Recientemente un pintor sirio me dijo que todos tenemos un mapa en nuestros cuerpos, formado por los lugares donde hemos vivido y en constante proceso de composición. Un vagón de tren, en el que alguna vez nos enamoramos, podría cruzar una calle de nuestra infancia. Del jardín de la tumba de nuestra abuela podría germinar, sin esperarlo, una rosa al cabo de un año de nuestra estancia en Londres. El mapa no solo marca quiénes somos, sino también expresa la forma en la que nos encontramos en el mundo. El pintor, un refugiado proveniente de Damasco, dibujaba apasionadamente los edificios de Estambul, tratando de recorrer su mapa hacia el nuevo país que ahora consideraba su hogar.
Estoy escribiendo mi propio mapa en otra dirección, tratando de recordar quién soy.
Hace más de una década viví en Siria, y fue ahí donde conocí a mi esposo. En un monasterio sirio encumbrado en las alturas, redescubrí mi fe. En Damasco aprendí el árabe que todavía hablo diariamente, y en un cuartucho del distrito cristiano comencé a escribir mi primer libro. Si mi cuerpo es un mapa, entonces Siria es el cruce de caminos.
Pero no puedo regresar allá. Ahora, cuando encuentro a sirios que han huido de su país —viviendo en campos de refugiados en Jordania, en las calles de Estambul, en los cafés en Francia— les pido que me cuenten sobre la tierra que han dejado. Dibujo los detalles dentro del mapa de mi cuerpo.
En la antigua ciudad de Alepo había mujeres que ponían a secar al sol los pimientos rojos en los techos de sus casas. En Deir ez-Zor, el puente colgante que atraviesa el río Eufrates River se colapsó y finalmente fue derribado. Se dice que en una iglesia en Homs se encuentra una faja de la virgen María. En un jardín en Daraa, sembramos árboles de aceitunas, limones, naranjas, duraznos e higos.
Cada detalle es una afirmación contra el olvido. Hay más de 450 000 muertos, y se calculan 11 millones de desplazados.
Existen dos clases distintas de árboles de albaricoques o damascos en los campos cercanos a Qaboun.
En el centro de mi mapa hay un monasterio, y en el centro del monasterio está un hombre. Para escribir estas líneas también debo recordarlo, reescribiendo su nombre en el mapa de mi corazón, algo que no será fácil, pues él también ha desaparecido.
Tenía 23 años la primera vez que viajé a Deir Mar Musa, un antiguo monasterio en la cima de una barranca cercana a Nebek, dos horas al norte de Damasco. Viajaba por primera vez a lo largo de Siria, cuando escuché un rumor de que uno podía visitar un monasterio en el desierto, que resplandecía como una perla, pero que solo se podía llegar a él subiendo 350 escalones. No se requería avisar de antemano a alguien de tu visita, pues los monjes y monjas que vivían allí te permitirían estar el tiempo que quisieras. Se cuenta que el abad era un italiano excéntrico, la comunidad hablaba árabe, y los frescos de la capilla eran unos de los más importantes en todo el Medio Oriente.
Tomé un autobus hacia Nebek y luego una minivan por el desierto. En algún punto el chofer cambio el rumbo hacia un camino que parecía no llevar a ningún lado, y al final se detuvo. Mire hacia arriba, el monasterio era casi como un sueño, suspendido en su sitio. Comencé a subir, escalón tras escalón, durante cerca de media hora, ascendiendo hacia el cielo en medio del silencio y el tintineo de campanas de cabras. En la cima de la escalinata, conocí al padre Paolo Dall’Oglio, un hombre tan increíble como el mismo monasterio.
Hoy con frecuencia la gente me pregunta cómo era él, y la verdad es que se me hace difícil expresarlo con palabras. El padre Paolo, más que una persona, era una fuerza. Medía más de 1,80 metros de altura, tenía hombros anchos y una profunda voz de barítono. Intercambiaba sin esfuerzo su conversación en inglés, francés, árabe o italiano, y había adquirido el hábito de hablar como un antiguo aldeano, en un dialecto adornado con proverbios árabes, como si fuera el abuelo de alguien. Bajo su túnica monástica usaba sencillas sandalias de plástico. Le gustaba comer huevos en el desayuno y siempre trataba dejar de fumar.
