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CajaEsperando el día del juicio final
Son tiempos difíciles. Por eso necesitamos la promesa de apocalipsis.
por Peter Mommsen
lunes, 01 de agosto de 2022
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Allí donde ya no había lombrices, un mundo se había acabado. El indicio era una capa de veinte centímetros de profundidad en el registro geológico en un sitio llamado Tell Leilan ubicado en la actual Siria. Según fue publicado hace unos meses en la revista Nature, durante las excavaciones en ese lugar los arqueólogos “encontraron enterrada una capa de limo arrastrado por el viento, tan árida que casi no había rastros de lombrices. [Había sucedido] algo que asfixió la tierra con polvo por décadas, y dejó a su paso una manta de suelo demasiado inhóspita, incluso para las lombrices”.
Los arqueólogos concluyeron que la culpa fue del cambio climático: una sequía acontecida 4200 años antes, que duró un siglo y llevó al caos a una gran porción del mundo habitado. Antes, la región en torno a Tell Leilan había sido el granero de las ciudades de la Mesopotamia; luego se convirtió en una tierra desértica. La sequía derribó el Imperio Acadio, uno de los primeros estados suprarregionales de la historia, que cayó en medio de la hambruna y la guerra civil. Algunos centros urbanos que antes habían sido prósperos, como el sitio de Tell Leilan, fueron abandonados. Una masa de inmigrantes empujados por el clima se desplazó hacia el sur, donde las condiciones eran menos severas. Las ciudades sureñas hicieron una jugada que resultará familiar para muchos en la actualidad: levantaron un muro en la frontera. Pasarían tres siglos antes de que la Mesopotamia recuperara un grado de estabilidad. Mientras tanto, la misma sequía, conocida como el evento del kiloaño 4-2, también parece haber devastado sociedades en otros lugares. Se la ha asociado al colapso de la civilización en el valle del Indo y en Egipto, donde el Reino Antiguo sucumbió ante la anarquía mientras el agua del Nilo se reducía en un metro y medio.
Lo que sucedió a los acadios bien pudo haber sido lo que está por sucedernos a nosotros. Los efectos del cambio climático ya muestran inquietantes paralelismos con las secuelas de la antigua sequía. El tiempo últimamente impredecible en América Central ha causado pérdidas de las cosechas y ha alterado la agricultura tradicional, lo que aceleró la migración a las ciudades y a Estados Unidos. Con frecuencia, los enormes incendios forestales devastan casas desde Portugal hasta Australia y California. En áreas densamente superpobladas de la India y el Sahel se han vuelto más habituales las olas de calor extremo cuyas temperaturas pronto serán letales para los seres humanos.
Todo esto es solo el comienzo de lo que nos espera a nosotros y a nuestros nietos, advierten los climatólogos, incluso si las emisiones de carbono cayeran sustancialmente. Además, la crisis ambiental actual tampoco se trata solo del clima. Los biólogos temen que las especies animales y vegetales estén muriendo a un ritmo comparable con el de las cinco extinciones masivas que acontecieron a lo largo de los 3700 millones de años desde que la vida surgió por primera vez.
Ante lo que muchos consideran una amenaza mortal a la vida en la tierra, algunos han optado por llevar adelante actos de protesta extremos. Este año, en el Día de la Tierra, Wynn Bruce, un hombre de cincuenta años, de Boulder, Colorado, se prendió fuego y murió ante la Suprema Corte de Estados Unidos, donde estaba siendo considerada la validez legal de ciertas restricciones federales a las emisiones de carbón. Un amigo y también partidario de la escuela zen, dijo a los reporteros que la decisión de inmolarse fue un “acto de compasión profundamente valiente” para protestar contra la inacción del gobierno ante el cambio climático.
Aun así, no puedo evitar preguntarme si Bruce no fue también guiado por un sentido de temor y desesperación que está mucho más extendido. Un estudio llevado adelante a nivel mundial en 2021 entre personas de dieciséis a veinticinco años informa de que cuatro de cada cinco jóvenes temen a lo que sucederá con el clima en el futuro, y un 59% se manifestó “muy” o “extremadamente preocupado”. En tanto hace una década la “ecoansiedad” era aún un diagnóstico novedoso, los psicólogos de hoy están cada vez más exigidos por aquellos en busca de terapia para tratar sus miedos debilitantes referidos a la amenaza al planeta.
