El 27 de abril de 2003 los ciudadanos de Paraguay eligieron a un nuevo presidente. Paraguay es un país tan pequeño —su población era de solo cinco millones y medio en aquel momento— que el hecho apenas mereció una mención en las grandes cadenas estadounidenses. Sin embargo, para los menonitas residentes en Paraguay, la elección de Nicanor Duarte Frutos fue un acontecimiento trascendente. El recientemente electo presidente era católico —al igual que el noventa por ciento de la población—, pero su esposa, Gloria, era miembro activo de la iglesia menonita Raíces, una gran congregación hispanoparlante de la capital, Asunción. Durante varios años, el propio Duarte y los cinco hijos de la pareja, asistieron a la iglesia.
Poco tiempo después, la conexión menonita con la política paraguaya se volvió más visible aún. En las semanas siguientes a la elección, por ejemplo, Duarte ya había persuadido a cuatro menonitas para que asumieran cargos en su gabinete. Esto era, según sus palabras, una prueba de la seriedad de sus medidas en contra de la corrupción gubernamental. Unos meses más tarde, Duarte resistió la presión del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, para enviar tropas y ayuda militar a Irak. Lo hizo apelando a sus convicciones cristianas y a la vocación pacifista de la congregación de su esposa. Mientras tanto, continuó asistiendo a los servicios religiosos en la congregación Raíces, escoltado por un séquito de guardaespaldas armados.
La asociación pública de Duarte con los menonitas de Paraguay generó duro debate entre las élites católicas del país, que daban por hecho que Paraguay era un país católico. Pero también suscitó una animada discusión entre los menonitas del lugar acerca de la relación entre la iglesia y el Estado, una discusión profundamente arraigada en los casi quinientos años de tradición menonita anabautista.
Los orígenes anabautistas
El movimiento anabautista —que dio origen a grupos como los huteritas, los menonitas y los amish— surgió en el siglo XVI en medio del tumultuoso contexto de la Reforma. Cuando Lutero apeló a la autoridad de la sola scriptura e invitó a que la gente común leyera la Biblia traducida a las lenguas vernáculas, asumió que todos los cristianos sinceros llegarían a las mismas conclusiones que él. Para Lutero, por supuesto, el gran conocimiento revelado por la Escritura era la distinción entre el evangelio y la ley, y la convicción de que los humanos son salvados solo por la gracia. Pero otros descubrieron en los mismos textos bíblicos —especialmente, en las enseñanzas de Jesús— un proyecto de transformación social. Durante la Guerra de los Campesinos, en 1525, miles de campesinos y artesanos del sur de Alemania, atraídos por el principio luterano de la sola scriptura, se reunieron para apoyar los Doce Artículos. Exigían el derecho a elegir a sus pastores; a la libertad de circulación; a un tratamiento justo en lo referido a impuestos, diezmos, rentas y trabajo en régimen de corvea; así como al derecho a cazar y pescar o recolectar leña. Aunque sus preocupaciones suenen hoy anodinas, en el contexto del siglo XVI, los Doce Artículos desafiaron los supuestos políticos y económicos fundamentales de la sociedad feudal. Quizá su aspecto más revolucionario fue su apelación a la conciencia cristiana: “Si uno o varios de los artículos aquí mencionados no están de acuerdo con la palabra de Dios”, insistían los redactores, “los retiraremos, siempre y cuando se nos explique dicho desacuerdo sobre la base de la Escritura”.
La Guerra de los Campesinos marcó un momento decisivo en la teoría política cristiana. Presionado por su príncipe para restaurar el orden social —e intentando proteger sus reformas—, Lutero se colocó decididamente del lado de los señores feudales. En mayo publicó Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, un panfleto incendiario en el que llamaba a los príncipes de Alemania a no escatimar el derramamiento de sangre para aplastar la revuelta. Poco después, en la batalla de Frankenhausen, los campesinos fueron brutalmente aplastados. A partir de ese momento, Lutero expandió su teología política conservadora, manteniendo una defensa consistente de los príncipes y del gobierno secular en tanto extensión de la autoridad de Dios en el ordenamiento de la creación.
