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CajaEl bautismo implica dejar el hogar para encontrarlo
¿Cómo hacer propia una tradición heredada? Un joven huterita considera el legado de sus antepasados.
por Julian Waldner
lunes, 22 de mayo de 2023
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“Todo comenzó en Suiza”, escribió Kaspar Braitmichel, el cronista huterita del siglo XVI, “donde Dios provocó un avivamiento”. El año era 1525. En Zúrich un grupo de jóvenes guiados por el pastor reformador Ulrich Zwingli se había estado reuniendo para analizar asuntos de teología y de la nueva formación humanística. Dos de ellos, Felix Manz y Conrad Grebel, habían trabajado junto a Zwingli para provocar cambios en las iglesias e instituciones de la ciudad basados en su estudio del Nuevo Testamento. Sus propuestas iniciales ―abolir los días de ayuno obligatorio, ofrecer los servicios religiosos en la lengua vernácula y no en latín y acabar con la costumbre lucrativa de emplear a los jóvenes del lugar como mercenarios― habían recibido apoyo del ayuntamiento, lo que había otorgado a Zwingli una influencia política cada vez mayor.
Pero Manz, Grebel y sus seguidores estaban convencidos de que, según la Biblia, el acto de volverse cristiano debía ser voluntario, no un deber cívico impuesto por la coacción del Estado. En consecuencia, el bautismo solo debería acontecer cuando un individuo tuviera la madurez suficiente para hacer su confesión de fe libremente y, del mismo modo, comprometerse con el discipulado cristiano. A pesar de que en un principio Zwingli simpatizaba con el argumento de sus amigos, se resistía a dejar de lado el bautismo de infantes. Después de todo, ir contra esa práctica de larga tradición golpeaba en los cimientos de una sociedad en la que Iglesia y Estado estaban estrechamente relacionados. Según Zwingli, promover una ruptura así de radical pondría en peligro la causa de la reforma en Zúrich y más allá. Hubo un debate público que culminó con un ultimátum del ayuntamiento: los disidentes disponían de ocho días para bautizar a sus niños y, si continuaban rehusándose, serían desterrados de la ciudad.
Cuatro días más tarde, el 21 de enero, los radicales dieron otro paso audaz: en lugar de bautizar a sus niños, consideraron inválido su propio bautismo acontecido mucho tiempo atrás. Esa tarde, mientras estaban reunidos en casa de Manz, escribió Braitmichel, “el miedo se extendió sobre ellos y los afectó severamente”. Se arrodillaron en oración y, cuando se pusieron de pie, Georg Blaurock solicitó a Grebel el bautismo cristiano y luego bautizó a los otros. De ese modo nació la corriente anabautista (el término descriptivo que sus adversarios utilizaron para nombrar a “aquel que se bautiza de nuevo”) de la Reforma. El anabautismo se extendió rápidamente a través de la región a medida que los disidentes predicaban y bautizaban en un claro desafío a las autoridades.
La respuesta fue rápida y brutal. Después de haber estado prófugo durante dos años, Feliz Manz fue capturado y ahogado en el río Limago por las autoridades de la ciudad. Se convirtió así en el primero de muchos mártires anabautistas. Blaurock fue golpeado y ese mismo día debió exiliarse. (Entretanto, Grebel murió por causa de la peste mientras estaba de viaje evangelizando clandestinamente).
Sin embargo, al cabo de unos años, el movimiento anabautista que habían desatado ya contaba con cientos de seguidores. Debieron enfrentar una campaña violenta de persecución a lo largo de todo el Sacro Imperio Romano, que incluyó unas tres mil ejecuciones e innumerables historias de migración forzosa, despojo y separación familiar. Aun así, el movimiento continuó creciendo. Desde entonces, algunas de sus convicciones que en cierto momento fueron marginales ―libertad de conciencia, reparto y comunidad de bienes, resistencia no violenta a la injusticia― se han vuelto muy influyentes en la sociedad en su conjunto. En tanto tradición cristiana, también vive en los menonitas, los amish, los huteritas, el Bruderhof y otras iglesias anabautistas extendidas por todo el mundo.
Nací y crecí en la comunidad huterita Decker en las praderas de Manitoba. Más allá del sendero circular de grava que rodea nuestra comunidad hay una vasta extensión de campos de trigo enmarcados en un amplio cielo azul. Se trata de un paisaje muy diferente de los imponentes Alpes que mis ancestros contemplaban. A pesar de estar separada por miles de kilómetros y por casi medio milenio de aquel primer bautismo funesto, mi comunidad es un brote florecido de las semillas sembradas en aquella tarde de enero.