Era un jesuita nativo de Roma, ambas cualidades firmemente arraigadas en él. Era apasionado y siempre hablaba con sus manos, estaba obsesionado con la noción jesuita de magis, la idea de que siempre podemos hacer más por Cristo. Deir Mar Musa, el monasterio que fundó en un país difícil y en un desierto mucho más inóspito, fue la prueba de esa magis. Él había llegado primero al monasterio cuando era estudiante de árabe en Líbano, durante la guerra civil libanesa. Fue en 1982, cuando cristianos y musulmanes se mataban unos a otros. Viajó hacia el desierto sirio a un retiro en un monasterio en ruinas, donde pasó la noche durmiendo bajo un cielo de estrellas. Oró y al tiempo tuvo la visión que determinaría el curso de su vida: un día regresaría al monasterio y lo restauraría de sus ruinas, creando una comunidad monástica dedicada a la oración, la contemplación y la hospitalidad. Pero no sería simplemente cualquier monasterio. Los monjes y monjas que hicieran sus votos en la comunidad prometerían vivir sus vidas en diálogo con el Islam.
Era una esperanza imposible, forjada en las profundidades de una guerra civil sectaria.
Para el padre Paolo, los que visitaban el monasterio estaban entrelazados con su destino.
En la época que yo llegué, alrededor de dieciocho años después, Deir Mar Musa estaba llena de vitalidad. Habían sido restaurados los impresionantes frescos medievales de la iglesia. Se había formado una pequeña comunidad de monjes y monjas, llamada Al-Khalil, por Abraham, el khalil o amigo especial de Dios en el Corán, el padre común de musulmanes, cristianos y judíos.
Me reuní de nuevo con el padre Paolo en el 2001, como periodista para hacer una reseña del monasterio después de los ataques del 11 de septiembre. Luego de cuestionarlo con rigor, dirigió la entrevista hacia mí. Comencé a llorar. Ese fue el momento cuando dejó de ser un abad en el desierto y se convirtió en mi padre espiritual. Después de tres años me mudé a Siria para estudiar árabe, y el padre Paolo se volvió una presencia habitual en mi vida cuando viajaba al monasterio los fines de semana, eventualmente completé, bajo su guía, los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola: un mes de silencio y de retiro dirigido. Cuando subía la escalinata, con frecuencia él estaba esperando en el patio, no específicamente por mí, sino por cualquiera que subiera la escalinata hasta el monasterio. Después llegué a entender que para él todo dependía de esos encuentros. Para el padre Paolo, los que visitaban el monasterio estaban entrelazados con su destino. Dios los enviaba ahí.
Quizá eso era lo que inquietaba a muchos de nosotros que subíamos la escalinata, desde todas partes del mundo: su insistencia en que esos encuentros no eran un mero accidente. ¿Por qué venimos? ¿Por qué Dios nos trajo a los desiertos de Siria? ¿Qué es lo que Dios desea que hagamos en el mundo? Él nunca fue timido al hacer las preguntas.
Fue en aquellos años cuando el padre Paolo me enseñó la teología del encuentro sagrado. Él creía que nosotros debemos ser transformados por nuestros encuentros: con personas, con libros, con tradiciones religiosas, con maestros vivos y muertos. Los encuentros representan nuestros encuentros con Cristo mismo, quien vino a nosotros en un cuerpo. Por esta razón, el amor de Cristo del padre Paolo se manifestaba en su amor por otras cosas aparentemente sin relación: su amor apasionado por el Corán, que leía a menudo y citaba con regularidad; su amor por ambos, musulmanes y cristianos; los escritos islámicos de místicos como al-Hallaj; el mismo lenguaje árabe, del cual era tan devoto que con frecuencia corregía a sirios que pronunciaban mal las palabras durante las lecturas de la misa. Era muy apegado a Louis Massignon, el gran erudito católico francés del Islam, y también con el amigo de Massignon, Charles de Foucauld, el fundador de la Unión de hermanos y hermanas del sagrado corazón de Jesús, quien había vivido la mayor parte de su vida entre los musulmanes de Argelia. También fue profundamente influenciado por Gandhi y los escritos de Simone Weil. El padre Paolo me dijo una vez que todos nosotros vivimos en una cadena de seres humanos, tanto vivos como muertos, y nuestras almas se comunican con las demás.
