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Caja¿Deberían ser hermosas las iglesias?
Una cristiana criada en iglesias sencillas se siente incómoda en las resplandecientes basílicas de Roma, hasta que empieza a verlas como Dios podría hacerlo.
por Sharon Rose Christner
lunes, 23 de octubre de 2023
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Tengo el recuerdo de algo que brillaba, el color de un cielo zafirino con puntos brillantes de luz, como los cielos abriéndose entre nosotros, irradiando por debajo del dosel sobre el altar, todo lo cual debe de haber sido producto de mi imaginación durante aquella misa, pues, al volver a verlo, noté que nada de eso existía. Sentíamos que estábamos en algún tipo de réplica elaborada del cielo, o que el cielo podía irrumpir a través de las ventanas en cualquier momento. Mi hermana menor permanecía sentada boquiabierta y contemplaba embobada el techo de la catedral de Filadelfia, las cúpulas, las lámparas colgantes, los ángeles pintados, todo laminado en oro. Para ella, “iglesia” aún significaba la vieja tienda de comestibles.
Ninguna de las iglesias a las que asistimos mientras fuimos creciendo podía ser llamada con exactitud “iglesia” desde ningún punto de vista arquitectónico. Existe una inclinación hacia la simplicidad estética entre los nacidos menonitas, exmenonitas, cristianos carismáticos e iglesias con presupuesto limitado, y estos, en sus varias combinaciones, fueron los grupos de personas con quienes nosotros seis pasábamos nuestros domingos en el condado de Lancaster.
Nuestra primera iglesia, una pequeña iglesia comunitaria simplemente denominada “cristiana”, se reunía en una habitación separada por un tabique divisorio y arrendada al centro recreativo del pueblo. En otros momentos esa habitación era usada para clases de gimnasia y de twirling, así como para un programa de asistencia infantil después del horario escolar. Por eso, en las paredes había páginas de libros para colorear, bastones, pompones y pesas apilados en los rincones, y no mucho más a modo de decoración. No había himnarios ni programas, así que alguien pidió prestado un retroproyector y proyectaba la letra de las canciones en la pared que daba a la calle. Las personas se sentaban en sillas de metal plegables marrones o, si había muchos pequeños, sobre una manta en el piso. Nosotros, los niños, a menudo teníamos permiso para bailar al fondo durante los cantos, con panderetas, sacudidores y cintas. En mis recuerdos, no había nada en los servicios que señalara una estructura o un cambio de las estaciones, salvo por los hechos reales de nuestra vida, y que una vez cada tanto había donas.
Más tarde comenzamos a asistir a la iglesia en un gimnasio escolar; luego en la habitación encima del garaje de alguien. Luego fue una iglesia en una vieja tienda de comestibles: con forma de caja, sencilla, con una especie de pintura blancuzca y raspada, imposible de limpiar por completo, con tubos de luz fluorescente y una única ventana. Un antiguo edificio de oficinas, un sótano arrendado, la habitación libre en un restaurante que finalmente se incendió. De alguna manera, esas congregaciones eran como la iglesia primitiva: nada alrededor de nosotros había sido originalmente concebido para el culto, pero cualquier cosa podía adaptarse a él. Nada era de antemano una iglesia, pero cualquier lugar podía transformarse en una.
En las ocasiones (funerales, escuelas bíblicas gratuitas durante el verano) en las que asistíamos a iglesias que habían sido construidas para ser iglesias, esas eran generalmente bajas, sencillas y vernáculas, al estilo menonita, sin demasiada decoración excepto un edredón cosido por algunas de las abuelas, quizá una cartelera con las pinturas hechas con los dedos por los niños pequeños. Aun así, era una experiencia impresionante entrar a un lugar como ese y saber que había sido construido para ese propósito; jamás había sido otra cosa.
Todo parecía muy alto, gótico, formal y poco atrayente. Y, sobre todo, innecesario.
Es de imaginar mi sorpresa cuando, a punto de comenzar la universidad en Filadelfia, entré a una iglesia católica por primera vez. La iglesia de los santos Águeda y Santiago era a la vez hermosa e inquietante. Yo había supuesto que cualquier iglesia que tuviera la palabra “Santo” en su nombre sería muy elegante, y esta tenía dos santos y bastante elegancia. Lo cuestioné todo: ¿Por qué el castillo en miniatura tras el altar? ¿Por qué estatuas de personas? ¿Por qué una caseta donde parecía que alquilaban velas? ¿Por qué las cien flores de lis doradas en los techos inmensamente altos? ¿De dónde sacaron el dinero para esto en el Oeste de Filadelfia? ¿No había suficiente cantidad de gente para alimentar? ¿Por qué en los vitrales se leía el nombre de los donantes? Y eso era solo el edificio. En el servicio había una escritura secreta que yo no podía ver, pero que todos los demás habían memorizado, con fragmentos de oraciones en lenguas muertas. Todo parecía muy alto, gótico, formal y poco atrayente. Y, sobre todo, innecesario.
Ese verano, cuando mi hermana fue a Filadelfia, fuimos a visitar la basílica de San Pedro y San Pablo, y descubrí que era posible que una iglesia fuera aún más extravagante. Tenía todos los mismos adornos dorados de Águeda-Santiago, todas las velas y los objetos litúrgicos extraños, pero a escala de un aeropuerto o un capitolio. Un lugar absolutamente mastodóntico, donde todo se curvaba, se elevaba y se regocijaba en los cielos, y que aquí abajo asentaba sus grandes columnas y grutas en majestuosa procesión.
El año siguiente viví durante un período lectivo en Cambridge, Inglaterra, donde uno de cada tres edificios es una iglesia. Me encontré una vez en un servicio vespertino en la capilla de King´s College. Ese lugar estaba completamente a otra escala, una gruta en forma de prisma con luces de colores y voces brillantes y perfectas. El órgano en el centro era más grande que iglesias enteras a las que había asistido. Cientos de años antes alguien había dispuesto que los feligreses se sentaran en gradas según su rango y estatus, y las personas aún se sentaban de esa manera. Cincelados en la mampostería de las paredes y el techo había sellos y símbolos que correspondían a reyes que alababan al señor y se mataban entre sí. Sus imágenes estaban esculpidas en la cabeza de piedra de los santos, luego golpeadas por sus sucesores hasta hacerlas desaparecer. Raspados en la parte posterior de los bancos de madera oscura unos grafitis silenciosos decían cosas como JOHN E 1729. Por encima de la elevada liturgia anglicana flotaban palabras arcaicas que apenas entendía. Los niños del coro eran profesionales y su director pronto sería investido como caballero. Durante el día todo el lugar resplandecía; en la noche ni siquiera se atrevían a llenar aquel lugar inmenso con luz y, en lugar de eso, lo salpicaban con cientos de velas colocadas sobre los bancos y en soportes y suspendidas en el aire, y al final del servicio vespertino fue necesario que varios hombres las apagaran una por una y regresaran el lugar a su enorme oscuridad melancólica.
Y, finalmente, luego de Cambridge fui a Roma y me maravillé ante las basílicas papales y, sobre todo, ante San Pedro en Ciudad del Vaticano. Arrollaba por completo todo lo demás. Sus cinco millones de metros cúbicos podrían fácilmente albergar las otras tres iglesias que ya he mencionado, y aún dejar espacio para añadir alguna iglesia parroquial, unos miles de personas y las once capillas laterales que ya existen en el lugar. Cada superficie de ese cosmos está cubierta de ornamento, oro y gemas, obras de arte invaluables y los cuerpos de almas inmortales.
Paso a paso había llegado lejos de donde había comenzado, desde la sencilla habitación blanca con tabiques y sillas plegables a esa enorme bóveda de mármol. Me sentí incómoda con todo ese exceso, y con el sentido de que eso había sido hecho con la intención de transmitir poder tanto como con la de invitar a orar. Sabía que San Pedro había sido financiada en parte con la venta de indulgencias, lo que provocó la Reforma que estremeció la iglesia y lo que, en su momento, convenció a los prelados católicos de que esa basílica debía tener mayores dimensiones que las planeadas originalmente, para mostrar a aquellos disidentes de quién era la verdadera iglesia. Esto se parecía exactamente al tipo de conflicto trágico y exceso tonto que convenció a mis ancestros de ser unos sencillos granjeros y pertenecer a una iglesia ubicada en un granero. ¿Hay alguna ventaja espiritual en tener tanto oro alrededor? ¿No es más probable que sea peligroso? ¿Acaso no hay personas que podrían usarlo para alimentarse y abrigarse? ¿Por qué construir algo tan elevado e inaccesible, tan hermoso e inalcanzable, siendo que Cristo descendió hasta su pueblo? Uno jamás imaginaría que el Dios adorado allí había nacido en un establo y crecido en un pueblo remoto.
Para alguien que es el arquitecto perfecto, todo puede ser vergonzoso, tosco y ridículo en lo que respecta a la técnica y a la ejecución.
Durante algún tiempo deambulé por Roma pensando en esas cosas, y entonces algo extraño sucedió. Estaba en la basílica de Santa María en Trastevere, observando aún con recelo el centésimo mosaico exquisito de Jesús y su madre, cuando de pronto todo se develó ante mí como el dibujo de un niño.
Los materiales no habían cambiado, pero los elementos lucían como si un niño de siete años los hubiera dispuesto. Jesús y María se sientan juntos en un diván cuya solidez estructural luce dudosa. Los ojos de María están ligeramente torcidos; tiene las cejas juntas y un rostro alargado y soso. Su nariz es muy larga y su boca es diminuta. Viste un vestido muy elegante con capucha y una corona, pero no tiene cabello. Los ojos de Jesús tampoco miran en la misma dirección; la barba le nace del mentón y tiene un extrañísimo bigote dividido en tres. Es mucho más grande que todos los demás que aparecen en la imagen, incluyendo a una hilera de amigos, quienes llevan unos zapatos muy vistosos. María sostiene un papel y Jesús sostiene un libro, y las dos piezas lucen unas enormes y tambaleantes letras mayúsculas que se extienden hacia varias líneas. Flotando entre ellos hay un montón de ovejas desproporcionadamente pequeñas y en dos dimensiones, que se parecen a caballos gordos.
Por supuesto que me daba cuenta de que aún era hermoso y extravagante, pero una vez que lo vi como el esfuerzo de un niño, ya no pude dejar de considerarlo de ese modo. Empecé a ver todo de la misma manera: los garabatos con florituras espiraladas en San Clemente; el papa dibujado como una pequeña tortuga blanca a los pies de Jesús en San Pablo Extramuros; la víbora que muerde la entrepierna de alguien en la Capilla Sixtina y que parece surgida de la imaginación de un escolar en pleno bostezo.
Esto me permitió ser más generosa con todo el asunto: el inaccesible mosaico dorado era realmente la obra de un niño que hacía su mejor esfuerzo para dibujar una imagen de Jesús y quizá también de los amigos y la mamá de Jesús, y que la destruía al errarle en los ojos, las proporciones y los colores.
Me pregunté si los grandes artistas conciben la mayoría del arte de este modo; y si Dios ve de este modo todas las cosas hechas por el hombre. Para alguien que es el arquitecto perfecto, todo puede ser vergonzoso, tosco y ridículo en lo que respecta a la técnica y a la ejecución. Con relación a lo que un Dios del universo podría ver en torno a él en todo momento, contemplando desde arriba, todo debe parecerse un poco a una tentativa.
Después de todo, ¿la basílica de Pedro y Pablo en Filadelfia no había mostrado que Águeda-Santiago era algo más sencillo y discreto? Lo que significa: promedio para una iglesia católica, un tanto pesado, bienintencionado, donde el Padre Carlos pronuncia homilías con voz suave a jóvenes que llegan después de largas caminatas con mochilas y rostros abatidos que, a veces, mantienen a lo largo de la misa, donde los sochantres deben competir con las sirenas de cinco hospitales.
Y ante la famosa capilla de Cambridge, la basílica de Filadelfia parecía modesta y acogedora: una filadelfiana de cuna, de menos de doscientos años, diseñada para sobrevivir disturbios, haciendo lo posible por lucir hermosa así comprimida contra el gigantesco Sheraton de hormigón con su enorme letrero iluminado en rojo. Una vez que salí de mi trance estrellado, el servicio fue bastante humilde, con alguien que pronunciaba una homilía por primera vez y defendía el descanso dominical.
Durante mi vista a Roma, pude considerar la capilla de King´s College como un lugar que también lo estaba intentando: intentando que los estudiantes se acercaran al culto, intentando ser una capilla bajo la presión de ser, ante todo, un museo y una sala de conciertos; intentando calefaccionar ese espacio imposible a lo largo de tantas vísperas con escasa asistencia. Siempre con un poco de preocupación por el mantenimiento del edificio, siempre deseando que las personas pudieran guardar sus cámaras y simplemente escuchar.
Cada una de esas iglesias hizo que la anterior pareciera provinciana y modesta. Y quizá todas luzcan de igual modo a los ojos de aquel para quien fueron aparentemente diseñadas: intentos infantiles y semiexitosos de devoción.
Claro que es más complicado que eso. Esas iglesias han visto despliegues de poder y explotación; una gran cantidad del tipo de orgullo dañino. Pero alguien ―algún cardenal o mampostero― debe haber hecho de la construcción de cada uno de esos edificios una obra de amor o de esmerado deber, que es pariente del amor. Alguien debió haber notado la inadecuación de todo aquello para atraer a su referente, y quizá intentó acercarse todo lo posible, de todos modos, en aras del amor y no del orgullo. Construir una casa para Dios… ¿cómo podemos hacerlo de una manera adecuada?
En cualquier caso, el orgullo puede vincularse con la destreza artística o con la austeridad. Los menonitas pueden enorgullecerse de su vestimenta perfectamente sencilla, los luteranos pueden enorgullecerse de sus comidas compartidas y los cristianos no denominacionales pueden competir por cuál es el servicio más guiado por el espíritu. Algunos de nosotros estamos orgullosos de lo que tenemos y algunos de lo que podemos prescindir.
Cuando una niña hace un regalo a su hermana, esperamos que no esté más preocupada por su purpurina o sus habilidades artísticas que por su hermana. Pero si ella ama mucho a su hermana, celebramos en silencio cuando gasta todas sus mejores pinturas, lentejuelas, pegatinas, cuentas y tardes enteras dedicadas a hacer algo extravagante. También celebramos cuando, de forma espontánea, garabatea algo cariñoso para su hermana con la mitad de un crayón verde que había guardado en su bolsillo.
Considerar un lugar extravagante como un intento rudimentario puede ayudar a ablandar tanto al esteta como al asceta. Para el esteta: si la exquisita basílica no resulta más impresionante para Dios que la sencilla capilla de un ambiente ―el dibujo de un niño de dos años no se diferencia mucho del de uno de tres a los ojos de un pintor famoso―, entonces la intención es verdaderamente lo más importante. No nos encanta del dibujo de nuestra hija porque la figura se parece a nosotros; no se nos parece. Nos encanta porque quiso dibujarnos, darnos algo que hizo.
Para el asceta: si la obra de arte es solo el esfuerzo de un niño, entonces es en ese tipo de cosas imperfectas donde Dios se complace en redimir y en emplearlas de manera dramática. No me costó creer que Dios pudiera valerse de un gimnasio escolar o una fallida tienda de comestibles; lo que resultaba más difícil de imaginar era cómo redimiría un palacio decadente. Pero el palacio, con todas sus fallas, tiene el mismo potencial redentor en las manos de un Dios benevolente y creativo.
Y en la actualidad, las congregaciones que celebran su culto en lugares altos y dorados están trabajando, tanto como cualquiera, con lo que tienen a mano, con materiales que no eligieron. Hacen lo mejor que pueden para encajar en aquello caro y engorroso que heredaron, y lo están haciendo funcionar. Cuanto más observo, más me doy cuenta de que cada lugar y cada canción son improvisados, que todo aquel que ama solo está intentándolo. Incluso San Pedro, si uno se queda el tiempo suficiente, comenzará a mostrar sus humildes defectos, sus sinceros y temblorosos actos de devoción.
Traducción de Claudia Amengual.