Subtotal: $
CajaExtracto de la novela Los hermanos Karamazov. El moribundo starets (padre) Zósimo relata a sus discípulos un momento clave de su niñez.
Mis queridos padres: nací en una lejana provincia del norte, en V... Mi padre era noble, pero de condición modesta. Como murió cuando yo tenía dos años, no me acuerdo de él. Dejó a mi madre una casa de madera y un capital suficiente para vivir con sus hijos sin estrechez. Los hijos éramos dos: mi hermano mayor, Marcel, y yo, Zenob. Marcel tenía ocho años más que yo y era un joven impulsivo, irascible, pero bondadoso, sin ninguna malicia, extrañamente taciturno, sobre todo cuando estaba en casa con mi madre, los sirvientes y yo. En el colegio era buen alumno. No alternaba con sus compañeros, pero tampoco reñía con ellos, según me decía mi madre. Seis meses antes de cumplir los diecisiete años, edad en la que entregó su alma a Dios, empezó a tratar a un deportado de Moscú, desterrado a nuestra ciudad por sus ideas liberales. Era éste un sabio, un filósofo que gozaba de gran prestigio en el mundillo universitario. Tomó afecto a Marcel y lo recibía de buen grado en su casa. Mi hermano pasó largas veladas en su compañía. Esto duró todo el invierno, hasta que el deportado, que había solicitado un cargo oficial en Petersburgo, donde tenía protectores, lo obtuvo.
Al llegar la Cuaresma, Marcel se negó a ayunar. De su boca salían frases de burla como ésta:
—Todo eso es absurdo. Dios no existe.
Mi madre se estremecía al oírlo. Y también los criados, a incluso yo, pues, aunque era un niño de nueve años, estas ideas me aterraban. Teníamos cuatro criados, todos siervos, que compramos a un terrateniente amigo nuestro. Recuerdo que mi madre vendió por sesenta rublos uno de ellos, la cocinera, que era vieja y coja, y tomó para sustituirla a una sirvienta libre. En la Semana Santa, mi hermano se sintió de pronto peor. Era un muchacho propenso a la tuberculosis, de talla media, delgado y débil, aunque en su rostro había un sello de distinción. Se enfrió y, poco después, el médico dijo en voz baja a mi madre que Marcel sufría una tisis galopante y que no pasaría de la primavera. Mi madre se echó a llorar y, con grandes precauciones, rogó a mi hermano que cumpliera con la Iglesia, pues Marcel estaba en pie todavía. Al oír esto, mi hermano se enfadó y empezó a despotricar contra la Iglesia; pero, al mismo tiempo, comprendió que estaba enfermo de gravedad y que ésta era la causa de que mi madre le enviara a cumplir con la religión.
Él sabía desde hacía mucho tiempo que estaba condenado a muerte. Hacía un año, nos había dicho una vez en la mesa:
—Mi destino no es convivir con vosotros en este mundo. Tal vez no dure ni siquiera un año.
Fue como una profecía. Al año siguiente, tres días después de haberle dicho mi madre que cumpliera con sus deberes religiosos, empezó la Semana Santa. Desde el martes, mi hermano fue a la iglesia.
—Hago esto por ti, madre —le dijo—: quiero tranquilizarte y verte contenta.
Mi madre lloró de alegría y de pesar a la vez. «Para que se haya producido en él semejante cambio —pensó— es necesario que su fin esté próximo.»
Pronto hubo de guardar cama, de modo que confesó y comulgó en casa. Los días eran claros y serenos; el aire estaba cargado de perfumes. La Pascua había caído demasiado tarde aquel año.
Mi hermano se pasaba la noche tosiendo. Apenas dormía. Por las mañanas se vestía y probaba a estar sentado en un sillón. Me parece estar viéndole en su butaca, sonriente, lleno de paz y dulzura, enfermo, pero con el semblante alegre. Había cambiado por completo: era aquélla una transformación sorprendente. La vieja sirvienta entraba en la habitación.
—Déjeme encender la lámpara de la imagen, querido.
—Enciéndela. Antes te lo prohibía porque era un monstruo. Lo que tú haces, lo mismo que la alegría que yo siento, es como una plegaria. Por lo tanto, los dos oramos al mismo Dios.
Estas palabras eran incomprensibles. Mi madre se fue a llorar a su habitación. Al volver junto a mi hermano, se enjugó las lágrimas.
—No llores, madre mía —decía a veces—. Viviré todavía mucho tiempo, y tú y yo nos divertiremos juntos. ¡Es tan alegre la vida!
—¿Alegre? ¿Cómo puedes decir eso cuando pasas las noches con fiebre y tosiendo con una tos que parece que el pecho se te va a romper?
