Si perdonásemos lo perdonable, no habría perdón. Es imperdonable lo que llama al perdón. Frente al peor crimen, a lo que el lenguaje religioso llama pecado mortal, el perdón es posible a condición de que sea imposible hacerlo. […] Estamos frente al imperdonable absoluto que es, precisamente, el elemento de todo perdón posible.

—Jacques Derrida, Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible

Dada nuestra naturaleza humana, es una gracia si podemos ver al hermano o la hermana en cada persona que encontramos. Incluso nuestras relaciones con personas muy allegadas se empanan de vez en cuando, a menudo por nimiedades. Estar verdaderamente en paz con los demás requiere un esfuerzo. A veces se trata de ceder; otras veces, de ser franco. Hoy nos faltara la humildad de quedarnos callados; mañana el coraje de confrontar las cosas y de hablar con franqueza. Sin embargo, hay una cosa que no cambia: si queremos que haya paz en nuestras relaciones con otros, tenemos que estar dispuestos a perdonar una y otra vez.

Perdonar no tiene nada que ver con ser justo, ni con excusar un mal cometido; de hecho, bien puede tratarse de perdonar algo inexcusable. Cuando excusamos a alguien, pasamos por alto su falta. Cuando le perdonamos, aunque hubiera buena causa para aferrarnos a nuestro dolor, nos desapegamos de este. Nos rehusamos a buscar venganza. Puede que el perdón no siempre sea aceptado, pero el mero hecho de ofrecer la mano en reconciliación nos salva del enojo y de la indignación. Aunque sigamos dolidos, estar dispuestos a perdonar nos libera del deseo de vengarnos de quien nos causó dolor. Además, puede reforzar nuestra determinación de volver a perdonar la próxima vez que nos ofendan. Escribe Dorothy Day:

De la historia que nos contó Jesus acerca del hijo prodigo sabemos que Dios ayuda aun a los que no lo merecen. … Habrá lectores que dirán que el hijo prodigo regreso arrepentido a la casa de su padre. Es verdad; pero, ¿quién sabe? Tal vez salió a parrandear y derrochar dinero el próximo sábado por la noche; quizás, en vez de ayudar en la finca, pidió que lo enviaran a terminar sus estudios, provocando una vez más la justa indignación de su hermano. … Jesus tiene otra respuesta para eso: perdonar al hermano setenta veces siete. Siempre hay respuestas, pero su intención no es siempre la de apaciguar.

Fotografía de Joel Dinda

Es notable: a veces quienes sufren las peores cosas en su vida son los más dispuestos a perdonar. Bill Pelke, de Indiana, un excombatiente de la guerra de Vietnam a quien conocí en una manifestación contra la pena de muerte, perdió a su abuela por un asesinato brutal; sin embargo, encontró sosiego al reconciliarse con la adolescente que la mató.

La abuela de Bill era una mujer sociable que daba clases de estudios bíblicos a los niños de su vecindario. Una tarde de mayo de 1985, abrió la puerta a cuatro muchachas de la escuela secundaria que estaba a varias cuadras de distancia. Antes de que se diera cuenta, sus asaltantes la habían tumbado al piso. Minutos más tarde, después de saquear la casa, huyeron en un automóvil viejo, dejándola tirada en el suelo, donde se desangraba por las múltiples puñaladas recibidas. Bill recuerda:

Las muchachas fueron aprehendidas mientras se paseaban con sus amigas en el auto robado. Luego se les enjuicio. A los quince meses del crimen se les dictó sentencia: a una de ellas le impusieron treinta y cinco años, a dos, sesenta años, y a la última, Paula Cooper, la pena de muerte. Me sentía satisfecho de que por lo menos una de ellas seria ejecutada. Si no, pensaba yo, es como si el tribunal hubiese dicho que mi abuela no importaba; en cambio, para mi ella había sido una persona muy importante.

Cuatro meses después de que condenaran a Paula, rompí con una buena amiga mía. Estaba muy deprimido. Para mí no había paz en ningún aspecto de mi vida.

Un día, mientras operaba una grúa (estaba empleado por la empresa Bethlehem Steel), pensaba por qué nada parecía salirme bien, incluso el asunto de mi abuela, y empecé a orar. “¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?” De repente pensé en Paula, aquella joven mujer —la más joven reo en el pabellón de la muerte en nuestro país— e imagine que Paula exclamara: “¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?” Recordé el día en que la sentenciaron a muerte, y a su abuelo, presente en el tribunal, que gemía: “Están matando a mi nena”. Tenía la cara empapada de lágrimas cuando lo escoltaron fuera de la sala…

Empecé a pensar en mi abuela, en la fe que tenía ella y en lo que dice la Biblia sobre el perdón. Recordé tres versículos: uno que dice que para que Dios te perdone a ti, tienes que perdonar tu a los demás; el segundo, donde Jesus le manda a Pedro a perdonar “setenta veces siete”; y el tercero, cuando Jesus crucificado exclama: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” Una adolescente que apuñala a una mujer treinta y tres veces no está en su sano juicio.

