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CajaEstamos en la plenitud de los tiempos. Desde la primera venida de Cristo que marca el origen del cristianismo hasta la segunda venida, a la cual se refiere también San Pablo (Ti 2:13), diciéndonos a los que estamos celebrando la Navidad que, si hoy hay alegría en el recuerdo de aquella espera de Cristo hace veinte siglos, los cristianos deben de vivir la gran alegría, la gran esperanza de que retornará para coronar la plenitud de los tiempos a recoger todo el trabajo de su Iglesia, a recoger toda la buena voluntad de los cristianos, todo lo que se ha sembrado en el sufrimiento, en el dolor, lo recogeremos convertido ya en el reino definitivo que no puede dejar de cumplirse. Vendrá ese reino de justicia, vendrá ese reino de paz, no nos desanimemos, aun cuando el horizonte de la historia como que se obscurece y se cierra, y como si las realidades humanas hicieran imposible la realización de los proyectos de Dios. Dios se vale hasta de los errores humanos, hasta de los pecados de los hombres, para hacer surgir sobre las tinieblas lo que ha dicho Isaías: «Un día se cantará también no solo el retorno de Babilonia sino la liberación plena de los hombres. El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; habitaban tierras de sombras pero una luz ha brillado» (Is 9:1).
En esta noche Santa, hermanos, la luz que fulgura en Belén es el signo de nuestra esperanza, no nos desanimemos ante las pruebas de nuestra esperanza, esperemos contra toda esperanza, aferrémonos a esa plenitud de los tiempos, vivamos ese ideal de Dios que tiene que realizarse. La Navidad es un mensaje de optimismo que yo quisiera clavar muy adentro en el corazón de cada cristiano para que esta noche marcara, como la palabra divina nos lo está haciendo, una noche que marque el principio de un reino de Dios que se espera con seguridad.
Cuando Cristo llama a los bienaventurados, les dice esta palabra: «Venid, benditos, a poseer el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25:34). No es un reino improvisado. Miren como la historia comienza por una voluntad de Dios. La historia, si es cierto que los hombres tenemos mucha participación en ella, Dios es el Señor de la historia. La historia arrancó de la voluntad de Dios. La creación fue el primer gesto de Dios, no existía nada, y cuando comenzó a existir, ya tuvo en su mente un reino suyo. Los príncipes de esta creación, los hombres, van a llegar a desembocar en el reino de la salvación, en el reino de la gloria; por eso es eterno el reino de Cristo, porque no ha sido inventado por los hombres sino en la mente de Dios tuvo su origen. Y cuando la segunda lectura de hoy nos dice que Cristo, como un rey que ha conquistado todo bajo su manto (1 Co 15:27), le va a decir al Padre eterno la bella palabra, la satisfacción suprema del hombre que ha cumplido el deber, como lo dijo en la cruz: consumatum est, «todo se ha cumplido» (Jn 19:30), al fin de los tiempos, me imagino a Cristo, rey universal de las cosas conquistadas por la redención: misión cumplida.
Y dice San Pablo: «Entregará su reino al Padre para que Dios sea en todo, en todos» (1 Co 15:24-28). ¿No les parece hermanos que será una gloria muy hermosa, yo criatura de este reino de la creación ser un átomo siquiera en aquel reino que Cristo entregará al Padre y que no perecerá nunca? ¿Quién está solo en la historia, quién es un átomo que se pierde en la distancia? Todo está previsto, hasta el niño más chiquito, hasta el campesino cortador de café que no encuentra el aprecio de sus hermanos, hasta el más chiquito encontrará su puesto en este reino que el Cristo entregará al Padre y será todo en todos, sin excepción. ¿Quién será grande en ese reino de los cielos? El que se haya llenado más de Cristo.
Cuando termine la historia y Cristo le entregue la historia al Padre, seguirá viviendo este reino como un adorno, como un vestido, como un palacio, como un templo de Dios eternamente. Somos piedras vivas –decía San Pedro– edificando ese reino eterno de Dios (1 Pe 2:5).