Mis raíces se hunden profundas en el suelo huterita, pero recién cuando aconteció mi propio bautismo en la última Pascua me volví parte de aquello que los primeros anabautistas comenzaron en Zúrich. La impactante diferencia entre aquellos bautismos y el mío es que, en tanto los primeros significaron una ruptura con la tradición establecida, el mío representa una inserción en una tradición que me precede. Al igual que la iglesia que Manz y Grebel rechazaron a través de su bautismo, la iglesia huterita a la que me uní, a menudo es desalentadoramente reacia a cambiar y tiene necesidad de una reforma. ¿Qué significa ser parte de una tradición que se fundó en el llamamiento a romper con la tradición?
Los huteritas surgieron como un movimiento distintivo en los años posteriores a la muerte de Manz, Grebel y Blaurock. En 1528, el castillo de Leonhard von Liechtenstein, un seguidor anabautista de Moravia, estaba bajo amenaza de invasión. Un grupo de anabautistas prometió apoyar a Liechtenstein en la defensa del castillo, pero otro grupo ―pacifistas comprometidos―no estuvo dispuesto a participar en la lucha ni a aceptar la protección armada de Liechtenstein.
Forzado a abandonar las tierras del castillo, un grupo de doscientas personas se puso en marcha. Se habían quedado sin hogar ni posesiones y entre ellas había muchos huérfanos y viudas. En ese estado dieron el siguiente paso: extendieron una capa en el terreno y “cada cual colocó sus posesiones sobre ella con el corazón bien dispuesto ―sin ser obligado―, de manera tal que los necesitados encontraran apoyo”. A partir de ese momento, practicaron la total comunidad de bienes y así nació lo que después sería llamado el movimiento huterita.
“Estamos ahora en el desierto, en un páramo desolado bajo el cielo abierto”, escribió Jakob Hutter. “No sabemos adónde ir”. Hutter se desempeñó como el primer obispo del movimiento desde 1533 hasta su muerte en la hoguera en 1536. “Hacia cualquier dirección que camináramos caeríamos directamente en las fauces de ladrones y tiranos, como ovejas en medio de lobos hambrientos”, declaró en la siguiente petición al gobernador local en 1535:
No deseamos lastimar ni hacer daño a nadie, ni siquiera a nuestro peor enemigo… En lugar de hacer daño intencionadamente a un hombre por un penique, nos dejaríamos robar cien florines. En lugar de golpear a nuestro peor enemigo con la mano ―por no mencionar lanzas, espadas y alabardas, como todo el mundo usa―, dejaríamos que nos quitaran nuestra propia vida… Usted no puede simplemente negarnos un lugar en la tierra o en este país. La tierra es del Señor, y todo lo que está en ella pertenece a nuestro Dios en el cielo.
En los años que siguieron a la muerte de Hutter, los huteritas de Moravia gradualmente lograron establecer comunidades prósperas que se extendieron por la región. Llegaron nuevos miembros de todas partes de Europa Central, y así se acrecentó la población huterita hasta un número de veinte mil miembros a finales del siglo XVI. Pero esa paz relativa llegó a su fin con la Guerra de los Treinta Años. Los huteritas fueron saqueados y tratados brutalmente por los ejércitos desde todos los flancos durante la guerra, y en 1622, expulsados de Moravia, huyeron por la frontera hacia Eslovaquia. Aquellos huteritas que lograron sobrevivir y llegar al siglo XVIII se transformaron en objetivos para una conversión forzosa al catolicismo. Una parte de ellos huyó a Transilvania, luego a Valaquia y, finalmente, a Ucrania desde donde sus descendientes (mis antepasados) emigraron a América del Norte en la década del setenta del siglo XIX.
Esta es la historia que me contaron, la extraña historia de algo nuevo que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob comenzó en Suiza. Sin embargo, mis antecesores habrían insistido en que no estaban empezando una nueva historia, sino continuando el mismo llamamiento que otros habían recibido antes que ellos. Es una historia que yo no elegí y, que, si se dejara a mi criterio, probablemente no elegiría. Aun así, es mi ―nuestra― historia.
Cuando niño, me enteré de la captura de los 150 hombres en Falkenstein y de su escape, de Dirk Willems que volvió a rescatar a su perseguidor quien había caído en el hielo, del hijo de dieciséis años del molinero, quien prefirió morir a retractarse de su fe. Mi abuelo describía vívidamente su visita a la prisión de Schloss Taufers, donde la humedad había sido tan intensa que la ropa de Hans Kräl se había podrido y solo había quedado el cuello de su camisa.
En la escuela estudiamos la historia de la Reforma y los movimientos que la precedieron, movimientos dentro de la iglesia establecida, tales como los cluniacenses y los franciscanos, y movimientos externos como los albigenses, los valdenses y los husitas. Aprendimos a apreciar y a criticar nuestra propia tradición, así como a considerar el movimiento anabautista dentro del contexto más amplio de la historia de la iglesia.
En los sermones tradicionales que se leen en los servicios vespertinos de Gebet y dominicales matutinos de Lehr, las voces de nuestros antepasados continúan hablando, a veces demasiado fuerte. En las canciones que abren cada servicio ―algunas escritas por mártires huteritas― las voces de nuestros ancestros resuenan desde las bocas de la congregación.
Nuestro dialecto vuelve a narrar nuestra historia a través de palabras, sonidos vocálicos y modismos tomados de varios lugares durante el trayecto de los huteritas a través de Europa. En algunas regiones de Alemania y Austria, como el Tirol o especialmente Carintia, el dialecto huterita puede ser comprendido hasta hoy.
Ahora somos casi cincuenta mil y, de algún modo, estamos desarraigados: separados de nuestra patria por la persecución, los huteritas han debido construir su hogar en muchos lugares diferentes. Incluso nuestras comidas encarnan esta historia: la tradición de hornear panecillos cada mañana de sábado sin duda tiene sus orígenes en Alemania. La sopa huterita llamada Worsch, hecha con repollo o remolacha, proviene de la sopa ucraniana conocida como borsch. Un maestro rumano que enseñaba en nuestra escuela quedó encantado al descubrir que nuestra Nuckela era muy similar a la sopa que él había disfrutado en su hogar.
Criarse así simplemente era mi mundo. Podía existir y pertenecer a él cómodamente sin experimentar ninguna clase de división en mi sentido de identidad. No fue hasta el final de mi adolescencia cuando tomé conciencia de cuán incómoda convivía nuestra cultura huterita establecida con el radicalismo de los pioneros anabautistas. Al igual que yo, ellos habían crecido dentro de una tradición, un mundo entero de significado y pertenencia impregnado de sus propios ritos, rituales, símbolos, festivales y estructura narrativa. Para mí, eso era el huterismo; para ellos, se trataba de catolicismo medieval. Pero entonces ellos escucharon el llamamiento: “Vengan y síganme”. Con ese primer bautismo en Zúrich, salieron de esa matriz de pertenencia, más allá del clan, la tribu y la familia.
Esperaban que, al separarse de la iglesia institucional, podrían establecer algo más cercano a la perfección del reino de Dios. El obispo huterita Peter Riedemann, al describir la iglesia de los creyentes rebautizados, escribió en 1542 que “no tenía mancha, defecto, arruga o nada por el estilo, sino que era pura y santa”.
Las palabras de Riedemann repiten la descripción que el apóstol Pablo hizo de la iglesia perfeccionada en el futuro (Ef 5:27). Aunque se vale de las palabras de Pablo, Riedemann las usa de otro modo, aplicándolas a la hermandad cristiana aquí y ahora. Pero esto equivale a una afirmación casi fantástica, una que se ajusta mal a la muy humana realidad de la iglesia en cualquier momento y, sin duda, no a la iglesia del presente. Concretamente, la iglesia huterita de hoy apenas se ajusta a su descripción. Más bien, se presenta como la pesada herencia de sus fundadores, con tropiezos a través de la historia, a menudo insegura de su propia razón de ser, entorpeciendo la causa del reino para cuya promoción existe. Con su tradicionalismo rígido, sus divisiones internas, su ensimismamiento y su materialismo creciente, no siempre luce como una organización atractiva.
Al considerar el bautismo, me enfrenté a la perspectiva de unirme a una iglesia profundamente defectuosa. ¿Qué significaba abrazar el llamamiento de Jesús como mis ancestros tempranos lo hicieron, abandonando el hogar, la familia y la patria por el bien del reino? ¿Cómo podría reivindicar la tradición de la comunidad que amaba y, a la vez, responder al llamamiento radical del evangelio? Para encontrar el hogar, nos dice Jesús, debemos perderlo.
La historia bíblica se vuelve un “salir de” en respuesta al llamamiento. El Dios que sacó al cosmos del tohu wa-bohu original formó al pueblo de Israel mediante un llamamiento a un miembro de una tribu nómade para que saliera de la tierra de sus padres. Es la respuesta de Abraham a ese llamamiento del Dios desconocido lo que lo vuelve el “padre de muchas naciones”. Se trata de una tradición, un pueblo, una historia que cobra vida por medio de la obra creativa de Dios. En los evangelios, Dios se muestra como Jesús, el hijo del carpintero de Nazaret que convoca a sus discípulos con la simple invitación: “Síganme”.
De algún modo, cada persona que considere el bautismo debe atravesar este drama esencial de salir del “mundo en el que nació” para seguir el llamamiento hacia la vida del reino. La iglesia no es una organización de sangre establecida por lazos familiares o culturales, sino una comunidad escatológica que cobra vida por la obra del Espíritu Santo.
