“El hombre de bien deja herencia a los hijos de sus hijos.”
—Proverbios 13:22
Durante una reciente visita al lugar donde crecí, caminé bajo los árboles que había plantado durante mi adolescencia. Lo que alguna vez fue un conjunto de retoños flacuchos de arce extraídos del bosque y trasplantados con la esperanza de una futura producción de jarabe de arce es ahora una arboleda de nueve metros de altura. El haya púrpura que nos dio un vecino a cambio de plantar una para él, ahora tiene doce metros y en verano da sombra. Las azaleas silvestres, extraídas de los bosques del oeste de Pensilvania para ser plantadas en nuestro cementerio, ahora florecen cerca de las tumbas de muchos de mis mentores de la infancia.
Mi amor de toda la vida por la jardinería y la horticultura comenzó cuando mis padres, Howard y Marion Johnson, nos iniciaron en el cuidado de un jardín familiar que los niños cuidábamos con el asesoramiento de papá. (Él se había sacado las ganas de trabajar la tierra durante la Gran Depresión, cuando pasó innumerables horas de su infancia escardando algodón, seguidas de años de agricultura a gran escala en el sudoeste de Georgia donde cultivó cacahuetes, maíz, batatas y forraje). Y, cuando recuerdo a mis padres, no puedo evitar pensar en su viaje inverosímil hacia el norte desde el Cinturón bíblico, un viaje a través de la biografía y el espíritu.
Mis padres no me dejaron un legado material, sino algo mucho más valioso: una vida vivida en servicio a Jesús, compartiendo en una comunidad total de bienes y dando la bienvenida a todos aquellos que buscaran hacer realidad el reino de Dios aquí y ahora. No me presionaron ni me persuadieron para que hiciera lo mismo, pero su ejemplo de devoción a sus hermanos y hermanas acabó por resultar irresistible.
Papá y mamá comenzaron su vida de comunidad cristiana en Koinonia Farm en Americus, Georgia, justo después de su boda en 1949. Luego, en 1956, se mudaron al Bruderhof. Debido a que yo me fui de Koinonia cuando tenía cuatro años, mis recuerdos son pocos: jugar con Tippy, mi cachorro favorito; tajearme la pierna al saltar de una mesa de chapa corrugada; observar cómo Florence Jordan cortaba la cabeza de una víbora cascabel.
Pero toda mi vida, mis padres me hablaron acerca de la aventura de Koinonia con su postura antirracismo y antibelicista basada en los evangelios y vivida en el contexto de una comunidad cristiana. No se cansaban de hablar acerca de Clarence Jordan, el visionario fundador de Koinonia, y de cómo su testimonio los rescató de su legado de racismo, patriotismo y del sueño de movilidad ascendente propio de la región del Cinturón bíblico. A menudo, mi padre hablaba de su visita a la casa de Martin Luther King Jr. en Montgomery, Alabama, en 1956, poco después de que le arrojaran una bomba. Llegó sin anunciarse y fue bienvenido por el Dr. King e invitado a pasar la tarde. Sus vínculos con Koinonia fueron suficientes para ganarse la confianza y la amistad de la familia.
A medida que crecía, comencé a comprender lo que costó a mis padres la decisión radical de seguir a Cristo. Sus familiares los repudiaron por oponerse a la segregación, y sus prometedoras carreras se vieron truncadas por su decisión de llevar una vida de pobreza voluntaria en Koinonia, donde sus días estaban llenos de trabajo extenuante. Sin embargo, jamás dijeron ni una palabra de queja al respecto.
Más tarde, en los sesenta, papá ―un veterano de la Segunda Guerra Mundial transformado en pacifista― participó en las protestas contra la Guerra de Vietnam en Washington D. C., y trajo a casa publicaciones que mostraban nuestra intervención en el sudeste asiático tal como era. Aconsejó a muchos jóvenes con respecto a cómo volverse objetores de conciencia, un gesto de arrepentimiento por haber cumplido un rol como piloto de un B-29 Superfortress durante la Segunda Guerra Mundial, con el que efectuó varias misiones de bombardeo sobre Japón.
La marcha de 1965 por los derechos civiles desde Selma a Montgomery, a la que papá se unió, se convirtió en un hito en sus recuerdos. Conocedor de los riesgos, antes de marcharse me dijo que quizá no regresaría vivo, y me pidió, a mis trece años, que estuviera listo para cuidar a mi madre y a mis hermanos.
Yo también deseaba dedicar mi vida a la lucha por la justicia racial y contra la guerra, y soñaba con unirme a las turbulentas revoluciones sociales de los sesenta. Sentía que la comunidad en la que estaba creciendo no hacía lo suficiente para combatir activamente los males de la sociedad.
