Por la madrugada del 14 de octubre de 2015, Derek y Sara Zimmerman de la comunidad Bruderhof Maple Ridge en Nueva York, una de las comunidades detrás de Plough, recibieron con alegría a su primer hijo. Luke Milton Zimmerman vivió menos de un día, pero so vida impactó inmediatamente la comunidad alrededor suyo—un legado que ya ha durado más que sus pocas horas en la tierra. Este artículo se basa en los pensamientos compartidos por el abuelo de Luke, Chris Zimmerman, en el servicio funerario de su nieto.
Quiero empezar con un versículo del Salmo 30: “Si por la noche hay llanto, por la mañana habrá gritos de alegría” Experimentamos eso el miércoles pasado.
A pesar de las predicciones de varios especialistas quienes dudaron que sobreviviera el parto, Luke nació vivo y pateando. Una doctora estaba tan emocionada que se puso a cantar “Cumpleaños feliz” y llamó a sus colegas para contarles sobre “el milagro”. Se podía sentir la alegría en la sala. Muy pronto, estábamos en camino a casa, donde un letrero anunciaba “Bienvenido Luke Milton Zimmerman”. Allí le esperaba la acogida de su comunidad cristiana con una oración de gracias y una bendición del pastor de la familia, quien había hecho el casamiento de los Zimmerman hace 18 meses.
Luke pasó la mañana comiendo, siendo bañado y abrazado, y escuchando las canciones que le cantaban. Abrió los ojos muchas veces y respondió a su nombre. Movió las manos, chupó el dedo, pateó los pies, y lloriqueó. Hasta hizo gritos de muchacho. Si bisabuela Marianne lo abrazó—su primer bisnieto.
Al principio de la tarde, el corazoncito de Luke empezó su última lucha. Amigos y familia, tíos y tías y primos jóvenes llenaron el cuarto, cantando y orando, y nos reunimos alrededor de Luke y nos preparamos para que Dios lo llevara. Nunca olvidaremos esas horas preciosas. Al final de la tarde, él tomó sus últimos respiros. Tenía diez horas y media de edad.
En realidad, por supuesto, Luke estuvo con nosotros mucho más tiempo, porque ya tenía nueve meses al momento de su gozosa llegada. En mayo, durante un chequeo de rutina, se diagnosticó con un raro mal cromosómico y un defecto cardíaco serio y complejo. Los días siguientes, Derek y Sara estaban ansiosos y llenos de pesar, comprensiblemente. Consultaron especialistas y sus pastores. Más importante, oraron como nunca habían antes: ¿Qué es la voluntad de Dios para nuestro hijo?
Después que quedó claro que intervenciones quirúrgicas no solo conllevarían un riesgo, sino probablemente no salvarían su vida, sus padres decidieron, después de consultar los médicos, entregar el futuro de Luke a Dios. En las palabras de su padre: “Creemos en la santidad de cada vida humana. No importa cuán incapacitado o discapacitado que sea, cada niño recién nacido es un don del Creador. Queremos dar la bienvenida a Luke así como fue creado.”
Los versículos del 18O capítulo del Evangelio de Lucas fueron una influencia clave: “También le llevaban niños pequeños a Jesús para que los tocara. Al ver esto, los discípulos reprendían a quienes los llevaban. Pero Jesús llamó a los niños y dijo: ‘Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará en él’”.
Durante el verano, y durante un otoño especialmente largo y magnífico, nuestra familia miramos y esperamos al bebé. Mientras tanto, el corazoncito valiente de Luke, bombeó y bombeó, latiendo al ritmo de la vida comunitaria, y al ritmo de la naturaleza.
Una y otra vez luchamos para soltar todo: ansiedad, temor, el deseo de dirigir las cosas o planear demasiado, y la tentación de dudar de Dios, de preguntar por qué. En medio de todo eso, creo que aprendimos la verdad del antiguo dicho alemán: Der Mensch denkt, Gott lenkt—El hombre propone y Dios dispone.
¿Acaso no es eso una verdad que todos nosotros debemos aprender, una y otra vez? En el caso de Derek y Sara, tuvieron que encontrar la paz: para soltar sus sueños y sus ideas de la felicidad que disfruta una pareja joven, para que se hiciera la voluntad de Dios. Me hizo preguntar: ¿qué estoy yo dispuesto a entregar—de hecho, qué necesito entregar—para que Dios pueda obrar en mi vida?
Jesús nos dijo: “Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos.” ¿Estamos escuchando? Medicamente, Luke se diagnosticó con la mitad de un corazón, pero en realidad son nosotros los demás quienes tenemos los corazones a medias, los corazones duros y quienes somos discapacitados—por nuestro orgullo y pecado. El corazón de Luke, como el de cada bebé, fue perfecto en realidad—puro e inocente y lleno de amor.
Frecuentemente durante las pasadas semanas, por el anochecer y en los fines de semana, nosotros bajamos una y otra vez al río Hudson, que queda más o menos a dos millas de nuestra casa. Observar un rio te puede poner triste. Te encuentras pensando sobre el paso del tiempo, el cual no se puede detener. Sobre cómo los niños crecen y se alejan flotando; cómo todo lo material, todo lo que conocemos y vemos, a qué nos aferramos y en qué confiamos, eventualmente ha de deshacerse pues no puede perdurar.
Pero mirar un río también te puede hacer profundamente feliz. Al mirar el Hudson nuestros pensamientos a menudo se dirigieron hacia la fuente pura de toda esa agua; hacia el sol, las estrellas, y Dios, cuyo poder es tan fuerte que puede crear y mover las montañas—pero también tan tierno y amoroso que puede crear un bebé pequeñito o conmover suavemente un alma.
Es una paradoja, una de las muchas que hemos vivido en los últimos días. El tiempo que Luke quedó con nosotros fue muy corto, pero nos ha dado una vida entera de memorias. Su estancia con nosotros rompió nuestros corazones, pero también nos llenó con la alegría más profunda. Desde la madrugada de su nacimiento hasta el anochecer, todo cambió: fuimos de sonrisas a lágrimas, de alegría inmensa a dolor inmenso. Sentimos todas las emociones que se puede sentir en un solo día.
Mirando hacia atrás, estamos llenos de gratitud. Mirando al futuro será más difícil—muchísimo más—porque la cuna de Luke ya está vacía. Pero creemos—sabemos—que la separación causada por la muerte no es final. No es el fin. Sabemos que el futuro—el futuro de Dios—es uno de alegría. Escucha esta promesa de Jesús del Evangelio de Juan: “Ahora están tristes, pero cuando vuelva a verlos se alegrarán, y nadie les va a quitar esa alegría”.
Armados con esta fe, nos reunimos hoy para despedirnos de este bonito chiquito, este mensajero del cielo quien fue demasiado puro y perfecto para quedarse con nosotros. Con esta confianza, lo entregamos a un Dios—nuestro Dios—quien da, pero también quita.
Sabemos que el barco que vino para llevar el alma de Luke, ha sido guiado seguramente sobre las aguas, por la noche de nuestra angustia, y hasta el puerto más hermoso que nunca podemos imaginar. Es el lugar de descanso eterno prometido a cada uno de nosotros, cuando zarpe nuestro barco y lleguemos a la otra orilla. El agua allá (así se describe en Apocalipsis) será clara como cristal, y el cielo más brillante que mil soles. Y lo mejor de todo es que ya no habrá más lágrimas.