En el año final de mi carrera de medicina tomé un curso opcional de literatura y medicina dictado por un docente de literatura inglesa. Uno de mis compañeros escribió un cuento corto imaginando una consulta médica en el futuro entre un paciente y una inteligencia artificial que había asimilado todos los conocimientos médicos y estudios clínicos existentes. El algoritmo le ofrecía al paciente un diagnóstico diferencial a través de una serie de prompts y preguntas específicas.
Luego, un conjunto de tubos y sondas recolectaban muestras del paciente, dándole a la IA las últimas pistas necesarias para reducir su diagnóstico primario a uno específico, acompañado de una medicación hecha a medida para el genoma del paciente. Esta inteligencia clínica futurista había demostrado décadas antes en ensayos aleatorios y controlados ser superior a la medicina humana. La única contribución humana necesaria era la de los especialistas en cirugía, que habían dejado de lado hacía mucho tiempo sus instrumentos para dedicarse a girar pequeñas perillas controladoras de una flota de nanobots quirúrgicos similares a drones.
No llegaba a ser La amenaza de Andrómeda, pero la narración era concreta, divertida y un bienvenido descanso de mi preocupación por la residencia. Hicimos comentarios, nos reímos nerviosos de nuestro futuro y seguimos la clase.
Las predicciones de mi compañero han vuelto para atormentarme. Al igual que C.S. Lewis, disfruto de la ciencia ficción, el tipo de escritura que, tal como él describe, “es el motor imaginario de las especulaciones sobre el destino final de nuestra especie”. Pero mientras que la IA captura la imaginación de amigos, familiares y pacientes, yo me pregunto sobre el destino final de mi profesión. (“¿Sabían que Chat GPT aprobó el examen de licencia médica de Estados Unidos?”)
Hay una creencia implícita en que los pacientes, a quienes los médicos llevan tiempo advirtiendo que dejen de consultar al Dr. Google, podrían volver a confiar pidiéndole una segunda opinión a ChatGPT, o al menos en un médico que potencia su juicio clínico con IA.
La revista médica The New England Journal of Medicine, una de las plataformas más prestigiosas de medicina académica, lanzó este año una publicación dedicada solamente a aplicaciones de inteligencia artificial en la práctica clínica. Escucho casi semanalmente anuncios sobre herramientas de inteligencia artificial clínica como Nuance DAX, Freed o Glass Health. Las dos primeras son inteligencias clínicas ambientales que presumen la capacidad de documentar consultas médicas mucho mejor que mediante un registro virtual o presencial: “Las salas de examinación del futuro han llegado, donde la documentación clínica se escribe por sí sola”. Glass AI, al igual que ChatGPT, emplea un modelo extenso de lenguaje (LLM) alimentado por médicos expertos para generar diagnósticos diferenciales y esbozar planes de tratamiento, todo esto basado en notas de diagnóstico enviadas por el clínico-usuario.
Todos los médicos tienen un “cerebro periférico”, su propia base de datos personal de joyas clínicas, advertencias y esquemas de uso frecuente. La mayoría de los clínicos utilizan plantillas llamadas “macros” o “frases inteligentes” para generar planes rápidamente y ahorrar tiempo en documentación. He estado construyendo poco a poco mi cerebro periférico desde que era estudiante de medicina, actualizándolo casi a diario. Pero la IA generativa va mucho más allá de este tipo de medicina de bolsillo.
Me perturba imaginarme un futuro en el cual los médicos de cabecera se convierten en meros “ingenieros de prompts” de frases cortas de diagnóstico para enviar a clínicas de IA supervisoras.