Al mismo tiempo que absorbía el testimonio de mis padres, comencé a trabajar con Alfred Gneiting, el jardinero de la comunidad, quien años después se convertiría en mi suegro. Alfred nació en Alemania y su infancia estuvo ensombrecida por la Gran Guerra. Su alma anhelaba tener alguna forma de responder a aquello. Cuando se rebeló contra el marxismo socialista de su padrastro, participo en la ACJ, que en la época tenía un fuerte enfoque evangelista. Atraído por el Movimiento de la Juventud Alemana, se unió a un grupo libre de jóvenes que viajaba sin rumbo fijo a través de la campiña en busca de una conexión más profunda con la naturaleza y de un escape del statu quo, desde la religión organizada hasta la intriga política y las divisiones de clase. Finalmente, en 1924, a sus veinte años, logró llegar a Sannerz, la primera comunidad del Bruderhof. Allí sus ideales podrían ponerse en marcha.
Al ver mi interés en plantar árboles, Alfred me escogió para que lo ayudara con sus tareas de paisajismo, un trabajo que desempeñé durante mis años de secundaria. De Alfred aprendí a plantar árboles del modo “correcto”: su modo. Exigía una adhesión absoluta a sus instrucciones. Pasábamos horas empujando carretillas de mantillo y compost hasta donde estábamos trabajando, lo que a menudo implicaba subir una cuesta empinada. Debido a su enfisema, Alfred se detenía con frecuencia para recuperar el aliento.
Durante esas pausas solía contarme de su alegría por haber encontrado una vida de comunidad fraternal. Narraba una anécdota tras otra sobre Eberhard Arnold, cuyo amor comprensivo, calidez y claridad sacaban lo mejor de Alfred y de los otros individualistas de convicciones fuertes a quienes Dios había reunido para construir una vida basada en el camino cristiano primitivo. De ese modo, absorbí el legado de los primeros años de la comunidad del Bruderhof y de la voz profética de Arnold. Aunque mi sentido de no pertenencia persistía, las semillas que habían sido sembradas pronto echarían raíces y, más tarde, florecerían.
Después de graduarme de la secundaria en 1969, partí para dejar mi huella en el mundo, lleno de la segura convicción de que estaba listo para lo que fuera. Aunque me sentía orgulloso del esfuerzo de mis padres para construir una alternativa al sueño americano y estaba profundamente influido por el ejemplo de Alfred, no tenía una fe personal en Dios ni creía en Jesucristo. Antes de que pudiera aceptar y apropiarme de mi legado, Dios debía quebrar la confianza que yo tenía en mí mismo, para que pudiera reconocer mi condición de pecador y buscar la paz y la sanación de Cristo en mi propia vida. Como un amigo me dijo una vez: “Dios no tiene nietos. ¡Solo tiene hijos!”.
De regreso a casa durante una visita mientras estaba en la universidad, apenas unos días antes de mi decimoctavo cumpleaños, asistí a un servicio religioso que incluyó una lectura de un texto de Eberhard Arnold: “El gran objetivo”. Reiteraba conceptos que yo había oído repetidamente desde que tenía memoria. Sin embargo, ese domingo 12 de octubre de 1969, mi corazón finalmente se abrió a su mensaje.
El reino de Dios está en el futuro, pero su efecto se extiende al presente. (…) Esta es una justicia que se concreta como una hermandad económica y social entre los hombres; una paz que significa que vivimos en paz unos con otros y que no podemos tener nada que ver con la guerra, la violencia ni los litigios; una alegría que significa que lo que hacemos está regido por el amor hacia los otros y la alegría en ellos. (…) La verdadera prueba de la obra del Espíritu Santo es la unidad y la comunidad en el trabajo y la vida cotidianos, en la armonía de compartir la producción, el consumo, el trabajo y el ocio, la pena y la alegría, las metas, las acciones y la vida completa. Si esta unidad falta, mejor no cantar, orar ni predicar tanto… Una fe confiada ya puede ver la tierra completa inundada de luz con el amanecer del reino de Dios. (…) Por esto debemos vivir y, en la fuerza de la gracia, por lo que podemos vivir. ¡Hay trabajo que hacer!
Al oír esas palabras, caí en la cuenta con una claridad inolvidable que Dios me estaba llamando a vivir por su reino en comunidad absoluta de bienes con estos hermanos y hermanas en particular. El legado de Alfred y de mis padres ahora se había vuelto mío: ellos eran los hombres buenos del proverbio quienes habían “dejado una herencia para los hijos de sus hijos”. Finalmente comprendí que todo aquello que había soñado encontrar había estado justo frente a mí todo el tiempo.
Cincuenta y tres años más tarde, es mi turno hablar con los hombres y mujeres jóvenes de la próxima generación quienes me hacen las eternas preguntas: ¿a qué puedo consagrar mi vida? ¿Cómo puedo hacerla valer? Cuando miro hacia arriba y veo los altos árboles que Alfred y yo plantamos juntos, o las azaleas silvestres que ahora florecen cerca de su tumba, cuando veo cuán lejos se han hundido sus raíces en la buena tierra y unas hacia las otras, me doy cuenta de que se trata de la misma tarea.
Traducción de Claudia Amengual