De un modo más significativo, a largo plazo, los miedos acerca del clima son una razón por la cual las personas tienen hoy menos hijos, en una época cuando la mayoría de los países ricos informa de una tasa de natalidad por debajo del nivel de reemplazo. Por ejemplo, una encuesta de 2018 que preguntaba a los adultos estadounidenses sin hijos por qué no los habían tenido, 33% mencionó “preocupaciones acerca del cambio climático” y 27%, “preocupaciones acerca del crecimiento demográfico”. Sean cuales sean las razones o las circunstancias para no tener hijos a nivel individual, el retroceso social generalizado con respecto a tener hijos se opone al imperativo biológico más básico: dar vida a la próxima generación. No hacerlo parece indicar una desesperanza acerca del futuro, a la que es posible adjudicar muchas razones más allá del clima.
En efecto, desde otro punto de vista, este pesimismo puede no ser lo suficientemente pesimista. Las preocupaciones acerca del calentamiento global serán superfluas si acontece una guerra nuclear, un peligro al que pocas personas menores de cuarenta le habían destinado una extensa consideración antes de la invasión rusa a Ucrania. Como una aparición fantasmal de la Guerra Fría, ha regresado convertido en una posibilidad real. Millones de vidas, y quizá la civilización en sí, podrían ser extinguidas en unas horas simplemente debido a la desesperación de un autócrata en Moscú. En ese caso, los futuros arqueólogos que escudriñaran las capas geológicas de la Londres o la Manhattan actuales bien podrían encontrar polvo radiactivo y, probablemente, ninguna lombriz.
De un modo u otro, un día el Homo sapiens se extinguirá, con o sin nuestro aporte de emisiones de carbono o guerras nucleares, y el juego acabará. Al menos, eso es lo que los modelos científicos actuales predicen. Quizá suceda en la próxima glaciación global, pronosticada para dentro de unos cien milenios; pero si así no fuera, el fin vendrá cuando la radiación solar incrementada mate la vida animal y vegetal (quizá en 600 millones de años), o a más tardar, cuando el sol crezca hasta convertirse en un gigante rojo y engulla los planetas interiores (7500 millones de años). Es probable que el fin del sistema solar imponga una interrupción abrupta, incluso si se cumplen los sueños de Peter Thiel acerca de la extensión de la vida o si los planes de Elon Musk para establecer colonias en Marte resultan factibles. Según parece, ni siquiera el tecnofuturismo podrá salvarnos.
La verdad, sin embargo, es que pocos de nosotros estamos demasiado inquietos por cualquiera de esos escenarios de fin del mundo, incluso si desde un punto de vista intelectual los reconocemos. Por ese motivo, aquellos que se los toman con una literalidad a la que nosotros no nos afiliamos —manifestantes que se inmolan, activistas por la paz que empuñan un martillo para abollar submarinos nucleares y luego cumplen largas sentencias en la cárcel— pueden infundir una cierta reverencia, pero también rechazo. La actitud de muchas personas, incluso aquellas compasivas, puede ser resumida si se modifica la oración de Agustín: Señor, haz que me preocupe por el fin del mundo, pero no todavía.
Sin embargo, hay una clase de fin de los tiempos que no podemos evitar tomarnos seriamente tarde o temprano: el fin de nuestro mundo personal. Cada niño a la larga se entera de que morir no es algo que solo acontece a otras personas. En mi caso, el momento en que este hecho atroz me impactó fue mientras estaba en un sillón de dentista. La dentista me estaba reprendiendo a mí, un estudiante universitario, por un diente roto (lección para los más jóvenes: no abran las botellas de cerveza con sus caninos). “Vas a necesitar estos dientes durante los próximos setenta años”, dijo, con la intención de poner énfasis en la larga vida que mi mandíbula y yo teníamos por delante. Sus palabras tuvieron el efecto opuesto. “¿Solo setenta años?”, quise gritar, aunque la barrera bucal no me lo permitió. Tener diecinueve años quizá implique que ya es tarde para comprender este tipo de aritmética básica, pero en aquel momento sucedió: solo unas pocas décadas más para mí y luego la escena del sepulturero de Hamlet. Cuando se lo comenté a mi madre, una médica de familia, respondió como alguien que ha estado junto a decenas de lechos de muerte: “Era hora de que lo asumieras”, dijo. “La carne se pudre”.
