El rojo era el color favorito de Amy, pero no se había dado cuenta de eso hasta que, a mitad de su vida, alguien se lo mencionó al pasar, como si ella ya lo supiera. ¿Su color favorito? Jamás se le había pasado por la cabeza. Objetivamente, el rojo era el mejor color, y por eso estaba en todas sus cosas. El armazón de sus lentes era rojo. Los realces de los elegantes chales y blusas de seda que vestía se arremolinaban en tonos de rojo. Los detalles de la decoración de su hogar eran rojos. Cuando inició la quimioterapia, le tejí una suave manta roja a croché para que la abrigara mientras descansaba.

Amy era mi maestra favorita y, además, objetivamente hablando, la mejor. Yo no era su mejor alumna ni tampoco su preferida, pero ella siempre me hizo sentir como si lo fuera. Recién en su funeral y más tarde, mientras hablaba con otros que también habían sentido esa conexión íntima, me di cuenta de que mi experiencia con ella había sido algo común. ¿Acaso esto disminuía el valor de nuestra relación? ¿Me estaba haciendo algún tipo de ilusión acerca de lo que significábamos la una para la otra? Decidí que no. Nuestro amor era tal como parecía; solo que había muchos más para compartirlo.

Un día después de su muerte, durante una larga y triste caminata, vi algo extraño: a orillas de una laguna artificial de desagüe, rodeada de unas hierbas verdosas, donde jamás había estado antes y sin nada similar en su entorno, había una solitaria, gigante y aterciopelada flor escarlata. No recordaba haber visto una flor así en mi vida, pero apenas recibí esa primera impresión comencé a verla en patios, en campos y, por todas partes, en las jardineras de las aceras. La asocié con un nombre que había oído antes, hibisco, pero yo la llamé “la flor de Amy”.

En los meses siguientes, a menudo tuve la inquietante sensación de vislumbrarla en la calle, el destello plateado de un cabello ajeno conjuraba su presencia por un instante antes de que volviera a desaparecer. Una hueste de dobles proporcional al efecto que ella tenía en las personas. Resolví devolver los favores recibidos y tratar de ser la clase de persona que valora a otros tal como ella lo hacía. Tampoco en eso soy la mejor.

Fotografía de Tim Mossholder (Dominio público)

Una semana antes de su muerte, la visité para despedirme. Estaba en su casa, con su cama articulada cerca de una ventana a través de la que ella podía ver los árboles y los pájaros. Los que estábamos ahí éramos convocados de a uno o de a dos para verla. Su familia la rodeaba, cantando, en sus últimos momentos. Si uno debe morir, quizá sea esa la muerte deseable, el tipo de muerte que hoy, en plena pandemia, muchos no pueden tener.

Yo estaba embarazada de mi primer hijo, un niño, y había mantenido en secreto su sexo, pero quería compartirlo con ella, porque no viviría para conocerlo. “¿Para qué fuiste a enterarte de eso?”, me reprendió, sin mostrar la menor impresión por ese uso develador de misterios de la ecografía, tal como yo tenía fuertes sospechas que sería su reacción. Por lo general, nada se parecía a un buen regaño de Amy; en ese caso, también resultaba ser un precioso resplandor de su alma mientras transitaba a un lado y a otro de la conciencia.

Le prometí que enseñaría a mi hijo las cosas que ella me había enseñado. ¿Pero cómo hacerlo? Yo misma apenas empezaba a comprenderlas.

La muerte de alguien deja un agujero en el tejido del mundo. No solo en términos de lo que esa persona significaba para otros, sino en la propia creación. Hay un pasaje en un libro de Madeleine L´Eingle, Un momento favorable, que me ha perseguido desde que lo leí y en el que pienso cada vez que me entero de que alguien ha muerto.

En esa historia de ciencia ficción, una niña llamada Polly está llorando la muerte de Max, su querido mentor, cuando comienza a encontrarse con personas que habían vivido en la misma tierra miles de años antes. Una noche pregunta a su abuela acerca de esa frase que refiere a dejar un agujero en la vida de los otros. “Supongo que el planeta está todo agujereado, ¿no? Debido a todas las personas que han vivido y muerto. ¿Se llenan alguna vez esos agujeros?”

Su abuela apenas puede comprender la pregunta. El hilo de pensamiento de Polly la conduce a las personas que vienen del pasado y con quienes ella se ha cruzado.

“Han estado muertos quizá por tres mil años”. Se estremeció involuntariamente.

“¿Qué sucede con sus agujeros? ¿Solo quedan ahí, a la espera de ser llenados?”“Siempre has tenido tendencia a hacer preguntas que no tienen respuesta. No sé nada de esos agujeros. Todo lo que sé es que Max te dio grandes riquezas, y que todos nosotros seríamos menos de lo que somos si no fuera por aquellos que amamos y que nos han amado y han muerto”.

Amy también tenía una nieta llamada Polly y, sin duda, hubiera dicho algo similar si hubieran mantenido una conversación así. ¿Qué más se puede agregar? La tierna reacción de la abuela es la mejor respuesta de este lado de la eternidad, pero aún deja una pregunta en el aire.

Hoy, mientras las muertes por COVID-19 crecen y crecen, pienso acerca de los agujeros que cada uno ha dejado atrás. El impacto de la pérdida es solo el comienzo; cada día, cada mes y cada año sin la persona que ha fallecido es un año en el que alguien irreemplazable falta y lo echamos de menos.