El movimiento anabautista surgió en 1525, precisamente en la intersección entre la visión revolucionaria violenta de la Guerra de los Campesinos y la defensa de Lutero de una iglesia estatal, supervisada por un príncipe ordenado por Dios para preservar el orden social.
Como todos los reformadores, los primeros líderes del movimiento anabautista en Suiza y en el sur de Alemania insistían en que la fe y la vida cristianas deberían ser moldeadas solo por las escrituras. La primera lealtad de un cristiano, argumentaban, es hacia Cristo y sus enseñanzas, no hacia el papa o —y en esto rompían con Lutero— a un señor feudal o a un príncipe. Sobre la base de la Escritura, los anabautistas (“rebautizadores”) rechazaban el bautismo de infantes. Según creían, seguir a Jesús requería una decisión voluntaria. Pedro, Santiago y Juan no fueron obligados a dejar sus redes cuando Jesús los invitó a volverse “pescadores de hombres”. En esta decisión se ponían en juego cuestiones fundamentales referidas a la identidad y la lealtad. Según el incipiente punto de vista anabautista, el bautismo indicaba la aceptación pública que un creyente hacía del misericordioso don del perdón de Dios, pero ese mismo acto también marcaba el compromiso de ser parte de una asamblea voluntaria de seguidores de Cristo, cuyas vidas eran transformadas por el Espíritu Santo. El bautismo tenía que ver con el concepto de metanoia —arrepentirse, dar un vuelco a la vida— y encontraba su expresión en el discipulado diario en el contexto de una comunidad cristiana. A través del Espíritu Santo, los seguidores de Jesús eran parte de una “nueva creación”, una nueva forma de política con consecuencias sociales, económicas y políticas tangibles.
Los seguidores de Jesús eran parte de una “nueva creación”, una nueva forma de política con consecuencias sociales, económicas y políticas tangibles.
Así, por ejemplo, los anabautistas se tomaban en serio la exhortación de Cristo en el sermón del monte contra el perjurio (Mt 5:33-37). Los juramentos de fidelidad feudales eran el pegamento que mantenía la sociedad feudal cohesionada. En un contexto donde el orden político siempre era precario, los juramentos aseguraban que los compromisos sociales serían honrados mediante la invocación al castigo de Dios para aquellos que violaran sus promesas. Pero los anabautistas se rehusaban e insistían en que los cristianos siempre decían la verdad —no solo cuando estaban bajo juramento— y que sus conciencias no podían estar obligadas por promesas políticas.
Asumieron también que seguir a Jesús implicaba una comprensión radicalmente nueva de la propiedad privada. Algunos grupos anabautistas, como los huteritas, compartían todas las posesiones y así seguían el ejemplo de la iglesia apostólica en Hechos 2 y 4. Otros grupos practicaban la ayuda mutua radical, en el entendimiento de que cada miembro estaría dispuesto a compartir libremente cuando surgiera la necesidad. Casi todos los anabautistas rechazaban las prácticas del mercadeo —comprar barato con el objetivo de vender caro— y estaban listos para renunciar a su tierra y su hogar para seguir el llamamiento de Cristo.
Quizá la enseñanza más políticamente provocadora de los anabautistas fue su renuncia a usar la fuerza letal. Ya en el otoño de 1524, a medida que las tensiones entre los campesinos iban escalando, Conrad Grebel, un líder de los anabautistas disidentes en Zúrich, retó a Thomas Müntzer y su ejército revolucionario campesino a que rechazaran la espada: “El evangelio y sus seguidores”, escribió Grebel, “no deben ser protegidos por la espada ni deben [protegerse] a sí mismos… Los verdaderos creyentes cristianos son corderos entre los lobos, corderos para el sacrificio… No se valen ni de la espada mundana ni de la guerra, puesto que con ellos el asesinato ha llegado por completo a su fin”. Aunque los grupos anabautistas no se ponían de acuerdo con respecto a si debían prestar servicios como guardias para custodiar sus ciudades, o si debían pagar impuestos que financiaran guerras, o si debían aceptar protección de soldados armados, eran casi unánimes en su convicción acerca de que los cristianos no podían tomar voluntariamente la vida de otro ser humano.
