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CajaLa Iglesia no quiere hacer libre al pobre haciéndolo que tenga, sino haciéndolo que sea. Que sea más, que se promueva. A la Iglesia poco le interesa el tener más o el tener menos. Lo que interesa es que el que tiene o no tiene, se promueva y sea verdaderamente un hombre, un hijo de Dios. Que valga, no por lo que tiene, sino por lo que es. Esta es la dignidad humana que la Iglesia predica. Una esperanza en el corazón del hombre que le dice: Cuando termine tu vida, tendrás participación en el reino de los cielos. Aquí no esperes un paraíso perfecto, pero existirá en la medida en que tú trabajes en esta tierra por un mundo más justo, en que trates de ser más hermano de tus hermanos; así será también tu premio en la eternidad, pero en esta tierra no existe ese paraíso. Aquí la diferencia es entre el comunismo, que no cree en ese cielo ni en ese Dios, y la Iglesia, que promueve con una esperanza de ese cielo y de ese Dios.
La pobreza que nos predica hoy el evangelio una que arranca del amor a Jesucristo.
El gran problema de la paz es inmenso y necesita muchos artífices de la paz: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos situados en todas las situaciones de la política y de la economía, todos son llamados ahora. La mies es inmensa, El Salvador tiene un vigor, una exuberancia maravillosa. Qué maravilloso pueblo sería El Salvador, si cultiváramos a los salvadoreños en un ambiente de paz, de justicia, de amor, de libertad. Cultivemos, hermanos, al menos cada uno, en la medida de sus alcances, procure hacerse artífice de la paz. Y Jesucristo describe en el evangelio, y San Pablo en su epístola de hoy, las condiciones del hombre que quiere ser artífice de la paz. Sería bueno que repasáramos esa página del evangelio donde Cristo nos predica como condición indispensable la pobreza de espíritu, el desprendimiento. «No llevéis alforja ni doble túnica; id como peregrinos» (Lc 10:4). Esta es la gran aventura del hombre de hoy. Todo hombre que se quiere instalar cómodamente, y no quiere arriesgarse en la pobreza y no quiere desprenderse de sus situaciones bonancibles, por lo menos de corazón, no quiere prestar la colaboración a Dios.
Pero, no basta esa pobreza exterior. También quiero decir a los que predican la pobreza o una Iglesia de los pobres únicamente por demagogia, sin corazón, únicamente por alardes: eso no sirve tampoco. La pobreza que nos predica hoy el evangelio es la de San Pablo: «Yo soy para el mundo un crucificado» (Gál 6:14). Es decir, una pobreza que arranca del amor a Jesucristo. Una pobreza que al mirar a Cristo desnudo en la cruz le dice: «Señor, te seguiré a donde quiera que vayas, por los caminos de la pobreza, no por demagogia sino porque te quiero, porque quiero ser santo a partir de mi propia santidad». Esta pobreza que me hace sentir las riquezas del mundo como crucificadas para mí y yo ser un crucificado para todos los criterios del mundo, esta es la verdadera pobreza.
Bienaventurados los pobres de corazón, los que tienen el corazón necesitado de Dios, los que en la cruz y el sacrificio, encuentra la alegría de la vida, los que han aprendido en el crucificado el verdadero secreto de la paz, que consiste en amar a Dios hasta el exceso de dejarse matar por él, y amar al prójimo, hasta quedar crucificado por los prójimos. Este es el amor de los redentores modernos, el de Cristo, el de siempre. Sólo éstos serán verdaderos artífices de la paz, de los que dijo Cristo en el sermón de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que van sembrando la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5:9). Prometámosle al Señor, mientras vamos a proclamar nuestra fe en él.