¿Cómo describir a nuestro Yusang?

Si lo llevara al aeropuerto para darte la bienvenida a Corea del Sur, gritaría tu nombre y agitaría cinco o seis pañuelos multicolores para decirte —a ti y a todos los que salieran de retirar su equipaje y de la aduana— que eres el mejor. Nuestro hijo es extrovertido y hace que la gente que conoce se sienta doblemente especial. Cada vez que su hermana mayor, Yurim, vuelve a casa, Yusang la saluda con toda esa bulla más besos en ambas mejillas y un gran abrazo. Nuestro hijo es leal.

También puede ser muy gruñón. Si ha estado planeando tocar su batería electrónica y mi esposa, Eunyoung, le dice que es hora de su ducha nocturna, Yusang se niega a moverse. Cuando era pequeño, podía alzarlo y llevarlo adonde necesitara ir. Ahora que es un adolescente, debemos encontrar otras formas para convencerlo. A veces no podemos. Nuestro hijo es terco.

Yusang el hijo del autor, y Seoyul Todas las fotografías gentileza del autor. 

Yusang percibe cuando alguien se siente triste y tiene sus propios métodos para alegrar a las personas. Agita sus energéticos pañuelos amigos frente a tus ojos o te lanza un beso poniendo una cara graciosa. Quizá no sea tu modo preferido de salir de un bajón, pero no podrás resistirte por mucho tiempo. Antes de que te des cuenta, estallarás en risas. Entonces él también reirá sabiendo que ha logrado una situación en la que todos ganan.

Desde que aprendió a correr, la velocidad ha sido el mayor placer de nuestro hijo, así que, cuando cumplió seis, le regalamos un patinete. Era su motivo de orgullo y alegría. Patinaba de arriba abajo todas las sendas peatonales y las áreas de juego dentro de nuestra manzana de apartamentos en Pangyo —el pujante y moderno suburbio donde vivimos— atravesando como un cohete los lugares donde jugaban al bádminton y al béisbol. Podría pensarse que los niños del vecindario se molestaban, pero ellos toleraban sus intromisiones. Incluso aquellos que jamás han oído las palabras “síndrome de Down” se dieron cuenta hace tiempo de que Yusang justifica su paciencia. Además, es su amigo.

Una tarde soleada de sábado, cuando Yusang tenía ocho años, los dos salimos como solíamos hacerlo; él con su patinete y yo con mi smartphone. Como siempre, encontré un lugar a la sombra donde Yusang pudiera hacer contacto conmigo cada vez que pasara con su patinete. Pero esa vez, después de haber respondido mis mensajes de texto, de pronto me di cuenta de que Yusang aún no había pasado zumbando.

Tenemos un motivo importante para estar extremadamente orgullosos de Yusang, y agradecidos.

No estaba preocupado, pero me puse de pie y comencé a revisar sus lugares habituales, seguro de que iba a divisar su camiseta anaranjada. Pero no había rastros de Yusang. Pregunté a los niños que estaban en el área de juegos si lo habían visto. Entonces hice un descubrimiento que encendió todas las alarmas en mi mente: vi un patinete conocido, abandonado en la acera.

Nuestro hijo acababa de aprender a andar en bicicleta. El hecho de que no tuviera una bicicleta propia no hacía la diferencia, porque nuestros vecinos casi nunca se preocupaban de ponerles candado a las suyas. Yusang jamás tuvo problemas para encontrar una en la que pudiera andar. Una bicicleta podía llevar a un niño al centro de la ciudad en cuestión de minutos. Podía llevarlo a la ruta del tránsito que ingresaba por la autopista cercana. Podía llevarlo —a gran velocidad— rampa abajo hacia uno de los estacionamientos subterráneos que descienden y descienden y descienden en espiral bajo cada una de las torres de apartamentos.