En el contexto de la cristiandad europea estas prácticas eran profundamente inquietantes. A diferencia de los habitantes de un monasterio —lo más cercano a su visión— los anabautistas entendían esas enseñanzas de Jesús como un mandato para todos los cristianos. La comunidad cristiana que imaginaban sería una alternativa sociopolítica concreta para las estructuras feudales y religiosas de su época, una forma de vida destinada a todo aquel que profesara el nombre de Cristo.
Sin embargo, las autoridades consideraban sus acciones como una perturbación amenazante del orden cívico. Con el recuerdo de la Guerra de los Campesinos aún fresco, los príncipes católicos y protestantes unieron sus esfuerzos para reprimir el movimiento. En el transcurso del siglo XVI las autoridades ejecutaron entre dos y tres mil anabautistas, y otros miles fueron encarcelados, torturados, marcados a fuego, multados o forzados al exilio. La experiencia sirvió para confirmar la visión que los anabautistas tenían acerca de que el Estado era intrínsecamente violento y que se definía en primer lugar por su rol al empuñar la espada.
Separación y compromiso
Ante la intensa persecución, la teología política anabautista tendió a aflorar de un modo contextual y no sobre la base de tratados sistémicos como aquellos escritos por Lutero o Calvino. Por ejemplo, Balthasar Hubmaier, que aún tenía en mente una reforma comunitaria, concibió la posibilidad de un magistrado cristiano. Más representativa fue la formulación expresada en una de las primeras declaraciones formales de las creencias anabautistas tempranas, llamada Unión fraternal (o Confesión de Schleitheim), de 1527. En dicha declaración, los anabautistas en Suiza y en el sur de Alemania reconocían la espada como “un ordenamiento de Dios”, empuñada por los gobernantes seculares en un mundo caído para castigar a los malvados y proteger a los buenos. Sin embargo, en tanto Lutero argumentaba que los cristianos podían llevar adelante estos cargos públicos de forma sincera, incluso sujetos al mandato superior de Cristo en su vida privada, los anabautistas insistían en que la espada estaba “fuera de la perfección de Cristo”. La declaración continuaba así: “Los mundanos están armados con hierro y acero, pero los cristianos están armados… con verdad, rectitud, paz, fe, salvación y con la Palabra de Dios”. Dentro de la perfección de Cristo “solo se usa la prohibición como exhortación… simplemente la advertencia y el mandato de no pecar más”.
Los anabautistas que vinieron después trataron de asegurar a las autoridades que no estaban buscando una revolución flagrante, y para eso citaban a las escrituras que apelaban a los cristianos a honrar a las autoridades y a orar por los líderes del gobierno. Al mismo tiempo, sin embargo, se rehusaban a participar como magistrados, jueces, soldados, guardias de prisión o policías. Y continuaban con su vida en comunidades disciplinadas cuyas prácticas resultaban a menudo notoriamente distintas de aquellas llevadas adelante por la sociedad circundante. Los huteritas, por ejemplo, continuaron compartiendo sus posesiones y, de ese modo, desafiaban algunos supuestos referidos a la propiedad privada. Hasta hace poco, la mayoría de los amish y de los menonitas no votaban, no hacían el juramento a la bandera ni se unían a las fuerzas armadas. Creían que el foco principal del trabajo de Dios para redimir el mundo, estaba en el ejemplo vivo de una comunidad cristiana como alternativa a una realidad sociopolítica. El Estado —algo así como una empresa de servicios— servía a una causa pública útil, pero para los cristianos no tenía condición divina y, por lo tanto, no merecía una lealtad absoluta.