Ese es el motivo por el que cualquiera que haya nacido dentro de una tradición cristiana debe “salir” de esa pertenencia para pertenecer realmente. Solo regresando al origen vital de la tradición en el llamamiento “vengan y síganme” es posible que una vida nueva sea insuflada en huesos muertos. Esto no se trata de una convocatoria a volverse galileos del siglo I ni radicales del siglo XVI, sino un llamamiento a la historia en curso de la obra de Dios en el momento y el lugar en que nos encontramos.
¿Qué significa, entonces, volverse parte de una iglesia rota? Quizá signifique en primer lugar reconocer cómo mi dureza de corazón, mi indiferencia y falta de coraje contribuyen a la ruptura del cuerpo de Cristo. Y luego, reconocer que la iglesia es un cuerpo de gente rota, reunida en torno al cuerpo roto de Cristo, roto por nosotros.
Ser bautizado requiere fe en la obra creativa del Espíritu para volvernos lo que no somos. Se trata de una fe que espera que en el cuerpo de Cristo exista más de lo que aparenta. Que haya más en las personas que componen este cuerpo que sus puntos de vista políticos y sus virtudes vacilantes. Que el movimiento de la iglesia a través de la historia sea impulsado por algo más que la economía, la fuerza y el poder, sino que sea propulsado por el aliento de Dios.
La historia de los huteritas es una historia de imprevistos y sorpresas. En varias circunstancias decisivas, el frágil movimiento pudo haberse extinguido. Uno de los momentos más críticos sucedió en el entorno de 1695, cuando la práctica distintiva de compartir los bienes fue abandonada en Transilvania. Luego de varias adversidades y persecuciones de las autoridades, el movimiento huterita estuvo a punto de extinguirse.
Pero luego aconteció algo sorprendente. En 1755, en un esfuerzo por suprimir el protestantismo de sus dominios, la emperatriz María Teresa desterró a un grupo de criptoprotestantes carintios a las fronteras de su reino y los obligó a establecerse en Alvinz en Transilvania. Esto puso a los carintios en contacto con los desmoralizados huteritas y con los textos que habían preservado. Inspirados por sus conversaciones y por lo que habían leído en la homilías y confesiones huteritas, los carintios se unieron a los restantes huteritas y establecieron varias comunidades, reestableciendo la práctica de compartir los bienes y otorgándole al movimiento una nueva energía. Mis propios ancestros, los Waldner, junto con el linaje de los Hofer, Kleinsasser, Glanzer y Wurtz, se unieron a los huteritas en este reavivamiento carintio.
Si acaso hay algo que un pueblo tan particular como los huteritas debería saber es que vamos tras un Dios sorprendente, no solo por lo que ha hecho al venir a nosotros en ese hombre llamado Jesús, sino también por lo que sigue haciendo para que esta historia continúe. Seguir a este Dios sorprendente requiere una atención a lo que Dios podría estar diciendo y haciendo en la vida común, el momento actual y las personas, lugares y criaturas de nuestro entorno. Una vida así se caracterizará por la libertad, por tener amistades extrañas y por una apertura a las posibilidades sorprendentes. La renovación continua de la tradición huterita depende de nuestra capacidad para oír y responder a este llamamiento. Del mismo modo en que somos llamados a salir del mundo en el que nacimos hacia las aguas del bautismo, la vida en el reino de Dios nos llama a tierras extranjeras y a amistades con personas que jamás hubiéramos imaginado.
También yo he oído el llamamiento de este extraño Dios. Me ubico como el último de una fila de nueve candidatos bautismales. Todos hemos crecido juntos. Somos parientes. Ahora estamos de pie esperando el agua. Al unísono recitamos el antiguo credo de la iglesia, “Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Mi boca repite las palabras que las generaciones anteriores han dicho. No puedo fingir que mi aproximación a esas palabras fue como llegar a la conclusión de un silogismo. Sin duda, la formación que recibí de mis padres, abuelos y de la comunidad es una gracia que me antecede. Al final, todo lo que puedo decir es que me siento atrapado en la red del reino de Dios.
“Creo en el Espíritu Santo, la santa iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. Amén”. Estoy afirmando estas palabras y estoy siendo afirmado por estas palabras, estoy siendo rodeado por ellas y por la comunidad que las dice. Nos arrodillamos y oramos para que el espíritu de Dios esté entre nosotros. El agua es derramada. Corre a través de mi cabello, por mis mejillas y hacia el piso. Gotea hasta la alfombra gris perla, la empapa y la ennegrece como sangre seca.
Traducción de Claudia Amengual