Una respuesta a la inevitabilidad de que la carne se pudra es un tipo de nihilismo. El bloguero Freddie de Boer expone el siguiente caso con elocuencia:
Nacemos en el terror; existimos sin razón; experimentamos confusión y vergüenza cuando niños; nos preparamos arduamente para una vida que no deseamos o no podemos tener; somos obligados a llevar las cargas de la responsabilidad adulta; inexorablemente hacemos concesiones acerca de la vida tras la que iremos; nos conformamos y nos conformamos y nos conformamos; tememos a la muerte y reflexionamos acerca de nuestro sinsentido; experimentamos los horrores del envejecimiento; y, cuando morimos, el único consuelo que nos queda es que no tenemos conciencia para darnos cuenta de que nunca hubo ni un cielo ni un Dios que le diera sentido a todo eso.
Mirado de ese modo, el sinsentido es el destino incluso de las buenas personas que viven una vida envidiable. Hace poco, una mujer que conozco desde la infancia murió a sus ochenta y ocho años, rodeada por sus hijos y por decenas de nietos y bisnietos. Fue una matriarca genuina, amada por cientos de personas más allá de su familia gracias a una vida extraordinaria dedicada a actividades solidarias de cuidado y servicio. Mil personas se congregaron en torno a su tumba cuando la enterramos. Aun así, no importa cuánto ella viva en nuestros recuerdos, tal como el viejo refrán dice —y, así será—, todos aquellos que la recuerdan también morirán, y sus recuerdos morirán con ellos. Incluso si uno tiene muchos descendientes biológicos no es algo que importe demasiado más allá de la duración de una vida; después de todo, para los nietos de nuestros nietos, uno solo será un extraño con quien se está lejanamente emparentado.
“Revélame, por tanto, Señor, que mis días deben tener un final, que mi vida tiene un destino y que me debo a él”, escribió el salmista, en palabras que el agnóstico Johannes Brahms acompañó con una música cautivadora en su Réquiem. “¡Ah!, todos los hombres son apenas nada y, sin embargo, viven tan seguros; desaparecen como una sombra y en vano se agitan; acumulan riquezas sin saber a quién aprovecharán”. La música de Brahms, que se apoya en la traducción de Lutero del hebreo al alemán, culmina con la pregunta desesperada y repetida: “Wes soll ich mich trösten?” ¿Qué podrá consolarme?1
La respuesta paradójica que el antiguo judaísmo dio a tanta desesperación fue una promesa: la promesa del juicio final. El “Día del Señor” venidero es un tema repetido de los profetas hebreos desde Amós en el siglo VIII a.C. hasta el Libro de Daniel en el siglo II a.C. (Profecías similares aparecen en las escrituras zoroástricas más o menos en la misma época). En ese día, declararon los profetas, Dios vendría a visitar a su pueblo y se vengaría de los opresores, tanto locales como extranjeros, y establecería una justicia y una paz duraderas. La ira daría paso a una renovación para Israel y, quizá, para toda la humanidad también, incluso para el cosmos entero. El Libro de Isaías predice cómo el mundo natural será restaurado con la venida de “nuevos cielos y una nueva tierra”; Dios “destruirá la muerte para siempre y enjugará toda lágrima de todos los rostros” (Is 65:17; 25:8).
Isaías no está hablando del “fin del mundo”, señala el académico N. T. Wright. En lugar de eso, está prediciendo un futuro en el cual la buena creación de Dios, lejos de ser destruida, es transformada y renovada. Eso es lo que “el final de los tiempos” significaba para Jesús y sus primeros seguidores, incluyendo al autor del Apocalipsis, quien concluye su libro con una majestuosa elaboración de la profecía de Isaías. Según esta visión, nuestra propia muerte no es el final, después de todo, ni tampoco se cumplirán a la larga las predicciones científicas acerca de la extinción humana. “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres… Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”.
