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CajaLa Biblia: una historia de libertad
La Escritura cuenta una historia de liberación inacabada.
por Heinrich Arnold
jueves, 02 de enero de 2025
Libertad: palabra llena de grandeza y magnetismo, universalmente venerada, celebrada y hecha consigna; a ella le cantamos y por ella peleamos. Pero ¿cuándo fue la última vez que nos detuvimos a pensar qué significa? ¿Es un derecho, un don, una opción, una responsabilidad, una conquista?
La mayoría de las definiciones de libertad giran en torno a lo que el filósofo ruso-británico Isaiah Berlin describió como “libertad negativa”: somos libres cuando nada ni nadie nos impone límites u obligaciones, cuando nadie nos impide hacer lo que queremos, y ninguna ley física nos limita. Las reflexiones en torno a esta clase de libertad suelen centrarse en la libertad alcanzada poniendo fin a la esclavitud u otro tipo de sometimiento.
Pensar en la libertad nos acerca a la naturaleza; evocamos el vuelo libre de un pájaro que surca el cielo a gran altura o la libertad de poder escapar a un lugar agreste en la montaña, su paisaje, sus aromas y sonidos: las maravillas de la creación de Dios. Son todas bellas imágenes de esa forma de libertad, pero ¿es esa la expresión más acabada de libertad que Dios quiere para nosotros? Es real que las aves son libres de volar y la naturaleza parece un ámbito libre de preocupaciones, pero tanto los animales como los fenómenos naturales están sujetos a relaciones de causa y efecto, a la cadena alimentaria y a las leyes universales de la naturaleza.
¿Son equiparables la libertad y la capacidad técnica, es decir, el poder sobre la creación? Los logros asombrosos de la ciencia y la ingeniería refieren a una clase de libertad: utilizamos el agua, el viento y los combustibles para generar electricidad, para las telecomunicaciones, los vuelos, los viajes espaciales, las redes informáticas y, más recientemente, la inteligencia artificial. Sin embargo, con demasiada frecuencia nuestras capacidades técnicas nos llevan a formas de esclavitud: nos volvemos adictos a nuestros dispositivos. Si le confiamos a la tecnología demasiadas tareas, incluidos los procesos creativos, ¿no corremos el riesgo de perder nuestra capacidad de hacer esas tareas, de modo que acabamos perdiendo libertad aun cuando pensamos que la estamos ganando?
Otros piensan en la libertad en términos del poder político; por ejemplo, los Estados Unidos y su gran experimento de fundar una república libre. No hay duda de que gozamos de muchas libertades protegidas, y quienes redactaron la constitución se inspiraron en un ideal de libertad cuyo significado aun hoy seguimos intentando comprender. Sin embargo, la libertad que se consigue a través del poder político es frágil y limitada: todos los gobiernos enfrentan dificultades para asegurar que sus leyes estén alineadas con la verdadera justicia, y todos los políticos están expuestos al poder del dinero y la corrupción.
Por tanto, si bien existe una relación entre poder y libertad, no son equiparables.
No cabe duda de la importancia de la libertad negativa, “ser libre de”, y también de la libertad en términos de derechos políticos. Pero igualmente sustancial es su contraparte, lo que Berlin llamó libertad positiva: “ser libres para”, es decir, nuestra capacidad interior de actuar y de hacerlo conforme a la razón y al bien. Esta clase de libertad se conoce como virtud. Sin embargo, esto tampoco alcanza para clarificar la naturaleza de la libertad.
Veamos ahora qué dice la Biblia sobre este tema.
“Para libertad fue que Cristo nos hizo libres”, escribió Pablo (Gálatas 5:1). Esta afirmación es casi una exaltación de la libertad: Jesús nos hizo libres para la libertad. ¿Qué libertad es esta que aparece como un fin en sí misma? Sabemos que somos creados para Dios, por lo tanto, esta libertad, la libertad que Pablo describe, debe ser parte de la naturaleza de Dios, y por esa misma razón, parte esencial de su designio para los seres humanos portadores de su imagen. Seguidamente, Pablo les advierte a los gálatas: “manténganse firmes y no se sometan nuevamente al yugo de esclavitud”.
La liberación de la esclavitud es la historia del pueblo elegido de Dios. A partir del mandato “Deja ir a mi pueblo” se formó una nueva nación consagrada a Dios (Éxodo 5:1). Dios llamó a Moisés y le dio instrucciones efectivas y algo espectaculares para sacar a su pueblo de la esclavitud en Egipto y conducirlo a una nueva vida como pueblo libre. Él quería establecer una relación con su pueblo en libertad, y así fue que los liberó.