A medida que los años sin Amy fueron pasando, atravesé tantas circunstancias en las que habría deseado que ella hubiera estado allí: alegrías, tristezas y problemas terriblemente enredados.

El propósito fundamental de la enseñanza de las humanidades es tener en cuenta la vida humana y cómo vivirla mejor. Habíamos desentrañado juntas una cantidad de libros profundos y, como es natural, ella decía que sus autores eran mucho más sabios que ella. Por supuesto, todos esos libros estaban disponibles para mí, a la espera de que sus claves fueran develadas.

Pero la vida tal como era vivida se sentía mucho más turbia, cercada por tantos callejones sin salida. Estaban las humillaciones cotidianas de un trabajo desmoralizador que mi familia necesitaba que yo mantuviera (porque, en primer lugar, yo era afortunada por tener empleo), y los fracasos año tras año al intentar concebir otro bebé amorosamente deseado (una vez más, cuán bendecida ya había sido). ¿Mi hijo no era un regalo infinito en sí mismo? Absolutamente lo era. ¿Acaso los que padecen esterilidad no sufren mucho más, a menudo sin haber tenido ni siquiera un hijo? Sin duda que sí. Así que me guardé la pena y me perdí en la niebla.

¿Cuántas veces me pregunté qué hubiera dicho ella para enderezarme y ayudarme a recuperar mi rumbo en el camino? Si tan solo hubiera podido confiarle mis circunstancias y ella hubiera podido decirme cómo hacer las paces con ellas. Un amigo me reprendió acerca de que no debía hablar con alguien que ya no estaba, pero que, en lugar de eso, debía orar. Por supuesto que debía orar, y lo hice. Pero yo quería hablar con ella.

Años atrás, entré a su oficina a última hora de la tarde. Ella levantó los ojos y dijo a modo de saludo: “Mi balance de los logros del día de hoy fue romper una grapadora”. En esos días que parecen totalmente perdidos recuerdo la hilaridad de ese momento. ¿He hecho hoy algo por lo menos tan importante como romper una grapadora? Bien, entonces, porque el día en que ella rompió la grapadora fue un gran día para ser recordado por un largo tiempo, simplemente por obra de su presencia aquí en la tierra. Lo que daría por otro día como ese.

Es una costumbre colocar piedritas sobre una tumba judía. Las flores se marchitan y mueren, pero las piedras son eternas; significan la permanencia de la memoria.

Dos queridos amigos iban a casarse en la ciudad donde Amy está enterrada e iba a suceder en el aniversario de su muerte. Más temprano, había llegado con mi familia en un vuelo con la intención de presentar nuestros respetos en el cementerio el día antes. Elegí unas piedritas de colores en la tienda del museo de ciencias donde ella había trabajado durante la etapa universitaria, y practiqué una y otra vez lo que iba a decir, cómo iba a abrirle mi corazón y decirle cuánto la echaba de menos y cuán a la deriva estaba, con la esperanza irracional y latente —no precisamente aprobada por su fe ni por la mía— de que las cosas se aclararían de algún modo cuando lo hiciera.

“Todos nosotros seríamos menos de lo que somos si no fuera por aquellos que amamos y que nos han amado y han muerto.”

Sin embargo, cuando salimos hacia el cementerio, ingresé la dirección errónea en la aplicación y, antes de que me diera cuenta de mi error, acabamos lejos, al otro lado de la ciudad. En ese momento, estaba totalmente vencida. Sabía que mi hijo no soportaría otras dos horas en el auto y, además, ya nos estaban esperando en otro lugar. No íbamos a lograrlo, no en ese momento ni en ningún otro. De cualquier modo, ¿qué sentido tenía? Mi esposo insistió firmemente en que diéramos la vuelta y fuéramos. Habíamos llegado tan lejos e íbamos a encontrarla. Abatida e incoherente, le permití que se hiciera cargo y nos lanzamos a atravesar otra vez la ciudad.

Finalmente, llegamos a la entrada que estábamos buscando, con un sendero que serpenteaba con suavidad a través del manto verde y herboso de los que duermen eternamente. Doblar un recodo y otro y, al final, ahí estaba la parcela con las estrellas de David y los montoncitos de piedras. Encontré su nombre y tuvimos nuestra conversación. Yo fui quien más habló, pero, aun así, no tuve el coraje de pronunciar el discurso que había imaginado. ¿Cuál es el punto? Ella se ha ido; ella no puede oírme; es triste y terrible y fútil, y realmente no sé por qué he venido. De todos modos, intenté acomodar las piedritas, pero se deslizaban por la superficie lustrada de la lápida. Las reuní en una pila lo mejor que pude y me fui.

Al día siguiente, durante la boda, su viudo, el amor de su vida, se me acercó. También él había ido a visitarla, a primera hora de la mañana, y se había sentido conmovido y sin palabras al encontrar su tumba cubierta de un arcoíris de piedras. Por casualidad, ¿yo tenía algo que ver con eso? Este, me di cuenta, este el punto. No estoy aquí para recibir un mensaje, sino para darlo a alguien que lo necesita mucho más que yo. Después de todo, aquí hay un propósito.

Dos semanas después, descubrí que estaba embarazada.

No podría decir verdaderamente que ella me envió a este bebé, pero, bueno, tampoco me negaría a decirlo. Di a mi hija el nombre de un personaje de Shakespeare que a ella y a mí nos gustaba, un nombre que evoca una flor tan roja como el hibisco: una rosa.


Este artículo se publicó por primera vez en octubre de 2020. Traducción de Claudia Amengual.