De repente, supe que tenía que perdonarla. Recé, en ese momento y ahí mismo, para que Dios me diera amor y compasión por ella. Esa oración cambió mi vida. Ya no quise que Paula muriera en la silla eléctrica. ¿Qué solucionaría una ejecución, para mi o cualquier otra persona?

Cuando llegué a la grúa, era un hombre derrotado y deshecho; cuando salí cuarenta y cinco minutos más tarde, era un hombre transformado.

Bill ha visitado a Paula varias veces, y ha tratado de transmitirle la fe de su abuela, sin sermoneo, mostrándole compasión sencillamente. Ya no sigue atormentado por la imagen de su querida abuela yaciendo apuñalada en el piso del comedor donde la familia solía celebrar muchas felices ocasiones. Naturalmente todavía siente el dolor; sin embargo, ese dolor va a la par con su determinación de conseguir que otras personas también se libren de la amargura que él ha conocido. “Mientras seguía odiando a esas muchachas, ellas seguían en control de mi vida. Una vez que decidí perdonarlas, quedé en libertad”. Hoy Bill es un dedicado activista en el creciente “movimiento por una justicia restauradora”. Viaja por todo el país con una organización que se llama “Viaje de esperanza: de la violencia a la reconciliación.” Además, forma parte del grupo “Parientes de víctimas de homicidio por la reconciliación”. “El perdón,” dice Bill, “es el único camino que lleva de la violencia a la restauración. Te salva de la carcoma del odio y te permite recobrar la paz contigo mismo.”

A la mayoría no nos toca enfrentarnos de cerca con un asesinato, y mucho de lo que nos obsesiona es irrisorio en comparación. Aun así, a veces nos resulta difícil perdonar. Sobre todo, si por un largo periodo hemos guardado rencor a alguien, cortarlo de raíz lleva tiempo y requiere un esfuerzo; así sea real o imaginada la herida, nos roe mientras lo abriguemos.

No es que se nos exija callar nuestras heridas. Antes bien, se paraliza a si mismo quien, en su esfuerzo por olvidar agravios, los entierra en el subconsciente. Para poder perdonar una ofensa, tenemos que llamarla por su nombre. En caso de que no sea posible ni beneficioso enfrentar al hombre o a la mujer a quien nos esforzamos por perdonar, el mejor remedio será compartir nuestra pena con una persona de confianza. Pero hecho esto, hay que dejar todo atrás. De lo contrario, seguiremos resentidos para siempre, esperando una disculpa que nunca vendrá. Y quedaremos separados de Dios.

Mientras alberguemos rencor contra quien sea, la puerta hacia Dios quedara cerrada. Tan completamente cerrada, que no hay manera de llegar a Él. Estoy seguro de que muchas plegarias no son oídas porque el que está orando le guarda rencor a alguien, aunque no sea consciente de ello. Si queremos tener la paz de Dios en el alma, antes que nada, tenemos que aprender a perdonar. —J. Heinrich Arnold, Discipulado

Desde luego, nosotros mismos debemos esforzarnos por que se nos perdone. Al fin y al cabo, somos todos pecadores a los ojos de Dios, aun cuando nuestra propia “bondad” nos impida admitirlo. Una leyenda acerca del hermano Ángelo, un monje de la orden de Francisco de Asís, ilustra ese problema.

Ha llegado la Nochebuena, y en la sierra el hermano Ángelo limpia su cabaña y la arregla para la misa. Hace sus oraciones, barre el fogón, cuelga la olla sobre el fuego y se prepara para recibir al hermano Francisco. En ese momento, tres bandidos aparecen en la puerta y piden comida. Asustado y enojado, Ángelo los despacha con las manos vacías, reganándolos y advirtiéndoles que los ladrones están condenados a los fuegos del infierno.

Llega Francisco, y nota enseguida que algo anda mal. Cuando el hermano Ángelo le cuenta de sus visitantes, Francisco lo envía al monte con un jarro de vino y un pan, a buscarlos y pedirles perdón. Ángelo se indigna. A diferencia de Francisco, Ángelo es incapaz de reconocer en aquellos hombres rudos a sus hermanos; para el son malhechores no más. Sin embargo, es obediente y sale a buscarlos. Al anochecer, luego de seguir sus pisadas en la nieve, los encuentra y hace las paces con ellos. Al rato, según la leyenda, dejaron su cueva y se integraron a la orden.


Extracto del libro En busca de paz