Es cierto que la precisión de Glass AI, la libertad de Freed, y los “matices” de Nuance DAX dependen de la calidad del contenido que reciben (implicando principios fundamentales que dependen decididamente en la percepción humana), pero parece inevitable que las futuras iteraciones sean capaces de generar documentación médica y diagnósticos más precisos que los que yo podría ofrecer jamás. Alcanzo a imaginar una inteligencia artificial clínica yendo más allá de la precisión y logrando calidez, incluso ingenio. Tal como se preguntaba la revista JAMA en 1972: “¿Y si en el transcurso de una consulta automatizada la máquina nos sorprende con una cita de Voltaire: ‘Médicos son aquellas personas que recetan medicinas, de lo que saben poco, para curar enfermedades que no conocen, en personas de las cuales no saben nada’?”. La era de William Osler, el “padre de la medicina moderna”, que podía abarcarlo todo dentro de su brillante mente, hace tiempo ha llegado a su fin. Como escribió mi amigo y colega médico Benjamin Frush, la primera vez que uno dice “no tengo idea” es un hito fundamental en la formación de cualquier estudiante de medicina. Es importante aclarar qué parte del conocimiento posterior a ese momento podría realmente proporcionar la IA.
Debo reconocer que, a medida que la IA se integra a los cimientos de la salud, es probable que los pacientes reciban diagnósticos más eficaces, menos errores médicos y mejores resultados. Igualmente, mientras intento imaginar lo que la IA podría significar para la asistencia primaria, recuerdo que el arte de curar tiene menos que ver con la inteligencia impulsada por prompts que lo que podríamos pensar. Me preocupa que nosotros, los médicos, fascinados por la promesa de la IA de más conocimiento y mejor información, perdamos la sorprendente sabiduría de una característica primordial en la relación paciente-médico: la inteligencia del silencio. Como lamentó T. S. Eliot en su obra de 1934, “La roca”, como fue traducido por Borges:
El infinito ciclo de las ideas y de los actos,
infinita invención, experimento infinito,
Trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud;
Conocimiento del habla, pero no del silencio;
Conocimiento de las palabras e ignorancia de la Palabra.
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?
Cuando estaba en mi último año de la residencia, recuerdo alardear sobre una de mis supuestas “frases inteligentes” al equipo que lideraba, parloteando sobre los índices de fragilidad y toda la información que había asimilado en ella. La médica adjunta amablemente me dejó terminar antes de comentar con ironía: “o simplemente podrías ir a ver al paciente”.
Esta médica no estaba socavando la utilidad de la preparación, sino transmitiendo su sensación de que mi mentalidad de manual de cocina no sólo era poco práctica, sino algo insidiosa. Sugería falsa confianza y falsas conclusiones, como citar un libro que uno no ha leído. A un nivel más profundo, delataba mi tendencia a catalogar la información en lugar de preocuparme sabiamente por el paciente que tenía delante. Me estaba pareciendo más a una computadora que a un doctor.
Si la medicina consiste solamente en la propagación de la inteligencia más actualizada, entonces la herramienta UpToDate (quizá la mejor herramienta de apoyo a decisiones clínicas de la medicina moderna), en combinación con ChatGPT o algo como a Glass AI, debería alcanzarle a la mayoría de los médicos a la hora de realizar un plan clínico completo.
Pero cualquiera que haya experimentado el arte de la medicina entiende que el secreto de curar no se trata del conocimiento correcto, sino de su correcta aplicación en respuesta a las necesidades del paciente. Este es el camino de la phronesis o sabiduría práctica, donde la experiencia clínica se une a la amistad moral. El médico Francis Peabody apeló de forma célebre a esta sencilla verdad hace un siglo, pocos meses antes de su muerte: “El secreto de la atención al paciente está en interesarse por él”.
Por el contrario, la presencia de la IA en una consulta médica le exige al médico prestarle más atención a la computadora mientras el paciente espera en un rincón, preguntándose si el pobre teclado va a estar bien. La inteligencia artificial puede distraer, perdiendo su valor a medida que se asimila más y más. En la teoría señal-ruido del razonamiento clínico, por ejemplo, la “señal” o pista diagnóstica pertinente puede ser más difícil de reconocer cuanto más “ruido” o información se añade al caso de un paciente. Uno de los médicos con los que trabajo lo describe como la diferencia entre la vieja forma de concentrarse en las necesidades del paciente y las nuevas presiones de encasillarlo a la fuerza en indicaciones clínicas abstractas.