A esa altura, movilicé al resto de la familia y rápidamente decidí con mi esposa, nuestra hija Yurim y dos visitantes dónde buscaría cada uno. Nuestra segunda hija, Yubin, tuvo la tarea más importante: se quedó en casa y oró por la seguridad de Yusang. Ella tiene un espíritu fuerte y una mente brillante, pero una parálisis cerebral los mantiene encerrados en un cuerpo que no hace lo que ella quiere. Desearía poder contar también su historia, pero no quiero mantener el suspenso. Yubin oró.

Cuarenta minutos después, nuestra búsqueda nos había conducido hacia círculos cada vez más anchos, más y más lejos de casa. Todos estábamos luchando contra el pánico, intentando impedir que nuestra imaginación se disparara. Llamé a la policía, que comenzó a recorrer las calles en su búsqueda. Eunyoung llamó al servicio de seguridad del apartamento. A través de un sistema de intercomunicación de emergencia, se avisó a los otros bloques de apartamentos, donde Yusang es conocido, acerca de su ausencia. Así fue como —horas después de haber desaparecido— nuestro hijo finalmente fue encontrado. Una señora llamó al servicio de seguridad y dijo que lo estaba viendo jugar desde lejos, bajo su ventana. Dónde estuvo mientras rastrillábamos esa área es algo que jamás sabremos, pero gracias a Dios, ahí estaba.

El autor (centro) con su familia

Así que tenemos motivos de sobra para amar a Yusang y motivos de sobra para sentirnos enfadados con él. Pero tenemos un motivo más importante para estar extremadamente orgullosos de él, y agradecidos.

La historia se remonta a una noche de domingo en diciembre de 2010.

Mi esposa y yo recién nos habíamos enterado de que una pareja de nuestra iglesia estaba enfrentando una situación de pena y confusión, así que ese frío anochecer de domingo fui a visitarlos. Estaban esperando a su tercer hijo y, aunque al principio se habían sentido llenos de gozo, el bebé no parecía estar desarrollándose normalmente, y la madre se había sometido a una cantidad de análisis a lo largo de varias semanas. Su médico había diagnosticado un trastorno genético llamado trisomía 18. Dijo a los padres que los niños con esta afección suelen nacer muertos o morir poco después del parto. Si sobreviven, el doctor continuó explicándoles, tienen gran probabilidad de padecer múltiples discapacidades físicas y mentales. Aconsejó que interrumpieran el embarazo y ellos estuvieron de acuerdo en seguir su consejo.

Yo sabía que debía ser solidario con esta pareja tan afligida y sabía que debía defender al indefenso niño. Pero ante el dolor de la familia, todo lo que pude hacer mientras recorría en mi auto la corta distancia desde nuestro apartamento hasta el suyo fue orar por una guía. Sabía que mi esposa también estaba orando y, cuando llegué al lugar, tuve la certeza de que simplemente debía compartir nuestra historia.

Los tres tomamos asiento en una atmósfera que parecía más un funeral que el tiempo previo a la Navidad. Luego el esposo me dijo que el aborto había sido coordinado para el día siguiente. Sintiendo su angustia como propia, les conté que Eunyoung y yo habíamos pasado por una experiencia similar exactamente cinco años antes, en diciembre de 2005, cuando un análisis prenatal había revelado que nuestro hijo tenía síndrome de Down.

Nos habíamos sentido devastados. Ya teníamos una hija con parálisis cerebral, ¿cómo podríamos hacernos cargo de un segundo hijo con necesidades especiales? Nuestro médico aconsejó un aborto. Y con sus lúgubres palabras acerca de anomalías cromosómicas dando vueltas en nuestra mente junto con imágenes de desafíos insalvables por venir, Eunyoung y yo estuvimos de acuerdo en seguir su consejo.

Nos habíamos autoconvencido de que teníamos el derecho y la libertad de tomar esa decisión. Sin embargo, a medida que los días transcurrían, no podía eludir la sensación de que una luz se había apagado. Me di cuenta de que también Eunyoung lucía profundamente perturbada y deprimida. Parecía que estábamos dando tumbos en la oscuridad, incapaces de ver el camino por recorrer.

