“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. Éste es el primer mandamiento.

El problema es: ¿Cómo amar a Dios? Somos plenamente conscientes de la dureza de nuestros corazones y, a pesar de que todos los escritores religiosos nos digan que el sentimiento no es necesario, queremos sentir y, de ese modo, saber que amamos a Dios.

“No puedes buscarle si aún no le has encontrado”, dice Pascal, y también es verdad que amas a Dios si quieres amarle. Uno de los hechos más desconcertantes de la vida espiritual es que Dios te toma la palabra. Tarde o temprano, uno tiene la oportunidad de demostrar su amor. La palabra latina dilligo se suele traducir por yo amo, pero en realidad significa yo prefiero. Estaba muy bien amar a Dios en sus obras, en la belleza de su creación, que fue coronada por mí con el nacimiento de mi hijita (…) El objeto final de este amor y esta gratitud era Dios. Ninguna criatura humana podía recibir o contener tan inmenso caudal de amor y alegría como yo sentía a menudo después del nacimiento de Teresa. Con ella llegó la necesidad de rezar, de adorara. Yo había oído decir a muchas personas que querían adorar a Dios y su manera y que no necesitaban una iglesia en la que rezarle, ni una comunidad de personas con la que asociarse. Pero yo no estaba de acuerdo. Mi experiencia como radical y toda mi manera de ser me llevaban a desear asociarme con otros, con las masas, para amar y glorificar a Dios.


Apuntes de un retiro poco después de su bautismo en la Iglesia católica.

El padre Roy nos habló de lo natural y de lo sobrenatural; de que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios; de que teníamos la obligación de despojarnos del hombre viejo y poner en su lugar a Cristo; de que habíamos sido hechos hijos de Dios gracias a la semilla de la vida sobrenatural que no fue infundida en el bautismo; y de la necesidad de que procuráramos que la semilla germinara y diera fruto. Teníamos que aspirar a la perfección y dejarnos guiar por la locura de la cruz.

El padre Roy no sólo subrayó las obligación que pesaba sobre nosotros, en razón de los compromisos adquiridos en el bautismo de dejar el mundo, el demonio y la carne, sino que habló también de los medios para conseguirlo, actuando siempre impulsados por lo que él llamaba “motivo sobrenatural” (motif, de acuerdo con su pronunciación), pues de este modo dábamos una dimensión sobrenatural a todos nuestros actos cotidianos. Si hacíamos obras de misericordia para que nos elogiaran los hombres, o por orgullo, por vanidad o por una sensación de poder, ya habíamos recibido la recompensa. Si las hacíamos por amor a Dios, de acuerdo con cuya imagen había sido creado el hombre, Dios nos premiaría; entonces las hacíamos por un motivo sobrenatural. En esta vida había poca libertad, salvo en el ámbito de la motivaciones y las intenciones. Podíamos hacer las cosas o bien porque nos sentíamos impulsados a hacerlas, o bien porque amábamos a Dios y queríamos. Y no importaba que no nos costara ningún sacrificio despojarnos del hombre viejo y poner al nuevo en su lugar; Dios verá que lo hicimos en el curso natural de los acontecimiento, de la misma manera que fuimos envejeciendo, perdimos poco a poco la capacidad de vivir, el sentido de la vista, los dientes, el oído. “Oh, sí, estamos desprotegidos –dijo riendo alegremente–. Tambo amó Dios al mundo…”, gritó con un estremecimiento en su voz. Dios era aquel sabueso del cielo que no perseguía, que no nos dejaba escapar.