Wendell Berry señala algo parecido en el testimonio del poeta y pediatra William Carlos Williams:
Cuando Williams denunciaba las ideas separadas de las cosas, las ideas incorpóreas, hablaba como un médico que trataba a sus pacientes como personas individuales, como vecinos, y no como “casos” o “tipos”. [...] El médico que es un vecino que es un poeta está bien situado para ver cómo en el desmaterializado (por materialista) mundo moderno la persona individual, el lugar o la cosa están permanentemente diluyéndose en promedios, estadísticas y listas. Pero Williams no espera con su compasión e imaginación a que la mochila cargada de categorías abstractas lo aplaste.
En nuestro afán por recibir datos frescos de la IA, corremos el riesgo de descuidar el tipo de prácticas necesarias para recibir esos datos en primer lugar, por no hablar de consolidar las mejores prompts para alimentar a una IA.
Mi padre también es médico de cabecera. Una vez me dijo: “No llenes el espacio vacío con palabras vacías”. No desdeñaba la conversación trivial, sino que me pedía que hablara despacio, enseñándome que las palabras adecuadas no solo suelen ser breves, sino que surgen de manera más fácil tras un período de silencio. Había aprendido de sus relaciones con sus pacientes que el espacio vacío, es, en cambio, como un suelo donde florecen las palabras justas. En un encuentro sanador, las palabras justas surgen del silencio compartido por dos seres que caminan juntos, con una precisión que encuentra su pureza precisamente en la espera, la observación y la escucha profunda.
Mientras la artista francesa Marie Michèle Poncet estuvo hospitalizada varios meses, inmóvil por largos períodos entre rondas de fisioterapia, capturó pequeños momentos de dicha atención, presencia y acompañamiento entre ella y los médicos que la cuidaban. Tituló uno de sus bocetos “Mi enfermera Jean Michel, sin conversar, le devuelve vida a la vida”. Muestra a una enfermera, más grande que la vida en el cuadro, inclinándose de forma amorosa para levantar a su paciente. Los trazos son gruesos, infantiles y vulnerables; recuerdan a Picasso. Junto con su título, esta pequeña obra de arte es un testimonio del poder del silencio que da vida.
Le robo una frase a Sharon Rose Christner: los pacientes traen sus historias “en muchas lenguas y silencios”. De hecho, para los estoicos y los primeros contemplativos cristianos, el lenguaje y las palabras están ligados en un misterioso patrón de quietud que conduce a la comprensión. La Palabra se entendía como una especie de semilla, plantada en el silencio, desde la que se podía aprehender el mundo en toda su belleza, profundidad y heridas. Como escribe el filósofo Douglas Christie en “The Blue Sapphire of the Mind: Notes on a Contemplative Ecology” (El Zafiro azul de la mente: Notas sobre una ecología contemplativa):
Hay un hambre, un anhelo, una apertura a una Palabra. Un momento de quietud, de atención y de silencio. Una Palabra que surge del silencio y provoca pensar, reflexionar y responder, y descender, de nuevo, a un espacio de silencio. El trabajo de vivir en la Palabra, de absorberla a la vida de uno mismo, se da en el silencio y la quietud.
Me encantan las palabras. A mi profesión le encantan las palabras. La medicina es primero que nada una tradición oral, donde prima la formación tanto en la comunicación clara con los pacientes como en demostrar perspicacia clínica a los superiores mediante el tradicional boxeo verbal conocido como pimping, que brilla y resuena con la impresionante jerga de la profesión médica.
Sin embargo, tal como lo describe la pediatra Margaret Mohrmann, la “presencia silenciosa” de un doctor es parte esencial de la práctica clínica. Es la base de la comunicación creativa y el uso de palabras claras. La presencia silenciosa “permite compartir auténticamente las cargas de conocimiento y miedo que comparten el que cura y el que sufre”. El cardenal Robert Sarah lo llama “el inicio casi imperceptible de la decisión”, una plataforma nacida del silencio.
