I. El shul

Entra a una sinagoga cualquier mañana de un día laborable, y verás cómo coexisten tres culturas de lectura. Los servicios en días laborables incluyen una breve lectura de la Torá, de manera tal que en el centro de la habitación encontrarás el texto más antiguo: el rollo del Sefer Torá.

Ahora mira alrededor: esta es también la tierra del códice. Los congregantes toman asiento y siguen el texto de la Torá desde las páginas finales del Sidur. O quizá han tomado un volumen de un estante y sus ojos se mueven del texto al comentario y de nuevo al texto. Si estoy ahí, entonces probablemente he descubierto algo más. En la Casa de Jabad, hay una pequeña selección de ensayos del rabino Joseph Soloveitchik, que estoy estudiando cuidadosamente. No se trata exactamente de una distracción, sino solo de un tipo diferente de estudio.

Y después están los teléfonos. Las letras hebreas destellan, negras sobre blanco azulado, mientras alguien que está cerca eleva las oraciones. Ora con rapidez y se detiene cada tanto para esperarnos antes de continuar, un minuto aquí, diez segundos allá. Durante esos lapsos de espera, la pantalla cambia y su pulgar hace scroll, es decir, se desplaza, se desplaza, se desplaza a través de la información proporcionada por las redes sociales. No puedo leer con claridad en qué se detiene. Cuando echo un vistazo alrededor, veo que no es el único.

II. El rollo

Los rollos de pergamino más antiguos datan de más de tres mil años. En la antigua Roma, los funcionarios públicos leían proclamas escritas en los rotulus desplegados verticalmente. El que tenemos ante nosotros en el templo es un volumen: es decir, se despliega horizontalmente, de derecha a izquierda. Es un objeto completamente hecho de material animal: aproximadamente cincuenta láminas de piel apergaminada, cosidas con pelo o tendones de animales kosher. Cada lámina contiene unas cinco columnas de cuarenta y dos líneas cada una. Los márgenes son exactos: unos siete centímetros y medio el margen superior, diez el inferior y cinco el derecho y el izquierdo.

En el pasado, todos los libros, ya fueran rollos o códices, eran objetos artesanales. En la actualidad, el Sefer Torá debe continuar siendo artesanal, en tanto los libros encuadernados que se hallan en los bancos del templo están producidos industrialmente. Un único escriba, llamado sofer, trabaja en él durante un año, empleando una pluma estilográfica para dibujar exactamente 304.805 letras. Comienza por marcar suavemente unas líneas horizontales a través del pergamino para guiar su caligrafía, luego bendice su acto y comienza a escribir: lenta y conscientemente.

Su lectura obedece a un ritual tanto como su producción. El ba’al kriyah canta las palabras, sin vocales y sin puntuación, de acuerdo con las notaciones musicales gramaticalmente estructuradas de las cantilenas de la Torá. Junto a él y ayudándolo a mantener abierto el Sefer Torá, se encuentra el congregante que ha pronunciado la bendición a la lectura. A cada uno de los extremos de la mesa sobre la que descansa la Torá se encuentran otros dos congregantes, que cotejan sus palabras con las del texto que aparece en los volúmenes encuadernados. La lectura requiere la participación de al menos tres personas, a menudo cuatro, una por una, una cifra que asciende hasta diecisiete durante un servicio de sabbat. No se trata de una lectura privada, sino de una ceremonia grupal.

Rollos antiguos del Torá, escritos a mano, de Yemen. Shay Fogelman / Alamy Stock Photo.

Este rollo es la tecnología del mundo clásico, de los burócratas romanos y de la continua progresión temporal de Homero, una vez que su literatura fue puesta por escrito. Incluso su formato físico implica continuidad: es difícil, se trata de un proceso, saltar de sitio en sitio. Los rituales del judaísmo enfatizan esa continuidad: aunque el tiempo transcurre incesantemente desde el principio hasta el final, el relato siempre completa el círculo sobre sí mismo.

