«Mamá, ¿por qué ningún compañero de mi clase sabe el nombre de su ángel de la guarda?» Ahí vamos otra vez: mi hija de cinco años y sus imposibles preguntas. Para ella, la identidad de su ángel nunca estuvo en duda: siempre supo que era su tío D, un tío a quien nunca conoció, a menos que se cuenten dos años de tiempo compartido (suponiendo que haya alguna medida de tiempo allá en lo alto) antes de su nacimiento y después de la muerte de su tío.
No fui yo quien le dio la idea, aunque admito que mis hijos me han escuchado contar innumerables historias sobre Duane. Mi hermano nunca pudo hablar ni caminar, pero vivió treinta y un años y vivió bien. En torno a él se modeló el corazón de cada miembro de la familia, y estábamos tan habituados a conversar con Duane de manera unilateral que aún hoy me sorprendo hablándole mentalmente, con la sensación de que está muy cerca escuchándome en silencio, con el mentón inclinado. Una sensación que no se explica solo por la fotografía que cuelga en la pared del living.
Bien sé que, en nuestra pequeñez humana, jamás alcanzamos a comprender el mundo de los ángeles: seres magníficos, inescrutables, creados en un tiempo anterior al nuestro. Aun así, no solo la niña a mi lado, sino también la niña dentro de mí se aferra a la idea de que Dios se ocupa de las tareas de los ángeles de la guarda en el aquí y ahora, y es posible que decidiera encomendarle a un tío el cuidado de una sobrina pequeña muy propensa a los accidentes.