Esta anticipación optimista del futuro no es lo que muchas personas asocian con las profecías del juicio final. Por el contrario, el día del juicio según es recibido generalmente en la cultura occidental aborda principalmente el terror, el Dias irae cuyas aflicciones son detalladas en la Misa Latina de Difuntos: “Ese día, día de ira, calamidad y miseria, día de gran y extraordinaria amargura, cuando Tú vengas a juzgar al mundo a través del fuego”. En pinturas como El juicio final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, es el miedo abyecto de aquellos que se levantan para ser juzgados y la agonía de los condenados lo que capta la atención del espectador y perdura por más tiempo en la memoria, no la felicidad de los bienaventurados.
Por ese motivo, es comprensible que, al describir la amenaza de una catástrofe a gran escala, ya sea causada por el cambio climático o por una guerra nuclear, las personas a menudo acaben acudiendo a una palabra bíblica que evoca el final del mundo con gran contundencia: apocalipsis. Tenemos, por tanto, novelas apocalípticas (desde El último hombre de Mary Shelley hasta Cántico por Leibowitz de Walter M. Miller Jr. o La carretera de Corman McCarthy); películas apocalípticas (desde En la playa hasta Melancolía o No mires arriba); y sectas apocalípticas (desde el Templo del Pueblo de Jim Jones hasta los Davidianos de la Rama o Aum Shinrikyō). En toda esa variedad de ejemplos, el hilo común de ese modo de pensar acerca del apocalipsis es: el final está cerca y será grave.
Pero “apocalipsis” en el Nuevo Testamento no significa “el final del mundo” más de lo que significa en las profecías de Isaías. El término en español proviene de la primera palabra en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, donde “apocalipsis” significa, precisamente, “revelación”. ¿Qué está siendo revelado en este libro? El mundo tal como es y será. Los hechos humanos, en la visión apocalíptica original, son más que solo el flujo y reflujo de ocurrencias sin propósito. Lo que los impulsa no es la voluntad individual ni el determinismo material, sino la batalla de las fuerzas espirituales del bien y del mal, de las cuales las estructuras políticas y los movimientos sociales son meras manifestaciones. Eso no significa que el individuo sea impotente o carezca de importancia. El Apocalipsis de Juan desafía directamente a sus lectores a elegir de qué lado de la lucha cósmica estarán, y descarta la tibieza como opción (“¡Ni eres frío ni caliente!”). En lugar de eso, afirma que hay que llevar adelante una guerra que es posible ganar. La revelación, por tanto, es un extenso argumento contra el nihilismo; insiste en que hay un Dios que da significado a todo.
Ciertamente, este libro de la revelación es, en palabras del académico Christopher C. Rowland, “paradójicamente, el texto más velado de todos en la Biblia”. Lejos de proporcionarnos un relato sencillo, nos ofrece una sucesión de dichos enigmáticos e imágenes fantásticas: ángeles, jinetes, plagas, bestias de muchas cabezas, un lago de fuego, una ciudad de forma cúbica. Sea cual sea el tipo de revelación que el libro pueda representar, no se trata de la divulgación de un calendario.
Eso no ha impedido que generaciones de futurólogos devotos hayan intentado leerlo como si lo fuera. En efecto, gran parte de la historia cristiana podría ser contada como un relato de los cálculos de las fechas apocalípticas, seguidos de inevitables decepciones. Una de las razones por las que Agustín escribió en 426 su obra maestra, La ciudad de Dios, fue para contrarrestar una popular teoría del final de los tiempos centrada en el año 500. Cuando ese año llegó y pasó, las personas colocaron sucesivamente sus esperanzas en 801, 1000, 1033 y así, hasta el presente. (Según James Ussher, teólogo anglicano del siglo XVII, cuya cronología de la tierra basada en la Biblia resultó muy influyente, el milenio escatológico nacería en 1997, justo a tiempo, de haber sucedido, para evitar que Vladimir Putin asumiera como presidente de la Federación Rusa). En paralelo a las predicciones aritméticas, los grandes desastres fueron interpretados como anuncios del final: el saqueo de Roma, la caída de Jerusalén en manos de los ejércitos musulmanes, la peste negra, la Guerra de los Treinta Años. Una y otra vez, los últimos días jamás se materializarían y una nueva generación se pondría a trabajar revisando las fechas pronosticadas.