Durante la festividad de Simjat Torá, cuando las últimas líneas del Deuteronomio son leídas, la congregación retorna de inmediato al principio. El relato ha terminado, pero no así la historia que se repite en cada generación: nuestro padre, el arameo errante; el corazón endurecido del faraón; también nosotros fuimos esclavos en tierras egipcias. El filósofo político Michael Walzer ha comparado esta experiencia de tiempo con una espiral: la historia avanza, pero también se repite. Se trata de una experiencia temporal que, tal como Cynthia Ozick señala, favorece las metáforas que modelan la imaginación moral del judaísmo. “Como a ti mismo”, dice, es la “metáfora dominante” de la Biblia, una carga moral que rechaza ver al otro como el hostis romano y el xenos griego, y en su lugar fomenta que los veamos como los extranjeros y esclavos que alguna vez fuimos, o somos. Una metáfora así, observa, se apoya en la memoria, la memoria histórica de la Torá. Es una imaginación moral basada en los rituales que permiten al Sefer Torá contener el pasado y el futuro dentro del presente.

III. El códice

El códice propone una relación diferente con el tiempo. Es posible tocar las páginas de un libro, pasarlas con facilidad hacia delante y hacia atrás. Es posible detenerse, colocar un señalador y regresar más tarde. Es posible leer primero el final y enterarse de quién fue el asesino.

El texto de la Torá, escribe Emmanuel Levinas, “contiene más de lo que contiene… quizá un interminable exceso de significado… La exégesis proporciona una liberación, en estos signos, un significado encantado que arde por debajo de los caracteres o se enrolla en toda esta literatura de letras”. El códice, al menos en el judaísmo, se ha vuelto la tecnología de esta exégesis y ha transformado la capacidad de ir hacia delante y hacia atrás en el tiempo en otra cosa, una especie de simultaneidad en la que pasado y futuro una vez más se encuentran contenidos en el presente.

Esto no fue siempre así. Los libros que conocemos como el Talmud comenzaron como una tradición oral en la que el ser humano, espíritu y huesos, era el medio para el registro y la exégesis. Una Torá oral, según sostiene la tradición judía, fue dada a Moisés en el Sinaí junto con, y como aclaración para, la Torá escrita del rollo. Esto era transmitido, estudiado y explicado de memoria, mientras estudiantes y maestros se balanceaban con la melodía de la ley, hasta la destrucción del Segundo Templo. La consecuencia de ello fue la dispersión del pueblo judío, la destrucción de los centros de estudio y la ejecución de los grandes académicos. La preservación y la continuidad exigían escritura.

Los efectos de la fugacidad de hacer scroll no nos cuentan la historia completa, especialmente, las interacciones entre la tecnología secular y los textos sagrados.

De ese modo se desarrolló la Mishná en la forma en que hoy la conocemos. La tarea que Yehudah Hanasí llevó a cabo en el siglo II sirvió inicialmente como codificación y como ayuda de estudio, mediante la organización de sus preceptos en seis órdenes, sesenta y cinco tratados y 525 capítulos. Todos ellos, claro está, escritos a mano. La Guemará se desarrolló durante los siguientes siglos, registros de las academias de Babilonia y Jerusalén, sus exégesis de la Mishná. Con el paso del tiempo, las otras voces que hoy encontramos en las páginas del Talmud comenzaron a hablar y proporcionaron exégesis tras exégesis, aunque originalmente no en la misma página.

Así como el Sefer Torá vuelve la progresión continua de los rollos en una circularidad, el Talmud insiste no solo en que el pasado y el presente pueden dialogar, sino en que siempre lo son. La Torá contiene más de lo que contiene, y todo ello, incluida la exégesis, fue dado en el Sinaí. Esas conversaciones incluyen voces que van desde el mandato del Segundo Triunvirato a través de la antigüedad tardía, organizadas para alegar, debatir y hacer juegos de palabras a lo largo del tiempo y el espacio, como si cada una supiera o pudiera anticipar a las otras. El códice, o al menos la escritura, es la tecnología que permitió que el pasado dialogara con el presente, y que los rabinos de la Diáspora compartieran la mesa con sus muertos.

El proceso fue gradual. Los códices manuscritos facilitaron la exégesis junto con la codificación, y los primeros manuscritos bíblicos a menudo contienen breves anotaciones textuales sobre gramática, palabras raras y variantes textuales. Pero esa no era su función primordial.

Lo que supuso el gran cambio fue la imprenta. Gutenberg había imprimido su Biblia en 1455. El Talmud, tal como lo conocemos, inició su existencia en 1520, cuando Daniel Bomberg comenzó a trabajar en un Talmud completamente impreso.

Y sucedió que, en el taller veneciano de un impresor cristiano, el Talmud se volvió el apogeo del códice, el ejemplo más significativo de su diferencia tecnológica con respecto al rollo (y, de hecho, del códice impreso del manuscrito). Hoy, aún seguimos a Bomberg al imaginar qué podía ser y hacer la página impresa. La Mischa y la Gemara aparecen en su centro, una columna de conversación continuada encerrada en un círculo de comentario: la Rashi en su lugar de distinción, en la parte superior izquierda de cada página, en “escritura Rashi”, un tipo de letra que el gran comentarista jamás utilizó, pero que Bomberg eligió para facilitar que las partes de la página fueran distinguidas. En contraposición a él, los comentarios de los tosafistas franceses medievales, muchos de ellos discípulos de Rashi. Los impresores judíos poco a poco fueron corrigiendo los errores y las omisiones textuales de Bomberg, a la vez que revisaban las páginas y añadían comentarios. Si hoy abrimos un volumen, la página que tendremos frente a los ojos probablemente será una variante de la edición de Vilna de finales del siglo XIX. Los cajistas y la prensa escrita remodelaron el rol del códice en el judaísmo. Voces separadas por miles de años y kilómetros dialogan sobre las páginas como si siempre hubieran estado en conversación, y siempre lo estarán.

La Torá contiene más de lo que contiene, lo que incluye nuestro propio encuentro, algo que se descubre leyendo la Guemará.

IV. Scroll

La primera transformación del sustantivo scroll ―entendido como rollo, en español― al verbo scroll ―que significa desplazamiento sucedió a comienzos del siglo XVII. En aquella época el verbo se aplicaba a la acción de escribir sobre un rollo físico. Nuestro sentido de scroll, entendido como un desplazamiento sobre un texto en una pantalla de un modo suave, sin fricción y sin páginas, no surgió hasta los setenta del pasado siglo. La metáfora resulta reveladora por el modo en que malinterpreta el rollo. En un Sefer Torá hay, si bien no páginas, al menos hojas. Sus costuras están a la vista. Nuestra metáfora también deja de lado el acto físico de leer. Incluso el burócrata romano, con su rotulus, desplazándose verticalmente, tal como hacemos en las pantallas, sentiría el cansancio de sus brazos y el aflojamiento de su agarre con el sudor en las palmas bajo el sol.

Ahora nos desplazamos compulsivamente sobre un texto sin comienzo ni final solo con la más básica manifestación física: el toque de la punta de un dedo. Empezamos a desplazarnos sobre la página y, de pronto, diez minutos, media hora vuelan. Lo hacemos para llenar el tiempo y también para matarlo. Es la inversión de pesadilla de los ensueños de Wordsworth, mediante la manipulación tecnológica de la capacidad mental, en asombro y deleite, para salir de sí misma hacia algo quizá más elevado. Nuestro automesmerismo nos permite salirnos de nosotros, hacia ninguna parte.

El Códice de Sasson está entre los manuscritos más antiguos de la Biblia. Casi todo el Tanakh, la Biblia hebrea, se encuentra en este pergamino escrito a mano y encuadrado en cuero, de unos 1100 años. Nir Alon / Alamy Stock Photo.

Si el rollo y el códice habilitan la circularidad y la simultaneidad, respectivamente, entonces hacer scroll enfatiza la fugacidad. Sus conversaciones son breves y efímeras como un suspiro, como la desigual y superficial hevel que la versión de la Biblia del Rey Jacobo traduce como “vanidad” en el Eclesiastés. Incluso los críticos del acto de hacer scroll (yo estoy entre ellos) comienzan a asumir esta característica. Nuestros horizontes son tan limitados como nuestra vida; tendencias de información a través de las décadas, quizá extrapolando para contemplar un siglo completo. Pero la historia, comenzando por la primera impresión de un estilete en arcilla, es más larga de lo que podemos comprender.

No se trata de que los efectos de la fugacidad de hacer scroll sobre los individuos no sean importantes. Lo son. Pero no nos cuentan la historia completa, aquella de la historia de la lectura y, especialmente, de las interacciones entre la tecnología secular y los textos sagrados.

Regresemos a la sinagoga en una mañana de un día laborable: algo está desarrollándose aquí, tan lentamente como para poner a prueba los límites de la percepción. Están el rollo, los códices y el hacer scroll encubierto. Es una escena que sugiere que incluso si pensamos acerca de la tecnología en ciclos de creación que duran décadas cada uno, la reacción y (finalmente) la síntesis es engañosamente de miras cortas. Más de un milenio transcurrió entre la codificación de Yehudah Hanasí de la Mishná a principios del siglo III y el Talmud de Daniel Bomberg de 1523. Tres siglos más hasta la edición de Vilna del Talmud. Ese es el arco de tiempo sobre el que la Gente del Libro emergió de la Gente de la Memorización. Por lo tanto, la pregunta no debería ser si la innovación en nuestra forma de leer de esta era ― hacer scroll a través de un “texto” producido por algoritmos que, como parece probable, nos leen más de lo que nosotros los leemos a ellos― es rechazada o redimida, sino en qué formas viene para sintetizarse con todo aquello que sucedió antes que ella.

V. El shul (Otra vez)

El judaísmo es una religión de síntesis. Es también una religión de separación. Los pasajes más famosos del Eclesiastés tienen que ver con esto. Yo separo la carne de los lácteos, la lana del lino y, en ceremonias que enmarcan el sabbat, el tiempo sagrado del mundano.

Así pues, regresemos a la sinagoga una vez más, esta vez en una mañana de sabbat. Aquí está el rollo; allí, los códices. Pero no se hace scroll. “El Sabbat es un palacio en el tiempo”, escribe Abraham Joshua Heschel, una frase tan citada que ya casi es un cliché en las comunidades judías. Los muros construidos para proteger este palacio, desde la Revolución Industrial, han hecho que a veces se pareciera a una fortaleza del ludismo. Debemos descansar de crear; las innovaciones de la modernidad nos permiten manipular y recrear nuestro propio mundo de un modo tan fácil, sin esfuerzo, que a menudo no nos damos cuenta. Esa es la razón por la cual el judaísmo tradicional prohíbe no solo cosas como cocinar o escribir en sabbat, sino también el uso activo de la electricidad. Entre otras cosas, esto implica no usar teléfonos. Este palacio, por lo tanto, también está protegido contra el acto de hacer scroll.

Síntesis no significa aquiescencia. La síntesis del judaísmo con una tecnología, el códice, lo volvió más plenamente él mismo. Su síntesis con muchas de las tecnologías modernas ―las pantallas que permiten hacer scroll están sin duda entre ellas― ha producido una clase de transformación diferente. Más que un día en el que descansamos de la creación, el sabbat es ahora un baluarte erigido para protegernos ―para mantenernos separados― de nuestras creaciones tecnológicas.

Si he de ser un crítico honesto del acto de hacer scroll, entonces debo reconocer que la tecnología está aquí; no puede ser algo impensado. Según he leído, hay un tiempo para todo. Pero un tiempo no significa cada momento. Así que, mientras la humanidad navega por la síntesis de nuevas formas de leer, también podemos encontrar formas de preservar el espacio, y el tiempo. Puesto que, sabemos, permiten el acceso a lo sagrado y a lo humano.


En inglés, scroll significa rollo y también desplazarse o hacer scroll, en el sentido de deslizar un texto o imágenes en una pantalla. El título original es un juego de palabras.

Traducción de Claudia Amengual