Es algo que noto diariamente con mis pacientes: en una era de comunicación, el silencio tiene una inteligibilidad particular. Me asombra de manera constante lo que los pacientes me dicen luego de un período de silencio; traumas confesados por primera vez, preguntas vulnerables que nunca se animaron a preguntar. Es como si escuchar durante mucho tiempo, sin competir con los clics de un teclado, permite conocer a un amigo moral con quien el paciente puede compartir su esperanza de curarse. Del silencio surge una oportunidad de acompañamiento que no es una pérdida de tiempo, sino práctica desde todo punto de vista. Lo que digo al final, unido a la acción clínica que construimos, se torna más aparente. La medicina se vuelve más inteligente que mis “frases inteligentes”. Aún más importante, una relación clínica se vuelve una de confianza.
El papel de la presencia quieta y silenciosa en la práctica clínica comenzó a desgastarse mucho antes que la IA. Los estudiantes de medicina ya piensan que sentarse en silencio sería “una pérdida de tiempo”. Por otra parte, los médicos de cabecera llevamos décadas convertidos en robots algorítmicos recolectores de datos. En mi residencia se me presionaba para ver la mayor cantidad de pacientes en la menor cantidad de tiempo, lo cual en la práctica significaba ver pacientes en consultas de cinco a veinte minutos. Se sigue asumiendo que ese tiempo alcanza para extraer los datos necesarios de la historia del paciente mediante plantillas preestablecidas, interrupciones hábiles, y rituales torturadores de fijación de expectativas (“solamente tenemos tiempo para discutir un problema”).
Por supuesto que solo hace falta una viuda con demencia o un matrimonio roto o un niño asustado para darse cuenta de lo inadecuado y miserable que es este modelo de medicina, tanto para el paciente como para el médico, al menos en la asistencia primaria. Reconozco que mis colegas en emergencia y cirugía trabajan bajo otra demanda temporal. Pero como escribió el neurólogo Aaron Rothstein cuestionándose si las computadoras deberían reemplazar a los médicos, “consultas de quince minutos son la excepción al tipo de medicina que la mayoría de los médicos necesitan ejercer”.
La visión de la salud basada en datos revela una suposición metafísica de que los cuerpos y los pacientes son simplemente depósitos de información, bases de datos navegables que aguardan pasivamente las consultas correctas. “La forma en que se expresan las ideas afecta a lo que éstas serán”, escribe el crítico Neil Postman acerca de la mente tipográfica en Divertirse Hasta Morir. “La imprenta no era sólo una máquina, sino también una estructura para el discurso, que tanto elimina como ratifica ciertos tipos de contenido”. Dado que la inteligencia artificial basada en prompts forma parte del mundo tipográfico, no es meramente una herramienta, sino una estructura para el discurso que insiste en un cierto imaginario médico de categorización y control, mientras descarta el tipo de inteligencia no tipográfica que se desprende de la presencia silenciosa.
No me cansaré de repetirlo: el trabajo relacional de la presencia silenciosa en la asistencia primaria no es un adorno moral o un encuentro que pueda reducirse al intercambio de información entre el cliente y el funcionario que registra los datos. Como ya es sabido hace siglos por pastores y guías, el arte y la calidad de la relación terapéutica es a menudo el tratamiento. Tal como explican el psiquiatra y teólogo Warren Kinghorn y el psiquiatra Abraham Nussbaim en Prescribing Together: A Relational Guide to Psychopharmacology (Recetar juntos: una guia relacional a la psicofarmacología), la efectividad de las recetas, incluso las más rutinarias, mejora gracias a la relación personal “explicando el 20% o más de la varianza de los resultados” que no puede explicarse totalmente por un efecto placebo. Ellos lo explican de la siguiente manera:
El médico que receta no es primariamente un dispensador experto, pero un acompañante y colaborador experimentado que camina junto al paciente por el terreno de su vida, tratando de comprender el problema (para lo cual los diagnósticos son útiles guías heurísticas) y de discernir formas que los ayuden a avanzar.
Dedico una pequeña proporción del tiempo con mis pacientes al tipo de generación de contenido y heurística que ofrecen las herramientas de inteligencia artificial. Los principales diagnósticos y tratamientos suelen estar determinados en la primera consulta. Al igual que todos los médicos que cargan con la responsabilidad de aprender toda la vida, yo también estudio UpToDate y consulto mis revistas y mi cerebro periférico. Pero la mirada, acompañamiento, calidez, lamento, asesoramiento y el volver a mirar son también el trabajo de permanecer actualizado. Dicha presencia le comunica al paciente que ni ellos ni yo somos máquinas.