Sin embargo, liberarse de la esclavitud exterior es solo el comienzo. Ser libres exige tomar decisiones. Y la libertad que Dios quiere para su pueblo es su fidelidad voluntaria, y más que voluntaria: él espera una fidelidad nacida del gozo y el amor, que confiemos en su bondad y nos mantengamos fieles al espíritu de sus mandamientos. Es para esta relación que nos dio el libre albedrío.
El comienzo del libro de Génesis nos muestra que Dios nos creó para llevar a cabo su obra en libertad, no por obediencia ciega ni de la manera en que lo hacen los animales irracionales. Así describe el texto el momento en que Dios bendijo al hombre y la mujer y les encomendó: “¡Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los animales que se arrastran por el suelo!” (Génesis 1:28).
La libertad es sobre todo la capacidad de amar, una capacidad que nosotros no podemos generar.
Nuestra primera tarea es de libertad: somos libres de comer “todas las plantas que producen semilla y todos los árboles que dan fruto con semilla” (Génesis 1:29). Somos libres, y esa libertad es parte integral de nuestra tarea. Dios le dio a Adán autoridad y libertad para el que fue su primer trabajo: dar nombre a todo ser viviente: “Entonces Dios el Señor formó de la tierra toda ave del cielo y todo animal del campo. Se los llevó al hombre para ver qué nombre les pondría. El hombre puso nombre a todos los seres vivos y con ese nombre se les conoce” (Génesis 2:19).
Pero la verdadera libertad no es ilimitada. El hecho de que tengamos libre albedrío no significa que todo lo que decidimos y elegimos hacer está bien. En efecto, la razón por la que tenemos voluntad –albedrío– es para que nuestra voluntad llegue a alinearse con el bien, es decir, con la voluntad de Dios.
Ahora bien, en ocasiones, queremos definir el bien según nuestro deseo o parecer, es decir, pretendemos arrogarnos no solo la capacidad de ponerle nombre a los animales, sino de decidir qué está bien y qué está mal. Pero el bien y el mal no están sujetos a nuestra voluntad. La paradoja se hace manifiesta al comienzo mismo del relato de Adán y Eva: “Dios el Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara. Dios el Señor le ordenó al hombre: ‘Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer. El día que de él comas, sin duda morirás’” (Génesis 2:15-17).
Nuestros antepasados conocían cuál era el límite establecido por Dios, pero tuvieron la libertad de traspasarlo, y así lo hicieron. “La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que era atractivo a la vista y era deseable para adquirir sabiduría; así que tomó de su fruto y comió. Luego dio a su esposo, que estaba con ella, y él también comió” (Génesis 3:6).
Aun después de haber sido expulsados del jardín, Adán tuvo que seguir haciéndose cargo de tomar decisiones, de cultivar la tierra, de ponerle nombre a todo lo creado: “El hombre llamó Eva a su mujer porque ella sería la madre de todo ser viviente” (Génesis 3:20).
Entonces Dios, que les dio a Adán y Eva completa libertad, incluida la libertad de apartarse de él, extendiendo su mirada a través del tiempo hasta la consumación de su plan, respondió con un gesto de amor servicial, anticipo del sacrificio que un día haría posible que los descendientes de Adán y Eva volvieran a él: “Dios el Señor hizo ropa de pieles para el hombre y su mujer, y los vistió” (Génesis 3:21).
Este relato por sí solo pone en evidencia que la libertad, la capacidad de decidir y actuar libremente y la importancia de usar esa capacidad al servicio del bien, es parte esencial del plan que Dios tiene para nosotros, su pueblo.
En la Biblia, igual que en nuestra época, hay en juego un factor político en la libertad. La libertad del pueblo de Dios es una libertad enmarcada en un pacto: un acuerdo vinculante para ambas partes, que conlleva responsabilidades.
Así, el pacto entre Dios y Abraham está cimentado en el ideal de libertad. En Génesis 17:2, Dios dice: “confirmaré mi pacto contigo”. Los pactos requieren compromiso de acción de ambas partes; no son meros contratos, sino que implican compromiso y entrega personal de cada una de las partes. Esto explica por qué Dios continuamente nos anima a involucrarnos personal y voluntariamente con su pacto.
Hay muchos ejemplos de esto en la Biblia. Desde el comienzo, los jefes de las tribus y de otros grupos más pequeños no fueron designados por mandato, sino que el pueblo los eligió libremente (Deuteronomio 1:13). La obediencia a los mandamientos siempre es por propia y libre decisión y no bajo coacción. Moisés exhorta al pueblo a elegir hacer la voluntad de Dios (Deuteronomio 30:19), y también Josué exhorta a los israelitas a elegir servir al Señor. Esta libertad, se nos dice, no es equiparable a una independencia absoluta, sino que es más bien una libertad para servir. “Pero si les parece mal servir al Señor, elijan ustedes mismos a quiénes van a servir: a los dioses que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuya tierra ustedes ahora habitan. Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor” (Josué 24:15).
La literatura sapiencial ahonda en esta idea: debemos “escoger” el camino del bien (Salmos 25:12) y “escoger” el temor del Señor (Proverbios 1:29). Más aun, tenemos la capacidad de rechazar la violencia y el mal por nuestra propia voluntad (Proverbios 3:31). Pero los libros de sabiduría también revelan que las continuas malas decisiones impactan negativamente en nuestra voluntad; la voluntad se debilita cuando vuelve a caer en la misma trampa una y otra vez (Proverbios 5:22). Es precisamente para enfrentar esta tendencia de nuestra voluntad a dejarse esclavizar, la tendencia del ser humano a dejarse esclavizar, que Dios tiene un plan a largo plazo.
No sorprende, pues, que la idea de libertad esté integrada en todas las profecías referidas a Jesús. En la profecía de Isaías acerca del liderazgo de un niño, la capacidad de ese niño de escoger entre el bien y el mal será la señal de una futura victoria contra los reyes enemigos de Israel (Isaías 7:15). Y el propio Isaías anuncia cómo será esa victoria: “El Espíritu del Señor y Dios está sobre mí”, escribe el profeta en su propia voz que es también la voz del que ha de venir, “por cuanto me ha ungido para anunciar buenas noticias a los pobres. Me ha enviado a sanar los corazones heridos, a proclamar libertad a los cautivos y la liberación de los prisioneros,” (Isaías 61:1).
Para Pablo, la libertad es uno de los aspectos más importantes del seguimiento a Jesús y del ser parte del pueblo de Dios. En la carta a los romanos plantea que la victoria de Cristo hará libres no solo a los seres humanos, sino a toda la creación “pues fue sometida a la frustración, no por su propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Romanos 8:20-21).
Allí donde está Dios, está también su libertad: “Pero cada vez que alguien se vuelve al Señor, el velo es quitado. Ahora bien, el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:16–18).
De todos los libros del Nuevo Testamento, Gálatas es el que incluye más referencias a la libertad. El tema de la esclavitud y la libertad atraviesa toda la carta. En el comienzo, por ejemplo, Pablo explica que los falsos hermanos se infiltraron en la congregación para espiar la libertad que los gálatas tenían (Gálatas 2:4). Según parece, su intención era hacerlos esclavos nuevamente.
Más adelante, Pablo argumenta con elocuencia que en Jesús desaparecen todas las categorías que dividen a los seres humanos, incluidas las categorías “libre” y “esclavo”. En cambio, dice el apóstol: “todos ustedes son uno solo” (Gálatas 3:28). El punto culminante de todo su planteo es su gran recordatorio, advertencia y promesa: “Cristo nos libertó para que vivamos en libertad” (Gálatas 5:1).
Para Pablo, la libertad no era simplemente “ya no soy esclavo” o “no estoy sujeto a la ley”. No fuimos liberados de la esclavitud o de la ley para vivir según nuestros cálculos o conveniencia, siendo complacientes con nuestros deseos. Por el contrario, esta libertad implica una manera completamente nueva de estar en el mundo; la nueva manera de vivir a la que Jesús llamó a su pueblo. Nacer de lo alto nos libera de las cadenas del pecado que generan conductas adictivas y nos impiden hacer el bien. Cuando quedamos libres de esas cadenas, recibimos el poder de vivir la vida verdadera: una vida de amor y servicio. Ese poder, esa virtud, se llama libertad. Por este motivo Pablo, hablándole a su rebaño en Galacia, les recuerda el propósito para el cual fueron dejados en libertad. “Les hablo así, hermanos, porque ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor. En efecto, toda la Ley se resume en un solo mandamiento: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’” (Gálatas 5:13–4).
¡Qué extraordinaria paradoja! Somos llamados a vivir en libertad, pero, por amor, tenemos que ser esclavos unos de otros. No estamos obligados a cumplir la ley ceremonial judía, sino que hemos sido revestidos de poder para poner en práctica lo que ella representa: el amor a Dios expresado en el amor a nuestro prójimo. El corazón de Dios es amor. Guardar estos dos grandes mandamientos es libertad.
¿Qué dice Jesús en los Evangelios acerca de la libertad? Absolutamente todo. El evangelio de Jesús en su totalidad, la buena noticia del reino y su manera de vivir y trabajar, todo es una proclamación de libertad. Se ha hecho referencia a Jesús como un nuevo Moisés, y mayor aún que aquel, que guía a su pueblo de la esclavitud a la libertad y lo lleva a una tierra nueva, su reino, cuyo signo es la libertad. El Evangelio de Lucas relata el comienzo del ministerio de libertad de Jesús, y volvemos a escuchar las palabras del profeta Isaías: “Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor” (Lucas 4:18-19).
Jesús anunció que esas palabras se habían cumplido aquel día en presencia de quienes lo estaban escuchando en la sinagoga. Es Jesús quien libera a los cautivos; él trae libertad. La libertad es un pilar de su ministerio. Pero esa libertad es precisamente la libertad de una nueva alianza, un nuevo pacto de entrega personal y compromiso mutuo. La promesa de Jesús es gracia y salvación por su sangre. Para ser parte de este pacto, nos arrepentimos de nuestro pecado, creemos la buena noticia que Cristo venció a la muerte y ahora Dios verdaderamente nos ofrece la libertad, y somos bautizados; pasamos por las aguas del bautismo hacia la libertad, así como el pueblo de Israel cruzó a través del Mar Rojo. El bautismo es la señal del nuevo pacto, así como la circuncisión lo fue del antiguo. Arrepentirse, creer y ser bautizado para vivir la vida en libertad, la vida en el reino. En otras palabras, seguir a Jesús como Señor y Rey.
La sanidad y los exorcismos fueron una marca del ministerio de Jesús, que veía estas acciones como un dejar en libertad a quienes vivían esclavizados, sujetos por ataduras. En el relato de la mujer que llevaba dieciocho años encorvada, las primeras palabras de sanidad de Jesús son: “¡Mujer, quedas libre de tu enfermedad!” (Lucas 13:12). Cuando lo cuestionan por haberla sanado, Jesús argumenta su acción a partir de la noción de libertad: la enfermedad encadena; la sanidad libera: “¡Hipócritas! —le contestó el Señor—. ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro en sábado y lo saca del establo para llevarlo a tomar agua? Sin embargo, a esta mujer, que es hija de Abraham y a quien Satanás tenía atada durante dieciocho largos años, ¿no se le debía quitar esta cadena en sábado?” (Lucas 13:15–16).
Juan relata la curación de un hombre paralítico que llevaba treinta y ocho años tendido junto al estanque de Betesda con la esperanza de sanar. Jesús ve su dolorosa situación y le hace una pregunta clave: “¿Quieres quedar sano?” (Juan 5:6). De alguna manera, Jesús nos hace la misma pregunta, aunque en otros términos: ¿Quieres ser libre?
¿Qué libertad es esta? Volvemos una vez más a la noción de libertad positiva, la libertad de poder hacer el bien. En un texto que es central en el Evangelio de Juan, Jesucristo dice expresamente cual es la libertad que él nos ofrece:
“Jesús se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo: ‘Si se mantienen fieles a mis palabras, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres’. Ellos le respondieron: ‘Nosotros somos descendientes de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir que seremos liberados?’”.
Jesús les respondió: “Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado. Ahora bien, el esclavo no se queda para siempre en la familia; pero el hijo sí se queda en ella para siempre. Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres” (Juan 8:31-36).
Por su propia naturaleza, la libertad escapa a cualquier intento de captura, no hay palabra ni pensamiento que pueda contenerla. Así también ocurre con el Espíritu Santo, el Espíritu de libertad; no es posible encerrarlos en una definición. Pero la conocemos, la sentimos. La libertad es sobre todo la capacidad de amar, una capacidad que nosotros no podemos generar; después de todo, éramos esclavos: del diablo, del miedo a la muerte, de la debilidad de la carne, de nuestro propio pecado. Pero “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Solo Jesucristo puede darnos la libertad, y si el Hijo nos da la libertad, entonces seremos verdaderamente libres.
Traducción de Nora Redaelli