Vivir sin amor
En Canción de Navidad, Dickens presenta a un comerciante anciano y rico en el que ha muerto casi hasta la última chispa de amor. Su vida se ha arruinado porque lo único que ha hecho en ella ha sido dedicarse a ganar dinero. De él sólo brota frialdad; es un hombre sin corazón. Hasta tal punto que ningún niño en la calle se atreve a preguntarle qué hora es y ningún mendigo se acerca a él para pedirle ayuda.
En una soledad mortal vive una existencia puramente comercial, privada de relaciones humanas. Ha sacrificado incluso al amor de su juventud al ídolo del dinero. Cualquier esperanza pura que hubiera podido tener en otro tiempo se ha visto consumida en su búsqueda de reconocimiento y éxito; cualquier noble sentimiento se ha extinguido en su ansia de beneficios económicos. Pese a ser un hombre de considerable fortuna, es una criatura sin alma. Su vida está tan sumamente alejada de la comunidad humana que su muerte no es más que la confirmación de una condición establecida desde hace mucho tiempo. Sólo si el espíritu de su juventud se despierta de nuevo podrá su frialdad y vacío solitario dar paso al calor de Dios.
Nadie puede vivir sin amor. Los que no tienen amor envejecen y mueren; en verdad, ya están muertos. Allí donde el amor enferma y degenera, la vida más íntima está envenenada. Quienes permiten que el deseo y el anhelo ardientes del amor no sean usados sufren la pérdida de su posesión más preciosa.
Nadie puede vivir sin amor. En lo más profundo todos nosotros nos preocupamos por el amor. Todos nosotros sentimos que el amor es nuestro destino.
En lo más profundo todos nosotros nos preocupamos por el amor. Todos nosotros sentimos que el amor es nuestro destino. Pero hay muchas personas que, en momentos de angustia, tienen miedo a la vida amorosa; les parece que el amor es como un fuego tan ardiente que debe ser evitado. Otros, no más resistentes, se acercan demasiado al fuego abrasador y se queman. Permiten su propia destrucción en un fuego que arde lentamente. Su persona exterior se deteriora porque permiten que se arruine su ser interior.
Para la mayoría de las personas el amor es un laberinto en el que cada paso parece un error garrafal. No han descubierto el secreto de cómo guiar la corriente viva hacia el cauce acertado. Sienten que todo amor tiene que terminar en Dios, igual que todos los ríos van a parar al océano. Son conscientes de que gran parte del agua se pierde o se evapora en lugar de encontrar su destino. Lo único que quieren es la plenitud de su ser y el ser de Dios, pero les falta la visión necesaria para establecer la separación entre la fuerza pura y original del amor y sus formas debilitadas.
Pasión, eros y agape
Nuestro lenguaje tiene sólo una palabra, para expresar los numerosos y diferentes grados del amor, incluidas todas sus formas enfermizas y desviadas. Esta pobreza lingüística oculta el misterio del amor, y no distingue entre las relaciones de cuerpo y alma, que son sanas, de las que son enfermas. Los griegos, por su parte, establecieron una diferencia entre el eros, que incluye pero no se limita al deseo posesivo, y el agape, que es el amor divino, el amor de Dios que todo lo abarca y se da a todos.
La gente pregunta con frecuencia cómo se relacionan estas esferas del amor. Algunos se inclinan a negar cualquier diferencia esencial entre el amor posesivo y el afecto personal, mientras que otros tratan de separar el amor «santo» de todo contacto con el eros. Y otros insisten en que, ya que no puede haber irradiación de amor sin energías eróticas, el amor divino no existe en absoluto.
Sólo los que se han distanciado de Dios pueden ver las cosas de esta manera. Los que han sido inundados por Dios saben que todas las formas de amor, sin que importe su impureza o deformación, son simples reflejos del amor interminable y desbordante de Dios. Están seguros de que sólo el amor santo de Dios es esencial en la vida amorosa y saben que la única cuestión importante sobre el amor es si permanece en contacto con este centro de vida o se aleja de él.
Los científicos han señalado que las áreas del cerebro, responsables de la experiencia religiosa y de la experiencia del amor, son adyacentes. En ello subyace un profundo simbolismo que apunta a la verdad última: «Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él». ¡Incluso los sentimientos más degenerados y sucios del amor tienen algo de Dios escondido en ellos! Es triste que tales sentimientos consuman lo que es de Dios dentro de ellos, hasta tal punto que una persona que se ahoga en la carne ya no da ninguna cabida a Dios en absoluto.