En el mejor de los casos, esta perspectiva encarnaba las metáforas del Nuevo Testamento referidas a la iglesia como la “luz del mundo” o como una “ciudad asentada en una colina”. La primera tarea de una comunidad cristiana es dar testimonio de las enseñanzas radicales de Jesús a través de sus propias prácticas comunitarias y de la compasión hacia el prójimo y los extraños. Esto no significaba una retirada quietista o apolítica. La iglesia es llamada a alimentar a los hambrientos, a velar por los pobres, a cerrar las heridas de los oprimidos y a llorar con aquellos que lloran. Al hacerlo, da testimonio de la intención que Dios tiene para todo el mundo, incluido el Estado. Pero los cristianos tampoco debían ser seducidos por argumentos de eficacia, por formas mundanas de poder o por la ilusión de que la oscuridad puede ser vencida con oscuridad.
En el peor de los casos, esta vista dualista de una separación tajante entre la iglesia y el Estado se transformó en una estrategia autocomplaciente, incluso arrogante, de supervivencia. A cambio de tolerancia, los descendientes de los anabautistas se volvieron económicamente funcionales al Estado y políticamente inactivos. Con excepción del Bruderhof, unos pocos anabautistas en Alemania alzaron su voz contra el ascenso de Hitler y el nacionalsocialismo. Y los menonitas que encontraron refugio de los gobiernos opresores en el Chaco paraguayo en las décadas del treinta y del cuarenta permanecieron en silencio durante la prolongada dictadura de Alfredo Stroessner, quien públicamente elogió sus contribuciones económicas, aun mientras él gobernaba con mano de hierro entre 1954 y 1989, torturando y ejecutando a cientos de disidentes políticos.
Nuevas interpretaciones del testimonio político
En los últimos cincuenta años, la teología política de varios grupos anabautistas ha experimentado un cambio significativo como resultado de nuevos contextos sociales y de nuevas concepciones teológicas. La experiencia de miles de jóvenes en los campamentos del Servicio Público Civil en América del Norte durante la Segunda Guerra Mundial y, en las décadas siguientes a la guerra, en tareas de ayuda en el extranjero expusieron a muchos menonitas a un nuevo sentido de responsabilidad cristiana hacia las necesidades del mundo, así como a la naturaleza estructural —es decir, política— de la opresión. Los voluntarios de este servicio fueron testigos del tratamiento inhumano que los prisioneros recibían en los hospitales psiquiátricos y esto los llevó a convertirse en pioneros de la lucha para reformar la atención en salud mental, que incluyó campañas de relaciones públicas y lobby político para lograr cambios en la legislación. En la década del sesenta el movimiento por los derechos civiles influyó en la conciencia de muchos anabautistas para que desafiaran las estructuras legales que amparaban el racismo. Al mismo tiempo, algunos anabautistas, profundamente consternados por la guerra en Vietnam, comenzaron a involucrarse en actividades de resistencia al pago de impuestos para financiar la guerra y a participar en manifestaciones antibélicas. Otros procuraron soluciones legislativas en la lucha contra la pobreza.
La historia de los menonitas en Paraguay es particularmente ilustrativa en este sentido. En 1989 Stroessner fue obligado a dejar el poder durante un golpe incruento que concluyó en el establecimiento de un Estado liberal y democrático, basado en una constitución, en la ley y en elecciones regulares. De pronto, los menonitas, que se habían constituido en un gran poder económico en Paraguay, fueron convocados a moldear el futuro del país, incluyendo la redacción de una nueva constitución para Paraguay. ¿Debían unirse a otros grupos para abogar por la libertad religiosa, por la separación de la iglesia y el Estado y por una disposición constitucional que previera la objeción de conciencia? Finalmente, los líderes menonitas más importantes participaron de manera discreta en el proceso.
La primera tarea de una comunidad cristiana es dar testimonio de las enseñanzas radicales de Jesús a través de sus propias prácticas comunitarias y de la compasión hacia el prójimo y los extraños.