Era un abad, el rector del monasterio, pero con frecuencia se refería a sí mismo como un monje. También era un estudioso, coleccionaba una biblioteca en el desierto que contenía libros en varios idiomas sobre monasticismo oriental, misticismo islámico y filosofía. Si quisieras agradarlo podrías llegar al monasterio con un pollo para la cocina o un libro para la biblioteca.
A mí me hablaba en inglés, pero estallaba de alegría cuando llegaban visitantes italianos y podía conversar en su lengua materna. Escribía en francés, y oraba en árabe. Cada año, ayunaba durante el Ramadán. En resumen, era una persona compleja.
En el Ayat An-Nur, la Sura de la luz, el Corán habla de la luz de Dios que es como «una hornacina en la que hay una lámpara; la lámpara está dentro de un vidrio y el vidrio es como un astro radiante. Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que no es ni oriental ni occidental, cuyo aceite casi alumbra sin que lo toque el fuego». El padre Paolo me dijo una vez que se preguntaba si esa «luz» fue la luz que los primeros monjes alumbraron en el desierto.
El monasterio de Mar Musa era tanto para musulmanes como para cristianos, y el padre Paolo con frecuencia declaraba que él amaba a Jesús pero también al Islam. En conversaciones privadas, se refería a su relación con el Islam como parecida al matrimonio. Trataba de expresar este amor en los detalles más pequeños, en cosas que en su mayoría pasarían desapercibidas por los demás, pero que hablaban de un intenso deseo por hacer sentir a los musulmanes que el monasterio era su hogar. Dejaba el muro en la capilla en dirección a la Meca libre de imágenes, en caso que los musulmanes desearan orar adentro. Explicaba los frescos de la iglesia en términos coránicos cuando los musulmanes llegaban a visitar la capilla, así que Abraham se volvía el profeta Abraham. Todos nos quitabamos los zapatos cuando entrabamos a la capilla, como en una mesquita. Incluso en la oración de apertura de cada tarde, cuando cantabamos nur ala nur, o «luz sobre luz», una y otra vez, resonaba no solo con el evangelio, donde Jesús es «la luz del mundo», sino con la Sura de la luz del Corán, donde «Allah es la luz de los cielos y la tierra».
Cada año, miles de musulmanes visitaban el monasterio, y desde el patio podíamos mirarlos hasta abajo cuando subían la escalinata desde el fondo del valle. Las familias subían los viernes por la tarde, después de sus comidas en el valle. Los sheikhs subían la escalinata. Los sufis ascendían para realizar sus cantos. Durante los almuerzos, las mesas se llenaban de jóvenes cristianos que platicaban amigablemente con mujeres que usaban pañoletas sobre sus cabezas.
Para el padre Paolo, esos encuentros no eran distintos de los encuentros en la Biblia, cuando los ángeles aparecían como extranjeros y aquellos que los recibían generalmente estaban temerosos. Muchos de los momentos más significativos en el texto dependen de la bienvenida de un ángel. Los ángeles que visitaron a Abraham tuvieron una resonancia especial para la comunidad nombrada en su honor, pero fue la anunciación, la visita del ángel Gabriel a María, lo que yo recuerdo más vívidamente que comentaba el padre Paolo.
Durante los ejercicios espirituales, estabamos en el punto cuando el ángel se le aparece a María. María dijo sí. Esa afirmación discreta, ante la total incertidumbre, permitió que Dios se encarnara. De este modo, creía el padre Paolo, él está con nosotros. Cada vez que nos encontramos con el otro, y vencemos nuestro temor, cada vez que tenemos el valor de decir sí al extraño misterioso, que en el Medio Oriente con frecuencia llega como un visitante musulmán, entonces sucede de nuevo la encarnación. Dios se manifiesta entre nosotros en este amor, en esta compañía, en este encuentro. El padre Paolo tenía poca paciencia para palabras como «tolerancia», para describir la interacción entre cristianos y musulmanes. Él buscaba algo mucho más profundo: un mundo en el cual nos necesitamos unos a otros para estar completos, un mundo en el que no podemos vivir sin los demás, porque nuestro encuentro con lo divino depende de este destinado encuentro con el otro. El padre Paolo no estaba interesado en la mera coexistencia, estaba interesado en milagros.