestos comparecieran ante los tribunales de justicia (Mishná Sanedrín 3a). Aun así, Jesús escogió a un recaudador de impuestos como discípulo (Mt 9:9) y era conocido por ser “amigo de recaudadores de impuestos” (Mt 11:19). Más adelante sugirió que “los recaudadores de impuestos… van delante de ustedes en el reino de Dios” (Mt 21:31).
En el teatro del evangelio hay otro grupo de actores que siempre parecen estar contra Jesús y para quienes Jesús no proponía nada salvo reprimendas: aquellos en posición de poder político y social en Jerusalén. Para ellos, en particular, Jesús parecía considerarse a sí mismo un profeta; citaba a Jeremías mientras daba vuelta sus mesas (Lc 19:46). Y, aunque los detalles son complicados, podemos decir con razonable certeza que esas son las personas que organizaron su muerte y, por lo tanto, eran sus enemigos reales, las élites religiosas y políticas del partido de los saduceos que habían hecho alianzas con los ocupantes romanos.
Los evangelios sinópticos mencionan la palabra “sanedrín” en conexión con el juicio a Jesús. El sanedrín era una asamblea oficial de setenta y un miembros que podía fallar en casos. Sin embargo, en esos relatos del juicio a Jesús no queda claro si se trató de la asamblea oficial del sanedrín que condenó a Jesús o si fue solo un grupo de sus miembros que lo quería muerto. En primer lugar, una asamblea del sanedrín completa hubiera requerido la participación de fariseos y saduceos. Aun así, de haber existido fariseos involucrados, Mateo, Marcos y Lucas no parecen recordarlo. En segundo lugar, ni Lucas ni Juan se refieren a un veredicto formal del sanedrín, lo que resulta algo extraño si, de hecho, se trató de un juicio oficial. Y una asamblea del sanedrín en pleno debía tener lugar en el lugar adecuado, no en la casa del sumo sacerdote durante la noche, como Mateo y Marcos informan.
Flusser señala un detalle más que, según él, vuelve más probable aún que Jesús no haya sido “oficialmente” condenado a muerte, sino eliminado por personas que lo querían muerto: se estableció por ley que los prisioneros condenados a la pena capital debían ser enterrados en uno de los dos sepulcros en Jerusalén reservados para ellos (ver Mishná Sanedrín 6:5). Jesús no fue enterrado en ninguno de ellos, sino en la nueva tumba de José de Arimatea. José era miembro del consejo. Él enterró a Jesús con la ayuda de Nicodemo quien, según las fuentes rabínicas, era uno de los tres hombres más ricos de Jerusalén. Aparentemente, no eran enemigos de Jesús, a pesar de que Caifás, Anás y los otros presentes en el juicio sí lo eran.
Aunque no podemos saber todo lo que estaba sucediendo en aquellos días en las altas esferas del poder político en Jerusalén, la pintura que el historiador judío Josefo hace es bastante terrible. Por ejemplo, cuando Valerio Grato (predecesor de Poncio Pilato) era procurador de Judea, asumió la tarea de nombrar a los sumos sacerdotes, sin tomar en cuenta si pertenecían o no a una familia sacerdotal. En menos de cinco años, ese gobernador romano había nombrado y depuesto a cinco personas del sumo sacerdocio (un cargo tradicionalmente ejercido de forma vitalicia según se dice en Números 35:28), terminando en Caifás (ver Antigüedades 18:32-35). Solo podemos imaginar qué tipo de maquinaciones estaban aconteciendo tras bambalinas. Cuando los escritores del evangelio dicen “sumos sacerdotes” se refieren a esas marionetas romanas sin ninguna legitimidad para ejercer el cargo, quienes estaban allí simplemente porque Roma los quería en ese lugar. Esas personas ―personas tan fuertemente aliadas con el poder romano que permitían que unos paganos determinaran quién podía ingresar al Sanctasantórum en el Día del Perdón― son el tipo de personas detestables que Jesús amaba y pedía a sus discípulos que amaran.
Ahora, mientras estoy sentado en una altura sobre el mar de Galilea y siento la brisa del lago como Jesús y quienes lo escuchaban la habrán sentido, me quedo pensando qué significa esto para nosotros hoy. ¿Quiénes son aquellos que Jesús quiere que amemos? Sí, los marginados, sin duda. Los parias. Los oprimidos. Aquellos que, de alguna manera, es sencillo amar, porque amarlos nos hace sentir como Jesús. Pero los parias no eran el “enemigo”. Es fácil odiar a aquellos que tienen poder sobre nosotros, particularmente cuando abusan de su poder en su propio interés. Y es mucho más difícil amarlos.
Traducción de Claudia Amengual