Hubo otras formas de compromiso político que también emergieron en los noventa, cuando un número creciente de menonitas paraguayos se trasladó desde su relativo aislamiento en sus colonias en el Chaco hacia Asunción, capital del país, en busca de un mejor nivel de educación, de mercados exportadores para sus cada vez más prósperas empresas de productos lácteos, carnes y granos, así como de mano de obra para sus emprendimientos industriales. Hacia allí dirigieron su reciente riqueza para financiar un conjunto de ministerios sociales innovadores. Los menonitas instalaron una estación cristiana de radio y televisión, establecieron centros de tratamiento para adicciones y algunas alternativas para los servicios de salud mental estatales. Crearon escuelas y programas de capacitación laboral en barrios de bajos recursos y colaboraron en la transformación de sectores de la famosa prisión de Tacumbú en un centro modelo de rehabilitación y trato humanitario reconocido internacionalmente. Lo hicieron con el compromiso de “procurar el bienestar de la ciudad” (Jr 29:7).
La campaña presidencial de Nicanor Duarte Frutos en 2003 confrontó a los menonitas con otra forma de testimonio político potencial. Duarte era miembro del Partido Colorado de Stroessner, pero fue elegido sobre la base de una plataforma de reforma que buscaba erradicar la corrupción gubernamental. Como parte de ese esfuerzo, Duarte encomendó a varios menonitas que supervisaran áreas clave de su gobierno, incluyendo los departamentos de impuestos internos, comercio, servicios de salud y relaciones económicas internacionales. Según consta, cada uno de ellos rechazó inicialmente la invitación, bajo el argumento de que los menonitas eran “apolíticos”. Pero Duarte insistió. Su argumento más convincente consistió en pedirles que imaginaran cómo sería jugar un partido de fútbol en una cancha cubierta de botellas rotas, chatarra y escombros. Eso es lo que, según decía, había sido la política en Paraguay en los últimos cincuenta años. Era imposible participar en ella sin salir lastimado. “No les estamos pidiendo que salgan a jugar a la cancha”, explicaba Duarte. “Hasta ahora ustedes han permanecido sentados en las tribunas, observando desde una distancia segura. Lo que les estoy pidiendo es que bajen a ayudarme a limpiar la cancha para que podamos jugar de un modo seguro, decente y justo”. El argumento era persuasivo.
Antes de aceptar, los líderes de la iglesia se reunieron para formular varios principios de entendimiento mutuo. Lo primero era establecer que el foco de su servicio continuaría puesto en el bienestar del pueblo paraguayo como un todo, no en los intereses de los menonitas. Cada uno de los designados para integrar el gabinete tenía un “grupo de rendición de cuentas” conformado por miembros de la iglesia que los animarían a renunciar si alguna vez se los forzaba a tomar decisiones que comprometieran su ética. Estuvieron de acuerdo en no convertirse en políticos “profesionales”, cuya identidad y sustento dependieran de su cargo. Y, finalmente, no manifestarían afiliación a ningún partido, lo que significó una concesión notable de Duarte, por cuanto los cargos a nivel de gabinete eran parte del botín que sería distribuido como favores a aquellos leales al partido.
A corto plazo, la experiencia fue un éxito. La recaudación fiscal aumentó rápidamente. Con respecto a sus deudas, Paraguay negoció de forma exitosa con el FMI y el Banco Mundial nuevas condiciones para el pago de sus deudas. La calidad de la asistencia sanitaria mejoró y los periodistas destacaron que se estaba produciendo un viraje evidente hacia una mayor trasparencia en el manejo de las finanzas gubernamentales.
Desde una perspectiva más larga, sin embargo, estos logros vinculados a nuevas formas de testimonio político resultaban más ambiguas. Algunos de los funcionarios menonitas del gabinete recibieron amenazas de muerte y se vieron obligados a desplazarse con guardias armados, lo que suponía una contradicción aparente a sus convicciones pacifistas. Muchos, frustrados por las restricciones de sus cargos, renunciaron en los dos o tres primeros años. El propio Duarte quedó bajo sospecha cuando intentó reformar la constitución para habilitar la extensión del mandato presidencial.
