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CajaLao-Tzu, el antiguo filósofo chino, nos recuerda que «no es la arcilla que echa el alfarero lo que le da a la vasija su utilidad, sino el espacio en su interior». Si la estimulación y la dirección son la arcilla, entonces el tiempo para uno mismo es el espacio interior. Las horas ocupadas a solas, soñando despierto o en el silencio de las actividades no estructuradas —preferiblemente al aire libre, en la naturaleza—, infunden un sentido de seguridad e independencia y proporcionan la tranquilidad necesaria en el ritmo del día. Los niños se desarrollan en silencio. Sin distracciones externas a menudo se volverán tan inspirados en lo que están haciendo que estarán totalmente ajenos a todo lo que pasa a su alrededor. Desafortunadamente, el silencio es un lujo de tal magnitud que rara vez se les permite la oportunidad para ese tipo de concentración sin interrupciones.
Como padres y cuidadores, ¿cómo podemos encontrar maneras creativas de dar a los niños más silencio y espacio? En las escuelas, algunos maestros se paran en la puerta del aula con una bolsa, confiscando por el tiempo que dura la clase todos los teléfonos y tabletas, a fin de que los niños puedan concentrarse. Otros envían a casa cartas a los padres solicitando reducir el tiempo de entretenimiento después de las horas de escuela. Señalan que los niños tienen más probabilidades de hacer sus tareas y dormir bien en la noche. Explican que, al absorber menos violencia, son menos propensos a las peleas, altercados, el acoso y la intimidación en la escuela.
Aun si las escuelas no están dispuestas a desechar su venerada tecnología, existen programas al aire libre que pueden hacer maravillas en la confianza de los niños. En ocasiones, todo lo que los niños necesitan es una oportunidad para descubrir por sí mismos que el mundo real es más interesante que el mundo virtual. Laurie Rankin, quien trabaja con el programa «Big Brothers, Big Sisters» (Hermanos mayores, Hermanas mayores), cuenta esta historia:
Estaba dirigiendo una caminata en las montañas de Catskills, tuvimos un clima excelente y una buena participación. Recuerdo particularmente a Lance, de 13 años, quien llegó con sus audífonos puestos, escuchando música ruidosa y agresivamente me dijo: «Yo no quiero estar aquí». Le respondí: «¡Gracias por acompañarnos!». Su hermana menor, Jess, de 11 años, era tranquila y tímida. Cuando pasamos por grandes peñascos junto al sendero del bosque, le sugerí tratar de escalar las rocas. Tímidamente me respondió: «No, no puedo hacer eso». Yo seguí animándola y, finalmente con mi ayuda, se trepó muy cuidadosamente en la cima de una roca. Casi se mantuvo de pie, pero luego, un tanto asustada, se bajó con una gran sonrisa en su rostro.
Noté que Lance estaba observando. Nos detuvimos en la próxima roca y esta vez Jess subió hasta la cima y en tono triunfal alzó sus brazos arriba de su cabeza. Lance deslizó los audífonos sobre su cuello y le recomendó que tuviera cuidado. Pero en el próximo montón de rocas, Lance estaba escalando con su hermana, y le sugirió que se tomaran de las manos, asegurando sus pies y celebrando juntos el triunfo en la cima.
Fue magnífico ver a este equipo de hermanos ganar confianza ese día. Las tensiones que pudieron sentir en otros momentos de sus vidas, como leer un texto en voz alta en clase o discutir una mala acción con un adulto, se harían más ligeras porque conquistaron algunas rocas.
El año siguiente, la primera persona en salir de la camioneta fue Lance. No había audífonos a la vista. No podía esperar a mostrarme lo que tenía en su mochila: algunos guantes para que los niños se los pusieran cuando escalaran las rocas y una cuerda en caso de que tuvieran miedo. El muchacho agresivo del año pasado fue reemplazado por un joven que ahora era un líder del grupo.
No todos vivimos tan cerca de bosques y arroyos como desearíamos. Pero los maestros creativos pueden hacer mucho con poco. Dana Wiser, un amigo mío, recuerda cómo la maestra de su hija encontró una manera de darles a sus alumnos espacio en blanco durante el día:
Cuando mi hija Mary estaba en primer grado, tuvo suerte de tener una maestra sabia con respecto a los niños y la naturaleza. Ella animaba a cada niño a adoptar uno de los árboles que rodeaban el patio de juegos de los niños. El «árbol-mascota» de Mary era un sicómoro, fuerte y alto, y de un ancho que le permitía esconderse detrás. Cada niño estudió el árbol adoptado, dibujando sus hojas y el diseño de su corteza. El tiempo tranquilo con sus árboles mascotas fue muy especial, y cuando algo del día en la escuela le molestaba a Mary, todo lo que tenía que hacer era visitar su sicómoro para recibir consuelo de su fuerza y reconfortarse con su sombra. Luego amaría todos los árboles, especialmente los sicómoros, toda su vida; más que eso, algo del poder sanador de la naturaleza vive en su corazón como un regalo de su árbol mascota.
Pongamos a un lado nuestros teléfonos inteligentes y sintonicemos con las maravillas vivientes y palpitantes que nos están esperando para que las miremos y les prestemos atención. Apaguemos la máquina, tomemos de la mano a nuestros hijos y mostrémosles que el mundo real es un lugar fascinante.
Este artículo está extraído del capítulo ‘Salir de la pantalla’ del libro Su nombre es hoy.
Maca
A ver si te gusta! Maggie