Extraído y traducido de Everyone Belongs to God (Todos pertenecen a Dios), cartas escritas hace cien años por un pastor en Alemania a su nuero misionero en China.

Si pones atención, siempre podrás encontrar señales de la obra de Dios (Hch 17:23). Dios siempre mueve, tanto en nuestro corazón como entre aquellos más cercanos a nosotros. Pero, si te ocupas demasiado con tu trabajo, no podrás ver lo que Dios está tratando de lograr, así como muchos no vieron la obra de Dios en el salvador. Así que mantén tus ojos y oídos alerta; y tan pronto como percibas algo de la obra de Dios, deja que te afecte.

Si te enfocas solamente en el sinfín de necesidad y sufrimiento alrededor tuyo, pronto te encontrarás gimiendo y lamentando igual que los israelitas en el desierto. Recuerda que Dios, “por su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo” (1 Pe 1:3). Este es el acontecimiento más importante que jamás haya pasado —la resurrección— y el resultado es la esperanza viva dentro de nuestro corazón. Con esta esperanza, todo se ve diferente y podemos proclamar la obra de Dios con confianza.

Se hallan rastros tangibles de Jesucristo en todas las épocas (Hch 14:16-17). Nuestra aflicción no es porque la presencia de Dios no se perciba en absoluto en este mundo, sino porque las lascivias carnales del mundo exceden las pequeñas indicaciones del Espíritu de Dios; porque la vanidad, lo perecedero y corruptible parece tener ventaja sobre la victoria que ganó Jesús en la cruz. Aun así, siempre está presente algo de la paz de Dios, que procede del salvador resucitado. Aférrate a esto, venga lo que venga.

Dios siempre está muy cerca; él no menosprecia a nadie. Si un corazón se muestra un poquito receptivo, él puede actuar y revelarse como el viviente, quien está presente (Mc 7:24-30). Él no duda en acercarse a nadie. En la época de Sócrates, Platón y Aristóteles, Dios se reveló, por supuesto, según el contexto de esa época (Ro 1:18-21), a pesar de las perspectivas de aquel entonces, cuando se consideraba esencial, por ejemplo, la esclavitud, así como en los tiempos apostólicos. Dios se reveló de manera tan viva, que hoy en día todavía nos inspira. Dios hasta podía revelar su gloria en la brutalidad de los israelitas, en los tiempos de la conquista de la tierra, y luego entre sus reyes.

Jesús dijo: “No piensen que he venido a anular la ley o los profetas, no he venido a anularlos, sino a dar cumplimiento” (Mt 5:17). Cuando llegamos a tierras extranjeras en el nombre de Jesús, deberíamos dar gracias a Dios que ya existe una ley o ética, la cual se puede hacer cumplir. ¿O pensamos que primero necesitamos inculcar a la fuerza las leyes de Moisés o la moral cristiana en la gente extranjera? Eso sería considerarse superior a Dios, cuyo espíritu estaba obrando mucho antes de que llegáramos los cristianos (Hch 17:16-31).

Al principio, tu influencia debe ser discreta, de tal forma que no hagas obligatorias las costumbres de la cristiandad occidental; no incites oposición, esto te beneficiará mucho. Evita toda provocación religiosa. Deja que Cristo obre y consuele a la gente a través de ti; ellos percibirán la diferencia entre lo que tú tratas de hacer y lo que otros hacen. Esfuerzos agresivos por evangelizar no brotan del amor de Dios, sino del espíritu comercial.

Anímate y que Dios dé su espíritu a cada persona que te encuentres. Recuerda que ellos no necesitan convertirse en ‘cristianos’ como nosotros. No es necesario ni siquiera mencionar la palabra. Quien haga la voluntad de Dios es un hijo del reino celestial, no importa si sigue las enseñanzas de Confucio, Buda, Mahoma o de los Padres de la Iglesia. Cristo es el único que lleva verdad y vida a la gente. Todo está en sus manos.

Donde hay clara revelación de Dios, las reglas sociales y políticas quedan en el olvido, y hasta las religiosas (Col 2:16-23). La revelación de Dios nos llega por medio de vidas humanas, pero finalmente es solo Jesús quien produce lo nuevo y puro. Las normas políticas y religiosas, y las costumbres culturales cambian constantemente, todas ellas pertenecen a lo humano y transitorio. Los verdaderos seguidores de Jesús no se sienten obligados a obedecerlas.

Confucio, Buda y otros grandes personajes religiosos no son iguales a Cristo (Hch 4:12). La civilización china —como otras en la historia de la humanidad— lucha realmente por un orden social, pero Confucio no ofreció casi nada para saciar el anhelo más profundo. La sola filosofía moral, por significante que sea, no nos puede acercar a Dios.

Solo Cristo expresa claramente la naturaleza de Dios (Jn 14:6). Apartados de él, todos nuestros esfuerzos para cambiar la sociedad, se desplomarán tan pronto como cambien las circunstancias exteriores. Cristo nos debe redimir de “la maldición de la ley” (Gal 3:13), para que podamos entrar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Ro 8:21). La ley y la moralidad humana refrenan a muchas personas, como me escribió mi padre cuando yo era joven, “nuestras virtudes se han convertido en nuestro peor pecado”, impiden que el Dios viviente pueda crear algo nuevo.

Aunque pueden ocurrir profundos cambios externos sin una revelación de Dios, no hay nada más maravilloso que cuando Cristo more dentro de uno. Cuando él está presente, brota un manantial de agua viva, que da vida verdadera a la gente (Jn 4:13-14). Esto es algo que sobrepasa la bondad humana. Lo que Dios dirige nunca puede destruirse, aun cuando las naciones fracasen. Solo donde reina el amor de Cristo, se valora a los humanos por quienes son, todo lo demás —instituciones y costumbres sociales— toma un segundo lugar y se vuelve insignificante.

La iglesia escondida de Jesucristo, de la cual puede salir algo del futuro de Dios, permanece y nunca morirá. Los mantos de la religión, la filosofía y el cristianismo están hechos harapos. Nos hace falta un manto nuevo: uno hecho del puro amor de Dios y de la capacidad de recibirlo.


Traducción de Coretta Thomson