Las realidades de la política electoral también plantearon cuestiones complicadas. En el recién creado departamento de Boquerón, aquellos menonitas que vivían en colonias establecidas hacía tiempo conformaban una abrumadora mayoría de potenciales votantes. Boquerón tenía su propio gobernador electo que supervisaba la fuerza policial y el sistema judicial. ¿Debían los menonitas aspirar al cargo de gobernador? ¿Debían estar representados en el Senado y en la Cámara de Diputados? ¿Debían involucrarse en política partidaria? ¿O acaso formar su propio partido menonita? ¿O solo aspirar a cargos en calidad de “independientes”? Las colonias menonitas, organizadas como cooperativas, tradicionalmente habían otorgado un alto valor a las tomas de decisión colectivas. Ahora empezaban a surgir nuevas tensiones en la comunidad, a medida que los candidatos a cargos políticos comenzaban a intentar atraer a votantes específicos, a veces enfrentando los intereses de los terratenientes menonitas ricos a los menonitas sin tierra o a los jornaleros de las poblaciones indígenas.
En la primera década del siglo XXI, los menonitas en Estados Unidos estaban experimentando dilemas similares, especialmente a medida que los grupos conservadores también comenzaron a “buscar el bienestar de la ciudad” alineándose con la derecha religiosa y volviéndose políticamente activos en torno a asuntos tales como el matrimonio, la sexualidad y el aborto. Lamentablemente, el testimonio político de muchos menonitas en Estados Unidos hoy, así como en Paraguay, está básicamente alineado con las divisiones partidarias de la cultura general, con miembros situados a ambos lados de las arraigadas diferencias políticas.
Mirando hacia el futuro
¿Qué hemos aprendido de estos quinientos años del concepto anabautista de iglesia y Estado? Hay algunas lecciones que vale la pena destacar.
Primero, la teología política anabautista, particularmente desde la Segunda Guerra Mundial ha desafiado las tendencias dualistas de su propia tradición mediante la afirmación clara de que el amor no violento es la voluntad de Dios para todos, cristianos y no cristianos, en todos los lugares. Esta convicción desafía la hipocresía de algunos grupos anabautistas menonitas tradicionalistas que aplauden a las fuerzas armadas estadounidenses y apoyan la pena capital, en tanto se rehúsan a hacer el servicio militar. El testimonio cristiano del Estado siempre debe alzar su voz clara en apoyo de la no violencia amorosa; los cristianos nunca deben consentir la violencia. Pero los pacifistas cristianos también reconocen que hay personas y estructuras que aún no aceptan el señorío de Cristo. En tales circunstancias, los cristianos deberían abogar enérgicamente por soluciones que vayan en la dirección del amor no violento, incluso si las soluciones están por debajo del ideal. Por ejemplo, los pacifistas cristianos pueden oponerse resueltamente a la guerra y aun así apoyar el Código de Conducta Militar, que prohíbe prácticas tales como la tortura y las ejecuciones extrajudiciales. Pueden también condenar públicamente la decisión de la nación de ir a la guerra, a pesar de que esperan que esta cumpla los principios de la Guerra Justa que se ha comprometido a observar. Aquellos cristianos que creen en la santidad de la vida pueden tener convicciones fuertes contra el aborto y, a la vez, abogar por medidas legislativas que permitan un acceso amplio a los métodos de anticoncepción o que provean apoyo económico a los adolescentes que estén enfrentando decisiones de vida difíciles. Estas formas de testimonio político, sin embargo, surgen de un compromiso explícito con las exigencias radicales del evangelio. Y, aunque pueden establecer alianzas con otros grupos, no se alinearán con las divisiones partidarias de la cultura política nacional.
Los pacifistas cristianos pueden oponerse resueltamente a la guerra y aun así apoyar el Código de Conducta Militar.
Segundo, los cristianos anabautistas comprometidos con el activismo político deberían cultivar disciplinas espirituales que les recuerden que su primera y principal ciudadanía está en el cuerpo de Cristo. Antes de que Jesús comenzara su ministerio público, intensamente político, pasó cuarenta días ayunando y orando en el desierto, confrontando las tentaciones asociadas con el poder.
