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CajaLibertad en comunidad
Encauzar la propia libertad para evitar el peligro ajeno es servir a Cristo, y su meta constante ha de ser fomentar la paz y construir la vida común.
por Juan Mateos
viernes, 15 de julio de 2016
Cabe expresar la libertad en función de la fe; por ser ésta conciencia del amor de Dios, causa libertad. Cuanto mayor sea la percepción de ese amor, mayor libertad habrá; por eso pudo escribir san Pablo: «Hay quien tiene fe para comer de todo; otro, en cambio, que no tiene tanta, come sólo verduras» (Rom 14:2). El hombre de fe robusta, correlativa a una experiencia más intensa de Dios, es más libre; su ley no son reglas exteriores, sino el amor que lo ilumina. Su única norma es contribuir al bien del individuo y del grupo, o sea el respeto y la responsabilidad por los otros.
Viene aquí a propósito recordar la controversia de san Pablo con algunos cristianos de Corinto, que en nombre de la libertad se desentendían del prójimo. Se trataba de comer o no la carne sacrificada a los dioses paganos. Los emancipados esgrimían su slogan: «Todo me está permitido» (1 Cor 6:12); liberados gracias a Cristo, se han acabado los escrúpulos en el uso de las cosas. Deducían poder comportarse sin miramientos con nadie.
San Pablo aprueba el principio: es verdad que todo está permitido, es decir, que toda criatura es buena si se usa dando gracias a Dios. Pero ese principio es una abstracción y no tiene en cuenta el contexto en que la acción se desarrolla. Para la conducta concreta el primer principio es distinguir lo que ayuda de lo que perjudica; esta norma es absoluta, siendo la aplicación al caso particular del mandamiento de amar al prójimo, cuya exigencia elemental es no dañar a otro: «Uno que ama a su prójimo no le hace daño» (Rom 13:10). Traducida a nuestro lenguaje, esta exigencia se llamaría tener sentido de responsabilidad.
La liberación es requisito para la libertad y, por tanto, también para el amor fraterno.
Volviendo a los corintios, éstos se engañaban al fomentar su egoísmo bajo capa de libertad. Daban gracias a Dios por los alimentos, pero sin tener en cuenta a los hermanos (1 Cor 8:9-12); separaban a Dios de la responsabilidad por el prójimo, y esa hendidura es la bocacalle del pecado.
Cundía entre ellos un espíritu individualista que los incitaba a gozar de sus dones a solas, sin ponerlos al servicio ajeno. La persuasión de saber más y mejor que los otros, o como lo expresaban ellos, de «tener conocimiento», los engreía. San Pablo les recuerda que la vocación cristiana es social y que lo constructivo no es el saber individualista, sino el amor que Dios da (ibíd. 8:2-3). El Apóstol no niega la libertad, de la que él tenía más conciencia que nadie, niega una libertad sin norte, irresponsable, que fatalmente se ponía al servicio del egoísmo: «Cuidado con que esa libertad vuestra no haga tropezar a los inseguros ... , tu conocimiento llevará al desastre a un hermano por quien Cristo murió» (ibíd. 8:9.11). Su conclusión personal era que la libertad se orienta y se limita a sí misma al sentirse responsable por los demás: «Si por cuestión de alimento peligra un hermano mío, nunca volveré a comer carne» (ibíd. 8:13). Es instructivo observar que Pablo, ante la libertad dañosa de los corintios, no la limita dando normas, la educa suscitando con su argumentación el sentido de responsabilidad por los otros. Educar al hombre no consiste en encerrarlo en preceptos que lo coarten, sino en despertar su estima, respeto e interés por el prójimo, haciéndolo un individuo responsable. Todo otro procedimiento es ineficaz y, a la larga, contraproducente.
La liberación es requisito para la libertad y, por tanto, también para el amor fraterno. Quien está mediatizado por temores, ambiciones o coacciones no puede decidir libremente por el bien del prójimo; sus opciones caen siempre en el lazo de la pusilanimidad, del interés o del sometimiento. Por eso Cristo libera del temor a los hombres, de los cepos de la ambición y de la esclavitud a la Ley: «Para que seamos libres nos ha liberado Cristo» (Gál 5:1).
El sentido de responsabilidad no entraña, sin embargo, la obligación de seguir cualquier capricho o escrúpulo ajeno; en la mayor parte de los casos bastan el respeto y la tolerancia mutuos. Para citar un ejemplo del Nuevo Testamento, recordemos la estridente diversidad de opiniones que se daba en la comunidad de Roma en tiempos de san Pablo. El Apóstol escribe su carta para solucionar la tirantez que se había creado.
Los partidos extremos estaban representados por un grupo que se consideraba obligado a seguir las prescripciones mosaicas y otro que se afirmaba totalmente desligado de ellas. Lo grave del caso no consistía en la diversidad de observancias, sino en la intolerancia mutua, que por lo que parece llegaba hasta la negativa a participar en la eucaristía común.
San Pablo comienza su exhortación aseverando que la persona tiene precedencia sobre la ideología. Se dirige a los liberados, «los robustos», como ellos, sin duda, se titulaban (Rom 15:1): «Acoged al que es débil en la fe sin discutir opiniones», sin levantar un muro de ideas que impidan la comunicación. El epíteto «débil» o «enfermo», que de las dos maneras puede traducirse, indica que no se trataba de una mera convicción intelectual, sino de una persuasión arraigada en la emotitividad, contra la cual toda argumentación es insuficiente.
Encauzar la propia libertad para evitar el peligro ajeno es servir a Cristo, y su meta constante ha de ser fomentar la paz y construir la vida común.
En una situación de este género ataca Pablo la raíz de la intolerancia, que es la falta de estima mutua: el liberado despreciaba al débil, considerándolo infantil; el débil condenaba al liberado, reputándolo mal cristiano. El Apóstol se encara primeramente con el escrupuloso observante; le recuerda que Dios acepta a su hermano, que él no es quién para juzgarlo ni debe angustiarse por su porvenir; el Señor se encarga de eso. Dirigiéndose después al que se sentía libre, aprueba su persuasión (14:15), pero le aconseja no obrar según ella en caso de peligro para el otro (14:19-21).
Propone además el Apóstol un argumento más sutil: a veces hay que proceder con recato por amor a la libertad misma, pues sería lamentable que un bien tan grande se desacreditara exponiéndolo a críticas, objetivamente infundadas, pero que encontrarían eco en muchos. Al fin y al cabo, toda la cuestión de observancias es secundaria y no consiste en ellas el reinado de Dios, que es la salvación, la paz y alegría que da el Espíritu Santo (14-16-17).
Encauzar la propia libertad para evitar el peligro ajeno es servir a Cristo (14:18), y su meta constante ha de ser fomentar la paz y construir la vida común (14:19). La convicción que da la fe hay que conservarla, sin embargo, porque es la que Dios aprueba (14:22). San Pablo pone el peso de la conciliación sobre los hombros de los más fuertes, entre los cuales se contaba él (15;1). Es natural; el hombre libre es más capaz de amar, el hombre fuerte necesita menos mimos. El cristiano medroso y susceptible tiene una fe débil y, en consecuencia, un amor frágil; se siente amenazado por la libertad ajena. Toca al que sabe amar cargar con esos achaques y no buscar lo que le agrada, sino lo que agrada al prójimo, como hizo Cristo (15: 1-3 ).
Extraído de Juan Mateos, Cristianos en fiesta. Más allá del cristianismo convencional. Ediciones Cristiandad, 1975. Usado con permiso.