Sabía que debía ser solidario con esta pareja tan afligida y sabía que debía defender al indefenso niño. 

Con la tristeza carcomiéndome las entrañas, me encontré anhelando el apoyo de mis padres. Ellos viven en una aldea distante, pero nuestros corazones están cerca, así que llamé a mi padre. Después de soltarle nuestra situación a través del teléfono, oí un rápido suspiro que sonó como un sollozo. Pero cuando mi padre habló, sus palabras fueron potentes.

“Nosotros, los seres humanos, debemos honrar a nuestro Creador”, manifestó. “Debes permitir que este niño viva”.

Permanecí en silencio. No podía estar de acuerdo con él. Eunyoung y yo habíamos tomado nuestra decisión. Todo lo que buscaba era el consuelo de mi padre.

Mi padre suplicó, me reprendió, lloró. “Hijo mío, debemos transitar el camino estrecho que Dios nos pone por delante. ¡Tu hijo debe nacer!”

Mientras él repetía su mensaje sincero, comencé a escucharlo como la voz de Dios. Ese padre, Dios, a quien había estado anhelando en la oscuridad, quería desesperadamente salvar la vida de nuestro bebé. Antes de que pudiera detenerme, exclamé: “Sí, padre, obedeceré. ¡Haremos lo que nos dices!”

Después de cortar la comunicación, encontré a Eunyoung y, con la vista baja, le conté todo. Ella solo escuchó, sin decir palabra. No supe cómo interpretar su silencio hasta que la miré a los ojos. Entonces entendí. Ella también había aceptado el mensaje de mi padre. Los dos experimentamos un gran alivio, aunque aún temblábamos por nuestro futuro.

Más tarde esa noche, durante un programa de televisión que abordaba la pobreza, vimos a un hombre viejo que tiritaba en un ático pequeño y sucio. “La vida es tan dura; apenas como una vez al día”, decía mientras unas lágrimas caían por su rostro. Un pensamiento súbito me golpeó: “Esas son las lágrimas de Dios”. El siguiente pensamiento me sobrecogió: “Quizá Dios esté enviando a nuestro hijo para transformar las lágrimas de tristeza en alegría”. Una ola de gozo y expectación me atravesó. Incluso para mí, en ese momento no tenía sentido mi regocijo. Ya teníamos una hija discapacitada, ¿y ahora, otro? No puedo explicarlo, pero creo que esa inundación de alegría vino de Dios.

El autor con Yusang

El día estipulado para el aborto, Eunyoung y yo no fuimos al hospital. Cuando volvimos a ver al doctor, unos días más tarde, él escuchó atentamente nuestro relato. Permaneció en silencio y luego preguntó a mi esposa: “¿A qué iglesia asisten?” Ella se lo contó. “También quisiera asistir”, dijo él. A partir de ese día, él ha sido parte de nuestra iglesia y, con el tiempo, se ha vuelto un líder respetado. De hecho, la pareja en cuyo sillón había estado sentado durante la última hora lo conocía. 

Levanté los ojos y les recordé: “Sea lo que sea que la vida traiga, seguir a Jesús es su objetivo principal. Por favor, consideren todo lo que él dijo acerca de los hijos. Y, por favor, por favor, reciban al nuevo miembro de su familia en su espíritu. Creo que esta es la voluntad de Dios para ustedes, así como lo fue para nosotros”.

La pareja no hizo ninguna promesa. La desesperación en su apartamento parecía pesar tanto cuando me puse mi abrigo para salir como cuando había llegado, y me sentí desolado mientras conducía rumbo a casa a través de la noche nevada. Pero en mi corazón, me comprometí a apoyar a esos jóvenes padres. Conocía algunos de los obstáculos y angustias —así como las alegrías y los triunfos excepcionales— que los esperaban si decidían dar la bienvenida al niño que Dios les estaba encomendado.