Estoy seguro de que la inteligencia artificial seguirá evolucionando hacia un futuro tal como se lo imaginaba mi compañero en la universidad. Farmacias y aseguradoras conocidas ya están avanzando por ese camino. La mejor inteligencia médica suele destilarse a su debido tiempo, manifestándose como una norma de atención a través de declaraciones de posturas, árboles de decisiones y otros elementos del aprendizaje médico continuo. Quizás estos son los mejores lugares donde emplear la IA, en vez de hacerlo de lleno en la atención primaria. No quiero revivir el cuento popular de John Henry, en el que un ludita heroico derrota a una máquina para luego morir de un corazón explotado.
A su vez, me perturba imaginarme un futuro en el cual los médicos de cabecera se convierten en meros “ingenieros de prompts” de frases cortas de diagnóstico para enviar a clínicas de IA supervisoras. Como predice el psiquiatra Justin Key en su cuento corto de ciencia ficción “The Algorithm Will See You Now” (Ya está listo para verte el algoritmo), un futuro sin sobresaltos de satisfacción aumentada por la IA ya parece menos probable que “mucha ansiedad inducida por algoritmos”. Mi cursor pasa por encima de los enlaces de suscripción a Glass AI y Nuance DAX, traicionando mi miedo a ser superado o reemplazado. Mi asistente médico, que también es un estudiante de medicina, ya me obliga a mantenerme alerta planteándole preguntas a una IA clínica entre pacientes.
Cómo cristiano además de médico, estoy de acuerdo con el Papa Francisco: “Si queremos seguir a Jesús de cerca, no podemos buscar una vida cómoda y tranquila”. La medicina rara vez es tranquila. De seguro tampoco es cómoda. Hay una diferencia entre buscar una vida tranquila y elegir una vida que nos coloque entre los que sufren. Los médicos de cabecera que anhelan practicar el silencio deberán tomar la difícil decisión de buscar modelos de práctica o formas de trabajo diario que les permitan contemplar a los pacientes como seres y no como máquinas o computadoras. En las palabras del periodista irlandés Robert Lynd, “para ver pájaros es necesario convertirse en parte del silencio”. Podríamos decir que, para ver pacientes, es necesario convertirnos en parte del silencio.
Hace falta amor para arriesgarse al silencio, porque el silencio acoge a los seres que tenemos ante nosotros para que se abran a su propio ritmo.
El aforista Nicolás Gómez-Dávila dijo que “las dos alas de la inteligencia son aprender y amar”. La asistencia primaria en la era de la IA está en riesgo de quedarse sin vuelo, maldecida con una pesada ala de inteligencia que, por más poderosa que sea, sólo puede batirse furiosamente contra el viento mientras el ala del amor se arrastra por el suelo atrofiada y poco utilizada.
Hace falta amor para arriesgarse al silencio, porque el silencio acoge a los seres que tenemos ante nosotros para que se abran a su propio ritmo. En lo que respecta a la asistencia primaria, donde usualmente le damos el espacio a los pacientes para que hablen de su sufrimiento por primera vez, el silencio puede ser la forma de comunicación más inteligente al alcance. Henri Nouwen llamaba a esta forma de escucha la “hospitalidad espiritual por medio de la cual invitas a extraños a volverse amigos, a conocer sus seres interiores de manera más completa, e incluso a atreverse a quedarse en silencio”.
Solo puedo usar mi cerebro periférico de forma sabia si primero me he atrevido a practicar esa inteligencia. Quizás así pueda convertirme en el doctor que es también un vecino que es un poeta, que no espera con su compasión e imaginación a que la mochila cargada de “frases inteligentes” lo aplaste. Quizás, si me atrevo a estar en silencio, me puedo convertir en el tipo de médico que, sin conversar, le devuelve vida a la vida.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos