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CajaUn manifiesto comunitario
El capitalismo liberal ha ignorado algunos temas fundamentales para la vida plena: justicia, libertad y comunidad.
por Eberhard Arnold
lunes, 13 de mayo de 2024
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En 1920, Eberhard, su esposa Emmy y sus cinco hijos se mudaron de Berlín a Sannerz, una aldea en Alemania central, donde fundaron una pequeña comunidad de familias y personas solteras basada en las prácticas de la iglesia primitiva tal como se describen en el Nuevo Testamento. Cinco años más tarde escribió este ensayo.
La vida en comunidad —vivir y trabajar juntos— es nada menos que una necesidad para nosotros. Es un deber ineludible que determina todo lo que hacemos y pensamos.
Nuestros propios planes y esfuerzos no han sido decisivos para que eligiéramos vivir de este modo. En lugar de eso, hemos sido aprehendidos por una certeza, una certeza que tiene su origen y su poder en la fuente de cada necesidad, una fuente capaz de transformar toda compulsión. Esta fuente toma cualquier cosa que luzca como una necesidad y la arrolla con un poder superior. Lo confesamos: esta fuente, este poder es Dios.
Fe y comunidad
Dios es la fuente de la vida. En él y a través de él nuestra vida común es construida y guiada una y otra vez a través de luchas intensas hasta la victoria definitiva. En una vida así, uno buscará en vano un paraíso placentero de confort humano o la realización de anhelos románticos; mucho menos satisfará cualquier deseo egoísta de felicidad personal. No, este es un camino dedicado a la voluntad incondicional de amar, un camino que participa de la propia voluntad de comunidad de Dios. Es un camino sumamente peligroso, un camino de profundo sufrimiento, que conduce directamente a la lucha por la existencia y a una vida de esfuerzo, a todas las dificultades creadas por la condición humana. Y, sin embargo, esta es precisamente nuestra más honda alegría: ver con claridad el conflicto crucial, la indescriptible tensión entre la vida y la muerte, el lugar del hombre entre el cielo y el infierno, y a pesar de eso creer que la vida, el amor y la verdad triunfarán sobre cualquier contrariedad, porque nosotros creemos en Dios.
Para nosotros, esta fe no es una teoría. Tampoco es un dogma, un sistema de ideas, un entramado de palabras, una forma de adoración ni una organización tal como una iglesia o una secta. La fe significa recibir al mismo Dios, significa ser asombrado por Dios. La fe es la fuerza que nos permite tomar este camino. Nos ayuda a recuperar la confianza una y otra vez cuando, desde un punto de vista humano, los cimientos de la confianza han sido destruidos. La fe nos proporciona la visión para percibir lo que es esencial e imperecedero. Nos da ojos para ver lo que no puede ser visto, y manos para tomar lo que no puede ser tocado, aunque esta realidad intangible esté presente siempre y en todas partes.
La fe nos da la capacidad de ver a las personas como son, no como se muestran. Nos libera de ver a otros a la luz de la costumbre social o según sus debilidades. No puede ser engañada por las máscaras de los buenos modales y la convención, de la respetabilidad en los negocios, de la moral de la clase media, de la observancia devota ni del poder político. Por cuanto la fe se encarga de que todas estas máscaras moldeadas por nuestra sociedad adoradora de riquezas, impura y asesina equivalgan a una mentira.
Aun así, tampoco la fe será engañada en la otra dirección ni inducida a pensar que la maldad y la inconstancia de la condición humana (a pesar de ser verdaderas) son su real y definitiva naturaleza. Desde luego que la fe se toma seriamente el hecho de que nosotros, los seres humanos, con nuestra constitución actual y natural somos incapaces de construir comunidad. Los cambios de humor temperamentales, los impulsos posesivos y los anhelos de satisfacción física y emocional, las poderosas tendencias de ambición y susceptibilidad, el deseo de ejercer influencia sobre los otros y los privilegios humanos de todo tipo colocan obstáculos aparentemente infranqueables en el camino a la verdadera comunidad.
Pero con la fe no podemos ser inducidos a pensar que estas debilidades reales de la naturaleza humana son concluyentes. Por el contrario, ante el poder de Dios y su amor que todo lo conquista, no tienen ninguna importancia. Dios es más fuerte que esas realidades. La energía de su Espíritu, creadora de comunidad, las supera a todas.
En este punto se vuelve sobradamente claro que la realización de una comunidad real, la construcción verdadera de una vida comunitaria es imposible sin una fe en un Poder superior. A pesar de todo lo que sale mal, las personas intentan una y otra vez depositar su confianza ya sea en la bondad humana (que realmente existe) o en la fuerza de la ley. Pero todos sus esfuerzos están destinados a convertirse en aflicción al enfrentarse a la realidad del mal. El único poder capaz de construir comunidad real es la fe en el principal misterio del Bien: la fe en Dios.
Justicia social y comunidad
Con esta fe, debemos adoptar una postura en relación con asuntos públicos como la vida internacional, política, social y económica. Hay organizaciones políticas que, tal como nosotros, apoyan la paz internacional, la comunidad total de bienes y la abolición de la propiedad privada. Sin embargo, no podemos simplemente apoyar a estas organizaciones y pelear sus batallas a su modo. Estos movimientos políticos pueden apuntar a alcanzar un amplio bien común, pero debido al modo en que luchan, acaban por ser contrarios a la comunidad: son incapaces de lograr el bienestar común de todos en una comunidad que incluya a todos. A pesar de sus muchas buenas intenciones, carecen de la fuerza y de la capacidad para sustituir una sociedad agotada por una comunidad orgánica y viva. Tal como lo demuestra la historia de todos esos movimientos, no pueden sobreponerse al deseo codicioso de poseer que tiene la humanidad.
A pesar de todo, nos sentimos atraídos junto con esos movimientos hacia todas las personas que padecen necesidad y aflicción, hacia aquellos que carecen de comida y de un techo, y cuyo desarrollo mental es entorpecido a través de la explotación. Con ellos nos situamos junto a los desposeídos, junto a aquellos privados de sus derechos y junto a los degradados y oprimidos. Y, aun así, evitamos ese tipo de lucha de clases que se vale de medios carentes de amor para cobrarse su venganza en aquellos que han explotado a los trabajadores hasta hacerlos sudar sangre. Rechazamos la guerra defensiva del proletariado oprimido tanto como las guerras defensivas de las naciones, a pesar de que estamos comprometidos con la libertad de nuestra nación y con la libertad de la clase trabajadora en todo el mundo. Ambas están esclavizadas y sabemos que esa esclavitud debe terminar. Pero la lucha que damos contra dicha esclavitud es espiritual. Es una lucha según la cual nos ponemos del lado de todos aquellos que pelean por la libertad, la paz y la justicia social.
Precisamente por esta razón debemos vivir en comunidad. Todas las revoluciones, todas las comunas, todos los movimientos idealistas o reformistas muestran simultáneamente su anhelo de comunidad y su incapacidad para alcanzarla. Estos ejemplos nos obligan a reconocer una y otra vez que solo hay un modo de transformar en realidad viva el deseo de comunidad que yace escondido en el corazón de todas las revoluciones: a través del ejemplo claro de la acción nacida de la verdad, cuando la acción y la palabra se vuelven una en Dios.
Por lo tanto, tenemos la única arma que puede ser eficaz contra la inmoralidad existente hoy. Esta arma del Espíritu es el trabajo constructivo llevado adelante en una hermandad de amor. No reconocemos el amor sentimental, el amor sin trabajo. Tampoco reconocemos la dedicación al trabajo práctico si no da prueba diaria de una relación franca entre aquellos que trabajan juntos, una relación que proviene del Espíritu. El amor al trabajo, así como el trabajo del amor, pertenece al Espíritu y proviene de él.
La comunidad a través de la historia de la iglesia
La vida del amor práctico que está llena del Espíritu fue testimoniada de un modo decisivo por los profetas judíos y más tarde por los primeros cristianos. Reconocemos a Cristo, el Jesús histórico cuya madre fue María y quien fue ejecutado bajo el poder del gobernador romano Poncio Pilato. Reconocemos, también, su mensaje completo tal como fue proclamado por sus apóstoles y llevado a la práctica por sus primeros seguidores que vivían en total comunidad [tal como está registrado en Hechos 2 y 4].
Por lo tanto, nos sentimos hermanos y hermanas de todos aquellos quienes, movidos por el Espíritu, se han unido para vivir en comunidad a lo largo de la historia. Han aparecido en numerosas oportunidades:
- Entre los cristianos del siglo I;
- En el movimiento profético de los montanistas en el siglo II;
- En los movimientos monásticos de los siglos siguientes;
- En el movimiento revolucionario de justicia y amor guiado por Arnaldo de Brescia;
- En el movimiento valdense;
- En las comunidades itinerantes de Francisco de Asís;
- Entre la Hermandad de Bohemia y de Moravia y los Hermanos de la Vida Común;
- Entre las beguinas y los begardos;
- De manera especial, entre los primeros movimientos anabautistas del siglo XVI, conocidos por su comunismo fraternal, su no violencia y el trabajo agrícola y artesanal de sus comunidades que recibían el nombre de “Bruderhof”;
- Entre los primeros cuáqueros;
- Entre los labadistas de los siglos XVII y XVIII;
- Entre los primeros moravianos en torno a Zinzendorf;
- Y en muchas otras comunidades cristocéntricas de confesiones diversas, que llegan hasta nuestros días.
Nos comprometemos con Jesús y con la forma de vida del cristianismo primitivo, porque en ella las necesidades físicas de las personas eran atendidas tanto como las espirituales. En ella, el cuerpo y la tierra jamás eran menospreciados y, a la vez, también se prestaba atención al alma y al espíritu. Cuando las personas preguntaban a Jesús cómo luciría la futura justicia de Dios, él señalaba sus acciones: los cuerpos enfermos eran sanados, los muertos eran levantados de su tumba, los demonios eran expulsados de los cuerpos atormentados y el mensaje de alegría era llevado a los más pobres entre los pobres. Este mensaje significa que el reino invisible del futuro está ahora cerca y verdaderamente se está haciendo realidad. Dios se está volviendo hombre, Dios se está volviendo carne y, por fin, la tierra será ganada para él, toda y completa.
Es el todo lo que importa aquí. El amor de Dios no reconoce fronteras ni se detiene ante ningún obstáculo. Por lo tanto, Jesús no se detiene ante la propiedad privada más de lo que lo hace ante la teología, el moralismo o el Estado. Jesús vio en la profundidad del corazón del joven rico, a quien amaba, y dijo: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres (…) y ven, sígueme” [Mc 10:17–22]. Jesús consideraba una cuestión natural que sus discípulos no tuvieran posesiones personales, sino que practicaran un comunismo de bolsa compartida [Jn 12:6]. Solo a un hombre se le confió la aborrecible responsabilidad de administrar el dinero de los discípulos y se quebró bajo su peso, una lección de no poca importancia para nuestra actual sociedad poseída por el dinero.
Sin embargo, ni siquiera la traición a Cristo y su ejecución significaron una derrota. La experiencia entusiasta del Espíritu de la que el Resucitado dotó a sus discípulos itinerantes les dio el poder para llevar adelante su vida comunal a una mayor escala. La primera iglesia se transformó en una comunidad intencional de varios miles de personas quienes, debido a que el amor ardía en ellas, debían permanecer unidas. En todos aquellos asuntos referidos a la vida comunitaria, los comportamientos emergentes eran acordes con una forma de concebir la vida como un todo unificado.
Los primeros cristianos en Jerusalén no poseían nada individualmente. Todo aquel que poseyera algún bien se sentía interiormente obligado a compartirlo. Ninguno tenía nada que no perteneciera completamente a la iglesia. Pero todo lo que la iglesia poseía estaba a disposición de todos.
Puesto que este amor generoso no puede excluir a nadie, ese círculo de personas aprehendidas por el Espíritu pronto fue conocido por tener las puertas y el corazón abiertos. Al momento del primer florecimiento de la iglesia encontraron las formas para alcanzar a todas las personas. Se ganaron el amor y la confianza de sus semejantes, a pesar de que en su lucha por la vida genuina eran proclives a volverse objetos de odio y de hostilidad letal. La razón de su fuerte influencia debió haber sido que estaban dedicados en cuerpo y alma a los otros, por cuanto para muchas personas esa es la única manera de ser “de un corazón y un alma” los unos con los otros (He 4:32).
El Espíritu en comunidad
La propiedad privada, las fortunas personales y los privilegios sociales solo pueden ser superados a través del poder unificador del Espíritu, que construye fraternidad y elimina los obstáculos que nos impiden volvernos hermanos y hermanas. Este es un proceso espiritual dinámico.
El Espíritu sopla como el viento. Nunca se vuelve rígido como el hierro o la piedra. Es infinitamente más sensible y delicado que los inflexibles designios del intelecto o que el marco frío y duro de las estructuras organizativas legales; más sensible incluso que las emociones del alma humana o las facultades del corazón humano, las bases sobre las cuales las personas tan a menudo intentan en vano construir edificios duraderos. Pero solo por esta razón el Espíritu es más fuerte e irresistible que todas estas cosas, jamás superable por poder alguno por grande que sea.
En la naturaleza, las cosas que parecen ser más duraderas —rocas y minerales inorgánicos— también son las más inertes, es decir, las que menos vida tienen. En tanto los delicados órganos de las criaturas vivientes son mucho más vulnerables al daño. Sin embargo, allí donde la vida orgánica se sobrepone a los obstáculos que se le presentan, prospera. Del mismo modo, allí donde el Espíritu llena una vida con la fuerza y la pureza suficientes para vencer a los poderes rivales, dicha vida puede vencer a la muerte. De hecho, puede vencerla para siempre. Esto fue lo que sucedió con Jesús. Sí, una vida así puede terminar, así como Jesús fue asesinado en lo que pareció ser el final. Pero incluso en su muerte, su vida se afirmó a sí misma como amor: amor sin violencia, amor que no reclama sus propios derechos y amor sin el deseo de poseer. Debido a esto, Jesús es ahora más fuerte y vive poderosamente como el Resucitado a través del Espíritu, como la voz interior y el ojo interior en nosotros.
Asimismo, la luz de la iglesia primitiva iluminó el camino de la humanidad en un solo destello breve. Aun así, su espíritu y su testimonio permanecieron vivos incluso después de que sus miembros fueran dispersados y muchos de ellos fueran asesinados. Una y otra vez a lo largo de la historia, formas similares de vida surgían como dones de Dios, expresiones del mismo Espíritu vivo. Los testigos eran asesinados y los padres morían, pero nacían —y nacen— nuevos hijos del Espíritu una y otra vez.
Los esfuerzos por organizar una comunidad de manera artificial solo pueden resultar en una caricatura fea y sosa. Solo al vaciarnos y abrirnos al Viviente —al Espíritu— él puede propiciar la misma vida entre nosotros tal como hizo entre los cristianos primitivos. El Espíritu es alegría en el Viviente, alegría en Dios como la única vida real; él es alegría en todas las personas, porque ellas obtienen vida de Dios. El Espíritu nos acerca a todas las personas y nos proporciona alegría al vivir y trabajar para los otros, por cuanto él es el espíritu de la creatividad y del amor hechos realidad a su grado máximo.
La vida en comunidad es posible solo en este Espíritu que todo lo abarca y en aquellas cosas que trae con él: una espiritualidad profundizada, una capacidad para experimentar la vida más plena e intensamente, un sentido de ser atravesado por un indescriptible suspenso. Rendirse a este Espíritu es una experiencia tan poderosa que nunca podemos equipararnos a él. Lo cierto es que el Espíritu solo se equipara a sí mismo. Él estimula nuestras energías encendiendo el núcleo más recóndito —el alma de la comunidad— hasta la incandescencia. Cuando este núcleo se quema y arde al punto del sacrificio, irradia a grandes distancias.
El martirio por el fuego, por lo tanto, pertenece a la esencia de la vida en comunidad. Significa el sacrificio diario de toda nuestra fuerza y todos nuestros derechos, todas las exigencias que solemos tener en la vida y que asumimos son justificadas. En el símbolo del fuego los leños individuales se queman de manera tal que, unidos, sus llamas resplandecientes irradian calor y luz una y otra vez por todas partes.
Símbolos de la comunidad en la naturaleza
La naturaleza, con toda su variedad de formas de vida, es una parábola en la que se retrata la comunidad del reino de Dios. Tal como el aire nos rodea o como un viento que sopla nos envuelve, necesitamos estar inmersos en el Espíritu que sopla, que todo lo unifica y renueva. Y tal como el agua nos lava y limpia cada día, así en el símbolo intensificado del bautismo por inmersión damos testimonio de nuestra purificación de todo aquello relacionado con la muerte. Esta “sepultura” en agua, que acontece solo una vez, significa una ruptura completa del statu quo; es un voto de hostilidad moral hacia el mal en nosotros y alrededor de nosotros. De manera similar, el levantarse del agua, que también acontece solo una vez, es una imagen vívida que proclama la resurrección. Vemos signos de esta misma resurrección, también, en nuestro trabajo agrícola: después de la muerte del otoño y el invierno vienen el florecimiento de la primavera y el fructífero verano; después de la siembra viene la cosecha.
El simbolismo puede encontrarse en los aspectos más triviales de la existencia humana, tales como nuestra necesidad diaria de comer. Cuando se los aborda con reverencia, hasta las comidas regulares compartidas pueden volverse fiestas comunitarias consagradas. La intensificación y la perfección principales de esta expresión de comunidad se manifiestan en el símbolo de compartir la mesa en la Cena del Señor. En ella el alimento del vino y el pan es en sí mismo un testimonio de que podemos dejar que Cristo entre en nosotros. Da testimonio de la catástrofe de su muerte y de su segunda venida, así como de su iglesia en tanto un cuerpo unido en una vida común. Del mismo modo, cada día de labor compartida dentro de una comunidad trabajadora es una parábola de la siembra y la cosecha de la vida, de los inicios de la humanidad y de su hora decisiva final.
El cuerpo y la comunidad
Asimismo, la naturaleza de cada ser humano en tanto un cuerpo provisto de un alma es una parábola de que el Espíritu mora en su creación. Por ese motivo el cuerpo humano debe ser preservado completamente puro como un recipiente pronto para recibir a Dios.
El matrimonio es la intensificación extraordinaria de este símbolo de la unidad entre el cuerpo y el alma. En tanto unión de dos personas en un lazo de fidelidad entre un hombre y una mujer, el matrimonio es un retrato de la unidad del único Espíritu con la humanidad, y ciertamente, la unión del único Cristo con su única iglesia. Cuando una persona celebra el símbolo sagrado del matrimonio, una pureza autodisciplinada y un ascetismo sexual moderado adquieren una nueva forma de alegría liberadora en la creación de vida. No estamos enemistados con la vida; solo sabemos que el cuerpo y sus deseos no pueden determinar lo que somos y lo que hacemos. El cuerpo debe ser un instrumento vivo del Espíritu, ya sea en el estado matrimonial o, para algunos, a través de la consagración al reino venidero en una virginidad de por vida.
En el cuerpo humano, la comunidad se mantiene solo por el sacrificio constante, así como las células que mueren son reemplazadas por nuevas. De manera similar, el organismo de una comunidad eclesial saludable solo puede florecer cuando hay un sacrificio heroico. Una comunidad así es una hermandad de autosacrificio comprometido y libremente elegido. Se trata de una hermandad educativa de ayuda y corrección mutuas, una comunidad de bienes y de trabajo común que lucha en nombre de la iglesia militante. En ella, la justicia no consiste en hacer y satisfacer demandas referidas a derechos personales, aunque sean razonables. Por el contrario, consiste en dar a cada miembro la oportunidad de arriesgarlo todo, de entregarse completamente de manera tal que Dios pueda encarnar en cada uno y el reino pueda irrumpir con fuerza en su vida. Una justicia así no puede tomar la forma de elevadas exigencias a otros, sino de un autosacrificio gozoso. Aquí, las realidades del futuro de Dios se concretan ahora, se manifiestan como disposición, placer de trabajar, gozo en las personas y entrega al todo. El gozo y el entusiasmo toman la forma de un amor activo. El Espíritu de Dios se expresa como alegría y coraje en el sacrificio.
Trabajo, creatividad y las artes
Cuando los hombres y las mujeres que trabajan unen voluntariamente sus manos y renuncian a todo lo que sea obstinado, aislado o privado, las relaciones fraternales y libres que establecen se vuelven una guía: indicadores de la principal unidad de todas las personas en el reino de amor de Dios. La voluntad que anima este reino pacífico, que algún día incluirá a cada ser humano, viene de Dios. Del mismo modo lo hace el generoso espíritu de fraternidad en el trabajo. El trabajo como espíritu y el espíritu como trabajo, esa es la naturaleza esencial del futuro orden de paz, que viene a nosotros en Cristo.
Una tarea así —es decir, la alegría en esmerarse por el bien común codo a codo con los compañeros— es lo que hace posible la comunidad. Esta alegría será nuestra si, al hacer las tareas más mundanas, permanecemos siempre conectados en un lazo sagrado con el Eterno. Luego, a medida que trabajemos, reconoceremos que todo lo terrenal y lo corporal está consagrado al futuro de Dios.
Amamos el cuerpo porque es la morada consagrada del Espíritu. Amamos el suelo porque Dios creó la tierra a través del llamado de su Espíritu, y porque Dios mismo lo convoca a salir de su estado natural silvestre de manera tal de que pueda ser cultivado por el trabajo comunitario del hombre. Amamos el trabajo físico —el trabajo manual y muscular— y amamos la destreza del artesano, donde el espíritu guía la mano. Vemos el misterio de la comunidad en el modo en que el espíritu y la mano trabajan uno a través del otro.
Amamos la actividad de la mente y del espíritu, también: la riqueza de todas las artes creativas y la exploración de las relaciones intelectuales y espirituales en la historia y en el destino de paz de la humanidad. Sea cual sea nuestro trabajo, debemos reconocer y hacer la voluntad de Dios en él. Dios —el Espíritu creativo— ha formado la naturaleza, y Dios —el Espíritu redentor— nos ha confiado la tierra a nosotros, sus hijos e hijas, como una herencia, pero también como una tarea: nuestro jardín debe volverse su jardín.
El organismo de la iglesia
El propio cuerpo es una parábola del reino, una señal de que Dios ganará la tierra para él, llenándola de paz y alegría y justicia. Entonces la humanidad se volverá un organismo, así como cada cuerpo vivo consiste en millones de células independientes. Este organismo ya existe en la actualidad, como la iglesia invisible.
Cuando reconocemos la realidad y la unidad invisibles de la iglesia, reconocemos su libertad en el Espíritu. Y, a la vez, la necesidad de una disciplina de la iglesia a través del Espíritu. Cuanto más confiada y autónomamente siga su camino un grupo con una vocación específica, más profunda deberá ser su conciencia de pertenecer a la unidad de una sancta, la única iglesia universal. Y con la misma urgencia, necesitará disciplina y formación a través del servicio mutuo de la iglesia universal, proveniente de su unanimidad ecuménica en materia de fe y vida.
Todas las hermandades, todos los hogares, las comunidades o asentamientos son (si están espiritualmente vivos) simplemente células autónomas en el gran organismo. A una escala menor, las familias y las personas individuales son células autónomas dentro del grupo del cual forman parte. La autonomía de todas estas células individuales consiste en el modo específico en que cada una de ellas vive para el todo. La vida de cada célula construye la comunidad de células a la que pertenece.
Libertad en comunidad
¿Cómo puede ser esto? El secreto reside en dos cosas: la libertad de autodeterminación y el autosometimiento al todo. Para los individuos, esto significa lo que los filósofos han llamado la libertad de la “buena voluntad”. Esta libertad, indispensable para la vida comunitaria, es, por un lado, igualmente opuesta al paternalismo y a la dominación, y a una laxitud disoluta, por el otro. En una comunidad de personas sostenidas por la fe en el Espíritu, la libertad individual consiste en su decisión libre de abrazar la voluntad comunitaria propiciada por el Espíritu. La libertad, actuando en cada miembro como una voluntad de bien, genera unidad y unanimidad, porque la voluntad liberada es dirigida hacia la unidad del reino de Dios y hacia el bien de toda la especie humana. Una voluntad así de liberada adquiere una energía más vital e intensa.
La voluntad liberada debe, en este mundo de muerte, afirmarse a sí misma constantemente contra los poderes destructivos y esclavizantes de la mentira, la impureza, el capitalismo y la fuerza militar. Se compromete en la lucha en todas partes: contra el espíritu del asesinato, contra toda hostilidad (incluyendo el veneno de la lengua burlona y pendenciera), contra todo el mal y la injusticia que las personas se perpetran entre sí. Es decir, lucha tanto en la vida pública como en la privada contra la misma naturaleza del odio y la muerte, y contra todo aquello que se opone a la comunidad.
El llamamiento a la libertad es un llamamiento a una batalla sin pausa, una guerra sin respiro. Aquellos que son llamados a participar deben estar continuamente en alerta. No solo necesitan de la mayor fuerza de voluntad que puedan reunir, sino también de la ayuda de cada uno de los demás poderes otorgados por Dios para conocer el sufrimiento del proletariado oprimido, para apoyar a los pobres y para luchar contra todo el mal en ellos y en el mundo en torno a ellos.
Esta lucha contra el mal, contra todo lo que envenena o destruye la comunidad debe ser llevada adelante con más fuerza dentro de una comunidad que contra el mundo exterior, pero debe ser llevada adelante incluso más implacablemente en cada individuo. En la vida comunitaria, cualquier flojera, cualquier complacencia blanda, se supera con la intensidad ardiente del amor. El Espíritu de comunidad toma una posición de combate dentro de cada individuo y lucha contra el hombre viejo desde la posición del hombre nuevo y mejor que reside en él, la posición del hombre que está llamado a ser.
Vocaciones y la única iglesia
Está claro que la guerra de liberación en pos de la unidad y de la plenitud del amor se está librando en muchos frentes y con muchas armas diferentes. Del mismo modo, el trabajo de la comunidad encuentra su expresión de muchas maneras diferentes.
Algunos pueden estar tentados a creer que una vida sin propiedad personal en una comunidad de bienes es el único camino para ser un seguidor de Jesús y un miembro de su iglesia en la tierra. Pero esto sería un error. Debemos reconocer la sorprendente diversidad de tareas y vocaciones que pertenecen a la iglesia militante. Aun así, para cada uno de nosotros hay una certeza de propósito en cada tramo del camino que somos llamados a transitar. Solo cuando hay una certeza directa de la propia vocación puede haber fidelidad y una claridad inequívoca (incluso en las pequeñas cosas) hasta el final. Solo aquellos que se mantienen firmes pueden llevar el estandarte; pero a aquellos incapaces de aguantar, nada les puede ser confiado.
En consecuencia, los humanos no reciben un alto encargo de Dios sin recibir además una tarea específica y definida. Obviamente, una vocación más grande y completa puede absorber una previa y más limitada (esta es la manera en la que una vocación puede suplantar otra). Pero no hay ninguna disminución de Dios cuando los apóstoles, los profetas, los mártires, los maestros, los ancianos y los diáconos reconocen a Dios y, con él, la tarea, servicio o encargo particular para el cual él los ha llamado. Lo que es decisivo es que cualquier vocación específica conduce solamente a Cristo: sirve a toda la iglesia y anticipa el reino venidero.
Allí donde las personas vean su tarea particular como algo especial en sí, se perderán. Pero cualquiera que sirva al todo en su propio lugar específico y en su propio modo característico puede decir con razón: “Pertenezco a Dios y a la vida en comunidad”, o a Dios y cualquier otro llamamiento. Sin embargo, antes de que nuestro servicio humano pueda volverse un servicio divino, debemos reconocer cuán pequeño y limitado es ante el todo. Por lo tanto, un llamamiento especial —vivir en comunidad, por ejemplo— jamás debe ser confundido con la iglesia de Cristo en sí.
La vida en comunidad significa disciplina en comunidad, educación en comunidad y entrenamiento permanente para el discipulado de Cristo. Sin embargo, el misterio de la iglesia es algo distinto, algo más grande. Es la vida de Dios, y al venir de él penetra la disciplina de la comunidad. Esta penetración de lo divino en lo humano acontece cada vez que la tensión de un anhelo desesperado produce una apertura y una disposición en las que solo Dios puede actuar y hablar. En momentos así una comunidad puede recibir el encargo de la iglesia invisible y la certeza de una misión específica: hablar y actuar —sin confundirse, no obstante, a sí misma con la iglesia— en el nombre de la iglesia.
Ese es el motivo por el cual, en la vida de una comunidad, las personas pueden ser confrontadas una y otra vez con varias preguntas decisivas: ¿Cómo soy llamado? ¿A qué soy llamado? ¿Seguiré el llamamiento? Solo unos pocos son llamados a ese camino especial que es nuestro. Aun así, aquellos que son llamados —un pequeño grupo probado en batalla, que debe sacrificarse a sí mismo una y otra vez— se mantendrán firmemente por el resto de su vida comprometidos con la tarea común que Dios les mostró. Estarán dispuestos a una vida de sacrificio en aras de la vida común.
Las personas dejan su hogar, a sus padres y su carrera en aras del matrimonio; en aras de su esposa y su hijo arriesgan su vida. Del mismo modo, es necesario desprenderse y sacrificar todo en aras de nuestro llamamiento a este camino. Nuestro testimonio público de comunidad voluntaria de bienes y trabajo, de una vida de paz y amor, tendrá sentido solo cuando le pongamos todo el entusiasmo de nuestra vida y nuestro trabajo.
Atreverse a la aventura
Se cumplen ahora [1925] más de cinco años desde que nuestra pequeña hermandad en Berlín decidió aventurarse —en el sentido de esta confesión de fe— a vivir y trabajar juntos en comunidad sobre la base de la fe. Y así nació nuestra pequeña comunidad intencional. Éramos un puñado de personas de los más variados contextos y profesiones, que deseaban ponerse a sí mismas completamente al servicio del todo. A pesar de las decepciones y de las dificultades, a pesar de que el conjunto de miembros ha cambiado, somos ahora entre veinticinco y treinta adultos y niños.
Todo lo que cualquiera de los miembros permanentes adquiere en forma de ingreso, propiedad o posesiones, lo vuelca incondicionalmente al fondo común del hogar. Sin embargo, incluso el hogar de la comunidad en tanto grupo cerrado no se considera a sí mismo como el propietario corporativo de los bienes que hay en su inventario ni de sus empresas. En lugar de eso —al igual que la comunidad en torno a nuestro amigo Kees Boeke en Bilthoven, Holanda— actúa como administrador de los activos que posee para el bien común de todos, y por esta razón mantiene su puerta abierta a todos. Del mismo modo, para tomar decisiones requiere de la completa unanimidad en el Espíritu.
Sobre la base de los diversos talentos y profesiones de nuestros miembros individuales se han desarrollado varias áreas de trabajo dentro de la comunidad: (1) edición de libros y publicaciones periódicas; (2) escuela y hogar para niños; (3) agricultura y horticultura; (4) trabajo juvenil y hostelería.
Dada nuestra base de fe, no podemos abordar el desarrollo de nuestra comunidad desde un punto de vista puramente económico. No podemos simplemente elegir a las personas más capaces para destinarlas a nuestras diversas áreas de trabajo. Apuntamos a la eficiencia en todas las áreas; pero más importante aún, buscamos la fe. Cada persona —ya sea un miembro comprometido, un ayudante o un huésped—debe enfrentar una y otra vez el asunto de si está o no adaptándose a la comunidad venidera regida por Cristo, y en qué vocación especial está llamado a servir a la iglesia de Cristo.
Por lo tanto, nuestra tarea es una aventura a la que nos atrevemos una y otra vez. Sin embargo, nosotros no somos la fuerza impulsora. Somos nosotros quienes hemos sido conducidos y debemos ser animados. El peligro del agotamiento y del sinsentido siempre está presente, pero es continuamente vencido por la fe que subyace a la ayuda mutua.
La presente versión en español, realizada por Claudia Amengual, es una traducción de Why We Live in Community, traducción al inglés del original en alemán Warum wir in Gemeinschaft leben, un ensayo publicado en la revista de Eberhard Arnold Die Wegwarte, ediciones 1:10/11 (Octubre/Noviembre, 1925) y 111:8/9 (Mayo/Junio, 1927), en Sannerz, Alemania. Dicha traducción al inglés está basada en otra traducción al inglés del texto de 1925, publicada en Plough Quarterly 18 (Otoño, 2018).
Este artículo está disponible en formato de un libro, con dos charlas interpretativas de Thomas Merton, bajo el título ¿Por qué vivimos en comunidad?
Arte de Isaiah King. Usado con permiso.