La seducción más fuerte que ejerce el compromiso político, particularmente en las democracias, es la ilusión de que el verdadero poder está en Washington, Ottawa, Asunción o Teherán. Aun así, los cristianos creen que la historia es llevada adelante por la iglesia y no por el Estado. ¿Cuán diferente veríamos el mundo si nuestra primera fuente de noticias globales viniera de los líderes de la iglesia alrededor del mundo o de cristianos que trabajan en ayuda y en servicios en otros países y no de Fox, CNN o las cajas de resonancia de las redes sociales?
Tercero, los anabautistas cristianos deberían enfocar su testimonio político desde una postura de confesión y humildad. Los anabautistas cristianos pueden, y deberían, manifestarse en contra de la violencia, la opresión y la injusticia, ocurran donde ocurran. Pero deberíamos hacerlo con conciencia de nuestra complicidad continua en los sistemas y estructuras que no están a la altura del reino de Dios. No estamos en una instancia de pureza moral absoluta.
Cuarto, los cristianos anabautistas deberían resistir el argumento seductor de que un testimonio político “responsable” siempre debe concebirse como política electoral, protesta pública, campañas de presión y acción legislativa. La fascinación que ejerce la teocracia —ya sea de izquierda o de derecha— es poderosa. Los cristianos que se apuran a denunciar la sharía musulmana están a menudo ciegos ante su propio deseo secreto de crear mancomunidades cristianas propias, siempre con las mejores intenciones. La forma más poderosa de lobby cristiano es probablemente el testimonio de prácticas encarnadas. Los cristianos dan testimonio político cada vez que promueven relaciones saludables al interior de su familia, apoyan escuelas exitosas y asociaciones voluntarias, y cada vez que oran por aquellas personas en cargos con autoridad política. Dan testimonio de sus más profundas lealtades políticas cuando se paran junto a los marginados, cuando alzan su voz en nombre de los pobres, los refugiados, los desposeídos y por todos aquellos que no tienen voz. En mi comunidad hay un número desmedido de anabautistas cristianos que trabajan en refugios para personas sin hogar, programas extracurriculares, iniciativas para alfabetizar adultos y en proyectos de atención sanitaria que alcanzan a los miembros más vulnerables de nuestras comunidades. Los cristianos anabautistas han demostrado un interés especial en buscar formas creativas de resolución de conflictos. El Programa de Reconciliación de Víctimas y Victimarios —una iniciativa comunitaria comenzada por cristianos anabautistas— ha sido apoyado de forma entusiasta por tribunales a lo largo de los Estados Unidos y ahora tiene representaciones locales en cientos de comunidades y en doce países. Y algunos cristianos anabautistas son convocados para desafiar regímenes opresivos y violentos por medio de acción pacífica directa. Nada garantiza que el pacifismo siempre sirva como estrategia política en tales casos. Pero, en contraste con las soluciones rápidas que prometen los defensores de la “violencia legítima”, los cristianos saben que construir la paz es un largo proceso que requiere una comprensión profunda de la cultura, una apreciación de las complejidades de la naturaleza humana, un reconocimiento de que las relaciones deben ser construidas sobre la confianza y, por último, una capacidad de demostrar paciencia.
La seducción más fuerte que ejerce el compromiso político, particularmente en las democracias, es la ilusión de que el verdadero poder está en Washington, Ottawa, Asunción o Teherán.
Finalmente, los cristianos anabautistas se involucran en el testimonio político cuando hacen manifestaciones públicas de lamento y esperanza. El lamento público es un recordatorio de que la violencia siempre es una aberración, una intrusión indeseada en el mundo que debería ser. Del otro extremo del lamento está la esperanza de un futuro alternativo, la esperanza expresada por millones de cristianos cuando cada día oran: “venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
De esta y de otras muchas maneras, los cristianos anabautistas aceptan sus responsabilidades políticas, no principalmente como ciudadanos ni como representantes de partidos políticos ni como grupos de presión que gritan para ser escuchados, sino como embajadores del Príncipe de la paz que vino a servir, que acogió a los niños y a los extranjeros y nos enseñó a amar a nuestros enemigos.