Esa noche y a lo largo de los días que siguieron, Eunyoung y yo solo pudimos orar por nuestros amigos. Ni siquiera nos atrevíamos a enviarles un mensaje de texto, porque sabíamos cuán difícil iba a ser —para ellos y para nosotros— en el caso de que hubieran seguido adelante con el aborto. Cada día esperábamos noticias. Jamás llegaron. Esa larga semana transcurrió lentamente.

La siguiente mañana de domingo, condujimos nuestro auto hasta la iglesia, como siempre. Pero antes de que hubiéramos terminado de estacionar, vimos al joven esposo que corría hacia nosotros: “¡Un milagro, hemos experimentado un milagro!”, gritaba. Cuando bajamos del auto, nos esperaba para contarnos más.

“Después de que nos visitaste el domingo pasado, mi esposa y yo dimos una larga caminata. Decidimos cancelar el aborto. Mi esposa no tomó la píldora preabortiva que debió haber tomado esa noche”.

“Pasó el lunes; luego, el martes”, continuó. “La preocupación volvió a colmar nuestra mente: ¿Y si tomábamos la decisión equivocada? Entonces, en la mañana del miércoles, mi teléfono sonó”.

Se pasó la mano por los ojos. “Era nuestro médico, pero estaba tan agitado, que casi no reconocí su voz. Dijo que acababa de recibir los resultados de uno de los últimos análisis que había hecho después de coordinar el aborto, y este resultado parecía contradecir los anteriores. Parecía imposible, me dijo, pero el diagnóstico podía estar equivocado. Nos pidió que fuéramos al hospital. El jueves, y de nuevo el viernes, llevé a mi esposa para practicarle más análisis. Todos los resultados lo confirman: no hay nada malo con nuestro hijo”.

Eunyong y yo nos sentimos abrumados. Deseé estar en soledad y silencio para absorber lo que acababa de oír. Unos meses después, nació una pequeña niña. Sus padres la llamaron Seoyul. En caracteres chinos, Seo significa “compartir” y Yul significa “los mandamientos de Dios”. Su nombre implica compartir los caminos de Dios con los otros.

Seoyul

Cuando nuestros amigos trajeron a su hija recién nacida para recibir la bendición de la iglesia, su padre confesó ante toda la congregación: “Al enviar a uno de sus hijos —exactamente una hora antes de que mi esposa tomara la medicación abortiva—, Dios nos dijo que aceptáramos a esta hija. Gracias a eso, me he convertido en el padre de Seoyul. ¡Dios me hizo su padre! Nuestra amada bebita es saludable; no tiene ninguno de los problemas que habíamos temido. Les contaré a mis hijos acerca de este milagro durante todos los años de mi vida”.

Cuando llegué a casa esa noche, nuestro juguetón Yusang estaba profundamente dormido, ajeno a todo lo que había sucedido. Mi corazón se ensanchó y sentí ganas de llorar. Acariciándole la mejilla, dije: “Hijo mío, llevas un pesado yugo. Pero tu vulnerabilidad permitió que otro niño frágil naciera. ¡A través de tu carga, salvaste una vida!”.

Seoyul está creciendo. Sus padres nos regalan una nueva foto cada año. Quizá en el futuro forme su propia familia, a través de la que Dios escribirá una historia que aún no podemos conocer. Pero él ya nos ha enseñado mucho. Si Yusang no hubiera llegado a nuestros brazos con eso que las personas llaman síndrome de Down, Seoyul no hubiera estado aquí en la tierra. A través de estos dos niños, esta discreta historia de nuestra vida —desconocida para el mundo— ilumina a nuestros vecinos de Pangyo y alrededores como un pequeño y precioso farol.

Mantenemos la foto de Seoyul donde es posible verla en días duros y en días felices para recordarnos: “Esta es la persona que debe la vida a nuestro Yusang”.


Traducción de Claudia Amengual