—No llores, mamá. La vida es un paraíso. Lo que pasa es que no queremos verlo. Si quisiéramos verlo, la tierra entera sería un paraíso para todos.
Estas palabras sorprendieron a cuantos las escucharon, por su extraño sentido y su acento de resolución. Los oyentes estaban tan conmovidos, que les faltaba poco para echarse a llorar.
Nuestras amistades venían a casa.
—Mis queridos amigos —les decía mi hermano—, ¿qué he hecho yo para merecer vuestro afecto? ¿Cómo podéis quererme tal como soy? Antes yo ignoraba vuestra estimación: no sabía apreciarla.
A los sirvientes que entraban en su habitación les decía:
—Amigos míos, ¿por qué me servís? Si Dios me concediera la gracia de vivir, os serviría yo a vosotros, pues todos debemos servirnos mutuamente.
Mi madre, al oírle, movía la cabeza.
—Es tu enfermedad, hijo mío, lo que te hace hablar de esta manera.
—Mi querida madre, ya sé que ha de haber amos y servidores, pero yo quiero servir a mis criados como ellos me sirven a mí. Y aún te diré más, madre mía: todos somos culpables ante los demás por todos y por todo, y yo más que nadie.
Al oír esto, mi madre sonrió a través de sus lágrimas.
—¿Cómo puedes tener tú más culpa que todos ante los demás? Hay asesinos, bandidos... ¿Qué pecados has cometido tú que sean más graves que los de todos tus semejantes?
—Mi querida mamá, mi adorada madrecita — solía decir entonces estas cosas dulces, inesperadas—, te aseguro que todos somos culpables ante todos y por todo. No sé explicarme bien, pero veo claramente que es así, y esto me atormenta. ¿Cómo se puede vivir sin comprender esta verdad?
Cada día se despertaba más enternecido, más feliz, más vibrante de amor. El doctor Eisenschmidt, un viejo alemán, lo visitaba.
—Dígame, doctor —bromeaba a veces—, ¿viviré un día más? —Vivirá usted mucho más de un día —respondía el médico—: vivirá meses, años...
Y él exclamaba:
—¿Meses, años? Al hombre le basta un día para conocer la felicidad... Mis queridos y buenos amigos: ¿por qué hemos de reñir, por qué guardarnos rencor? Vamos al jardín a pasear, a solazarnos. Bendeciremos la vida y nos abrazaremos.
—Su hijo no puede vivir —decía el médico a mi madre cuando ella le acompañaba a la puerta—. La enfermedad le hace desvariar.
Su habitación daba al jardín, donde crecían árboles añosos. Los retoños habían brotado; llegaban bandadas de pájaros; algunos cantaban ante su ventana, y para él era un placer contemplarlos. Un día empezó a pedirles perdón también a ellos.
—Pájaros de Dios, alegres pájaros: perdonadme, pues también contra vosotros he pecado.
Nosotros no lo comprendimos. Él lloraba de alegría.
—La gloria de Dios me rodeaba: los pájaros, los árboles, los prados, el cielo... Y yo llevaba una vida vergonzosa, insultando a la creación, sin ver su belleza ni su gloria.
—Exageras tus pecados —suspiraba a veces su madre.
—Mi querida madre, lloro de alegría, no de pesar. Quiero ser culpable ante ellos... No sé cómo explicártelo... Si he pecado contra todos, todos me perdonarán, y esto será el paraíso. ¿Acaso no estoy ya en él?
Y aún dijo muchas cosas más que he olvidado. Recuerdo que un día entré solo en su habitación. Era el atardecer; el sol poniente iluminaba el aposento con sus rayos oblicuos. Me dijo por señas que me acercara, apoyó sus manos en mis hombros, estuvo mirándome en silencio durante un minuto y al fin dijo:
—Ahora vete a jugar. Vive por mí.
Yo salí de la habitación y me fui a jugar. Andando el tiempo, me acordé muchas veces de estas palabras llorando. Todavía dijo muchas más cosas desconcertantes, admirables, que no pudimos comprender entonces. Murió tres semanas después de Pascua, con todo el conocimiento, y aunque últimamente ya no hablaba, siguió siendo el mismo hasta el fin. La alegría brillaba en sus ojos, nos buscaba con ellos, nos sonreía, nos llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de su muerte. Yo era un niño entonces, pero todo esto dejó en mi corazón una huella imborrable que se había de manifestar posteriormente.
Recuperado de Ataun.net, traducción perteneciente al dominio público.
Imágenes: Snow Buntings de Cephas. Fuente: Wikimedia Commons