Esta incómoda historia ha conferido al apocalipsis una reputación desagradable. Pero todos esos proyectos descodificadores provienen de un malentendido básico de las escrituras cristianas. El Apocalipsis en sí rechaza cualquier intento de usar sus palabras para predecir el tiempo del final: “¡Vendrá como ladrón!”, cita esta exclamación de Cristo. Esta expresión sorprendente repite advertencias similares que aparecen en las cartas de Pablo y Pedro (Ap 16:15; 1 Tes 5:2-4; 2 Pe 3:10), así como la enfática declaración de Jesús en los evangelios: “… el día y la hora nadie sabe”. Está en nosotros vivir con la incertidumbre radical.
Cuando la pandemia de COVID aún estaba fresca, se hizo popular hablar de “estos tiempos difíciles”, por ejemplo, al comienzo de correos electrónicos comerciales, para indicar al receptor que uno era consciente de que esa factura o esa queja en particular no era tan importante si se tomaban en cuenta todas las cosas realmente malas que estaban sucediendo.
Aunque frases como esa se volvieron tediosas pronto, señalan una actitud que sería sabio cultivar. Los tiempos son difíciles; casi siempre lo han sido. Nuestros tiempos difíciles probablemente no sean el fin del mundo, pero pueden ser manifestaciones de las plagas que se derraman sobre la humanidad tal como el Apocalipsis describe. Aunque parezca extraño, ahí hay una razón para tener esperanza.
Si tienes un retoño en tu mano y te dicen "¡El Mesías está llegando!", primero planta el retoño y luego ve a saludarlo.
La palabra apocalipsis aparece en varios lugares clave del Nuevo Testamento además del Apocalipsis. Aparece, por ejemplo, en la Carta de Pablo a los Romanos (Ro 8:19-25), aunque los hispanoparlantes a menudo no lo notan cuando leen una traducción. “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación” —el apocalipsis— “de los hijos de Dios”. Así continúa Pablo:
Porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos.
Estas líneas describen un renacimiento cósmico (“dolores de parto”) rebosante de un exceso de significado que ha inspirado incontables páginas de comentarios. Al menos una cosa está clara: este apocalipsis —nuestro propio apocalipsis, para tomar prestado el decir de Pablo— promete que hay un después al hecho de la muerte. En tanto los sufrimientos del presente son reales, la última palabra acerca de la humanidad y acerca de la misma tierra no será la extinción sin sentido. Incluso nuestro cuerpo tiene un futuro, dice Pablo, aunque será transformado de un modo que permanece en el misterio. El Jesús resucitado —una persona de carne y hueso que en los evangelios come alimentos, parte el pan y asa pescado en una fogata junto a un lago— es prueba y anuncio de lo que la humanidad resucitada será.
El Talmud narra cómo uno de los contemporáneos de Pablo, el rabino Yohanan Ben Zakai, solía decir: “Si tienes un retoño en tu mano y te dicen '¡El Mesías está llegando!', primero planta el retoño y luego ve a saludarlo”. Entre época y época, mientras se aproxima el gran Shabat del universo, la humanidad tiene una tarea por delante. Plantemos el retoño; cuidemos a las lombrices; demos la bienvenida a los niños que nos son dados; tengamos esperanza. Los tiempos pueden ser difíciles, pero más allá de ellos, hay un futuro que esperamos con ansias.
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- N. de la T.: La versión al español del Réquiem de Johannes Brahms es una traducción de Jaime Goyena según consta en la página Kareol, de donde fue tomada.
Eunice Acosta
Excelente artículo que me llena de esperanza. Enmedio de todo lo que sucede en el mundo, es bueno leer algo que nos invita a creer que Dios estará cada día con nosotros. Muchas gracias.
Eunice Acosta
Amen. Muchas gracias por ese esperanzador artículo.