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CajaMuchos quisieran que el pobre siempre dijera es voluntad de Dios que así viva; y no es voluntad de Dios, que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices. Cuando dos o tres se pongan de acuerdo en pedir a Dios, Dios lo concede. Es la comunidad de amor. La voluntad que unifica en Dios. Qué hermoso saber que esta mañana, también nuestra oración, nuestra misa, será escuchada por Dios, porque estamos más de dos. La Catedral está llena, para pedirle al Padre unidos a Cristo, lo que nuestra sociedad necesita. Hagamos, por eso les dije al principio de la Misa, una hora de esperanza, nuestra Misa dominical.
El humilde no es el que esconde sus cualidades, el humilde es aquel que como María la humilde dice: «Ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso». Cada uno de nosotros tiene su grandeza, no sería Dios mi autor si yo fuera una cosa inservible. Yo valgo mucho, tú vales mucho, todos valemos mucho, porque somos criaturas de Dios, y Dios ha hecho derroche de maravillas en cada hombre.
De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices.
Por eso la Iglesia aprecia al hombre y lucha por sus derechos, por su libertad, por su dignidad. Esto es auténtica lucha de Iglesia, y mientras se atropellen los derechos humanos, mientras haya capturas arbitrarias, mientras haya torturas; la Iglesia se siente perseguida, se siente molesta. Porque la Iglesia aprecia al hombre y no puede tolerar que una imagen de Dios sea pisoteada por otro que se embrutece pisoteando a otro hombre. La Iglesia quiere precisamente hermosear esa imagen, y por eso les digo: Cuánto más imagines tu capacidad intelectual, volitiva, de organización, de hermosura, etc., llega un momento en que tú dices: «Pero todo esto tiene término». En ese momento en que tú comprendes tu limitación, sabes que queda algo más de ti, ya estás orando, estás reconociendo que tú no eres Dios, que por más grande que seas, hay un límite en el que Dios comienza a ser tu necesitado. Tú lo necesitas, y entonces comienzas: «Señor, por lo que me falta, por mi pequeñez». Entonces comienzo a ver, desde el límite de mi grandeza, la infinita grandeza de Dios, y comienza mi contemplación, mi oración, mi súplica, mi petición de perdón porque le he ofendido, sobre todo la petición de gracias que necesito: «Sin ti no soy nada».
Cuando despreciamos al pobre, al cortador de café o de caña o de algodón, al campesino que hoy va en caravanas buscando el sustento de todo el año, pensemos, hermanos, no lo olvidemos, es el rostro de Cristo. Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador; rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles; rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen que comer; rostro de Cristo, el necesitado que pide una voz a la iglesia, ¿cómo se la va a negar la Iglesia, si es Cristo que le está diciendo habla por mí? Yo no quiero estar aquella hora del juicio final a la izquierda «apártate maldito al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve necesidad y no me atendisteis» (Mt 25:41-42). Te precisó más la pureza de tu ortodoxia; te precisó más el tiempo tranquilo de tu oración; te precisó más tu congregación, tu colegio, para no contaminarte con los miserables; te preocupó más tu prestigio social y económico y político, y por eso despreciaste al que era yo pidiéndote socorro. Este es el criterio con el que Cristo nos va juzgar. Su reino es el amor, un amor que construye.
La comparación [de Isaías] se hace todavía más poética: «Como el suelo hecha sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos» (Is 61:11). Me imagino yo que el que siembra un jardín, de la tierra espera que surjan las flores. Pero es él, el que ha puesto las semillas. Esto es lo que ha hecho Dios en la redención cuando dice: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres, para anunciar la buena nueva a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros, la libertad» (Is 61:1). ¿No les parece que es la voz de la Iglesia aquí en El Salvador gritando: ¡amnistía! ¡libertad! Gritando: ¡no más torturas!, ¡no más dolor! Es la voz de Dios que quiere sembrar bonanza, bien en la tierra. Y esta tierra florecerá. Lo ha prometido el Señor y no fallará. ¿Cuándo? No lo sabemos, esperemos. Como el agricultor que no se impacienta porque sabe que a su hora reverdecerá el jardín.