Los que malgastan las energías de su amor en la intoxicación de los sentidos privan de su poder vital a los centros adyacentes del cerebro. Agotan y arruinan su sensibilidad para la vida de Dios. Se vuelven sordos a los impulsos más nobles que provienen del corazón de Dios. Su visión está nublada y caminan a tientas en la oscuridad. Pero Dios ve con ojos puros. Dios nos inunda con su agape, el amor divino que carece de lujuria o afán de posesión.
Muchas personas identifican al eros con la lujuria, que en la peor de sus formas cambia continuamente una posesión por otra. Pero la vida erótica puede ser gobernada por el agape. La frecuencia con que realmente sucede esto es otra cuestión.
En este mundo visible de tiempo y espacio, somos incapaces de relacionarnos unos con otros sin experimentar las atracciones y repulsiones de cuerpo y alma. Ésta es la esfera del amor emocionalmente estimulado, manifestado cuando dos personas se toman de la mano, en el encuentro de la mirada, al caminar juntos codo con codo. Es la comunión en palabra y canto, al caminar y hacer deporte; es la amistad en las alegrías y en las penas, en la fe y la esperanza; es la comunidad humana sin la cual no podríamos vivir.
Nos alegramos por estos poderes del eros, que no pueden ser confundidos con el erotismo seductor. Porque eros no representa la mera lujuria, sino experiencias comunitarias del alma que pertenecen a una atmósfera relativamente pura. Sin embargo, el aire más puro del amor es el aliento del Espíritu que proviene de Jesús; Sócrates y Platón sólo pudieron sentirlo.
El amor y la eternidad
La esencia y la base de toda vida y comunidad es el agape, el amor que proviene de Dios y conduce a Dios. El agape es el amor que nunca termina y no tiene límites. Es la revelación de lo trascendente en lo inmanente, la revelación de lo espiritual en lo material, de lo cósmico en lo terrenal.
El amor entre dos personas o entre los miembros de una comunidad, sólo puede llegar a su plenitud en la eternidad inagotable y eterna de Dios. Sólo en Dios el amor puede fluir libremente a través de nuestra vida; sólo en Dios podemos irradiar un amor libre del deseo posesivo del eros. Sólo en Dios la intoxicación de los sentidos puede reemplazarse por el éxtasis del Espíritu divino, que con tanta frecuencia se confunde con el ascetismo. El eros se ha sometido al gobierno del agape. El Espíritu que todo lo abarca ha reemplazado a la voluntad aislada y posesiva.
El mismo Nietzsche reconoció que todo amor conduce a lo eterno y lo interminable: «¡Todo deseo busca eternidad, una eternidad honda y profunda!». También Goethe reconoció el poder del eros: Fausto al principio se regocija en lo físico, pero al final encuentra la plenitud en la edificación y la preservación de la comunidad humana.
El agape es libertad
Nuestra vida amorosa determina nuestro destino en el sentido más serio de la palabra. O bien el eros nos arroja al abismo infernal de la autodestrucción demoníaca o nos eleva a las alturas puras de Dios. Esto depende de la naturaleza interior de nuestra vida sentimental, de la naturaleza de los poderes espirituales con los que nos alineamos. A veces puede suceder que no sepamos si nos hemos unido a los poderes de las tinieblas o a la luz de Dios, pero esto resultará obvio por el efecto que tenga nuestro amor. El que acude a una prostituta se hace carne y espíritu con ella. Cuando el varón y la mujer se unen ante Dios y en Dios experimentan la riqueza de sus bendiciones.
Dios establece una comparación entre la alianza que pacta con su pueblo —y la unidad de Cristo con la iglesia— y la unión del compromiso y el matrimonio. Cristo es el único objeto de la devoción de su iglesia; él suscita en ella todos los poderes del amor y del Espíritu. De la misma manera, el verdadero matrimonio despierta y desarrolla todos los poderes de la masculinidad y la feminidad. Esta voluntad —para crear algo más allá de sí mismos— debería despertar todas nuestras energías para ponerlas al servicio de la voluntad de Dios.
El amor engendra amor. El que es amor es quien amó primero; sólo a través de él podemos nosotros amar.
Pero incluso si el camino del matrimonio se ve obstaculizado por experiencias amargas o por una inclinación invertida, aún podemos encontrar felicidad gracias al amor de Dios. No tenemos que apartarnos de la vida y el amor con amargura, ni reprimir lo mejor en nosotros volviendo a los deseos posesivos. Más bien debemos aceptar ese llamado superior, en el que todos los poderes del amor se suscitan y reavivan por el generoso y alegre amor de Dios. Entonces ninguna parte de la energía del amor quedará estéril ni inactiva; tampoco se suprimirá ningún poder de vida. Pero debemos elevarnos por encima del humo y la niebla para que nuestra visión llegue a ser libre y nuestros corazones más amplios; debemos abrir nuestros pulmones al aire puro. Aquí encuentra el amor su sentido, porque no quiere nada para sí mismo, sino realizarse mediante una entrega generosa.
Es verdad que en el amor de Dios, que afirma la vida, existe un cierto ascetismo, un ascetismo que rechaza el deseo posesivo. Ahora bien, los que están liberados de lo sexual de esta manera se cuentan entre las personas más felices. Son capaces de amar de una manera más abundante que otros, porque todo su tiempo y sus fuerzas son libres, porque el agape, el amor de Dios, domina en sus relaciones con los demás.
El amor es más grande que todo
Muchas personas que luchan contra la degeneración y la corrupción terminan abrazando un ascetismo puramente negativo. Pero Jesús no quiso esto. Él no desconfió de la vida; él afirmó gozosamente todas esas fuerzas de la vida que se iluminan, penetran y rigen por el amor de Dios. Tuvo en alta estima el matrimonio y su inviolabilidad y lo honró discerniendo su profanación en el pensamiento impuro y la mirada codiciosa. Estableció el amor fraterno como signo de su iglesia y en su propia vida abrazó a todas las personas sin ansiedad ni componendas. Amó al joven rico, pero le dijo que diera todo lo que tenía; y acogió a todos los que buscaban la redención de su sensualidad enfermiza cuando permitió a mujeres de mala reputación que besaran sus pies y ungieran su cabello. Y hasta en la cruz, dio a su madre un hijo y a su amigo una madre.
Jesús trascendió completamente la vida del eros. Él no reprimió las relaciones emocionales, sino más bien reveló el amor de Dios libre del deseo carnal. Y el amor de Dios es eterno e imperecedero. La codicia y la vanidad, la posesión y la propiedad perecen ante él, igual que los dones más elevados del lenguaje, el conocimiento y la profecía. «El que vive en amor vive en Dios, y Dios vive en él.» El amor engendra amor. El que es amor es quien amó primero; sólo a través de él podemos nosotros amar.
La cordialidad que proviene del corazón de Dios no se puede producir en ningún laboratorio, por ningún decreto, por ninguna organización. Ningún esfuerzo amistoso o benevolencia celosa puede imitarla. El que ha sentido su exclusivo poder vivificador, irradiando de los ancianos o de la silla de ruedas de una persona discapacitada, sabe que es independiente de la frescura física de la juventud. Es la vida misma. Es una fuerza primaria, un poder original de la fuente más profunda.
Este agape no conoce límites de espacio y tiempo. Es la fuerza de la perseverancia invencible. Es fidelidad constante y tiene fuerzas para cualquier tarea. Reviste la energía de nuestro amor de inexpresable pureza y nunca hiere la modestia o sensibilidad del alma. Está libre de la arrogancia excesiva, de la pretensión y de la presunción en su propio provecho. Es real y genuino y no tiene nada que ver con la efervescencia pasajera o el entusiasmo superficial.
El agape no busca ni demanda nada para sí mismo, porque vive completamente en el objeto de su amor. No sabe nada de derechos y en cambio encuentra la felicidad dándose. Nunca es rudo, nunca se excita, nunca se deja provocar por la amargura. Ve tanto lo esencial como lo potencial en todo y no tiene en cuenta lo que todavía podría ser malo. Sin embargo, no tiene nada que ver con la injusticia. Ve el santo llamado de un alma a través de todo lo que todavía la retrasa. Evita todo lo que amenaza con obstruir el destino de una persona. Y puede hacer esto porque es uno con Dios, porque espera y cree en la plenitud final de la humanidad.
Ningún fundador de una religión, ningún filósofo o moralista ha vivido este amor como Jesús lo hizo; Jesús, que participó en la vida de lo físico y lo emocional. Y el amor de Jesús es para siempre y es ilimitado, o no es nada. Da y perdona todo e incluye tanto a los enemigos como a los amigos. No está limitado por la posesión o la propiedad. Es incondicional y absoluto y nunca se frustra por circunstancias externas. Por él, sus seguidores serán conocidos en el mundo. En él, ya no buscamos ser amados, sino amar a los demás.