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CajaLa preocupación de toda la vida de Arnold por el sermón del monte fue tan práctica como profunda. Por ello sus escritos sobre estas palabras de Jesús no guardan ninguna relación con la interpretación o el análisis, sino que más bien apuntan a la simple obediencia y a una manera de vivir sin la cual no podemos llamarnos cristianos.
¿Cómo respondemos al sermón del monte? El sermón del monte es el primer paso en el camino del discipulado y como tal tenemos que considerarlo con profundidad. Si comprendemos plenamente el sermón del monte y creemos en él, entonces nada podrá atemorizarnos: ni nuestro auto-reconocimiento, ni las amenazas económicas, ni nuestra debilidad personal.
El sermón del monte no es un moralismo de alta tensión, sino la revelación del poder de Dios en la vida humana. Si nos sometemos de verdad a Dios y le permitimos entrar en nuestra vida, entonces podremos vivir la nueva vida. Pero si, como los seguidores de Tolstoi, pensamos que el sermón del monte son cinco mandamientos nuevos, caeremos directamente en una trampa. Porque León Tolstoi interpreta estos mandamientos de Jesús como cinco leyes nuevas: carácter pacífico en las relaciones con los demás, pureza sexual y fidelidad matrimonial, negativa a prestar juramentos, no resistencia al mal y amor a nuestros enemigos. Pero Jesús no promulgó leyes nuevas, sino que intensificó la claridad y las demandas de las antiguas. Y los temas que trató son sólo ejemplos que revelan el poderoso efecto de la obra de Dios; pudo haber puesto otros quinientos o cinco mil ejemplos.
Su justicia es mejor que cualquier otra cosa que los estudiosos o los teólogos puedan ofrecer. Es algo absolutamente distinto; no depende de la intención moral. Sólo se puede cumplir a través de una nueva manera de vivir: a través de la vida de Dios que resplandece como luz, que quema y purifica como sal, que corre como savia por un árbol. ¡Es vida, vida, vida! Y la comunidad carece de propósito si no recibe su vida del sermón del monte.
En tiempos de Jesús, como en nuestros días, la gente esperaba un nuevo orden mundial. Ansiaba la llegada del reino de justicia del que habían hablado los profetas. Entonces vino Jesús y les reveló la naturaleza y las consecuencias prácticas de esta justicia. Les mostró una justicia completamente distinta del orden moral de los piadosos y los santos, un poder vivo y creciente que se adecuaba a las leyes sagradas de la vida. No les dio mandatos sobre la conducta, sino que irradió el espíritu del futuro con su mismo carácter.
El sermón del monte no es un moralismo de alta tensión, sino la revelación del poder de Dios en la vida humana.
Este carácter era la unidad. Por esta razón es inútil tomar cualquier mandamiento de Jesús fuera de su contexto y establecerlo como una ley autónoma. No es posible tomar parte en el reino de Dios sin pureza de corazón, sin trabajar vigorosamente por la paz. El cambio de corazón tiene que extenderse a todos los ámbitos. Es una insensatez tratar de seguir a Cristo sólo en una esfera de la vida.
No se pueden tomar las bienaventuranzas por separado, porque empiezan y terminan con la misma promesa de posesión del reino de los cielos. Los bienaventurados se caracterizan por la pobreza y la necesidad, el hambre y la sed. Y, al mismo tiempo, son ricos en amor, poseen energía para la paz y vencen sobre toda resistencia. Su naturaleza es sincera. Son personas de visión interior y son capaces de ver lo que es esencial. Llevan consigo el sufrimiento del mundo. Saben que son mendigos ante el Espíritu y que no tienen justicia por sí mismos. Pero buscan la justicia y tienen hambre y sed del Espíritu.
Ésta es la esencia de la verdadera experiencia religiosa: riqueza en Dios y pobreza en uno mismo; hacerse uno con Dios y, no obstante, tener siempre ansia de él; firmeza de corazón y debilidad de alma; la justicia del amor de Dios y el sufrimiento de la injusticia.
Pero allí donde hay saturación religiosa y autosuficiencia moral, donde los logros políticos u otras obras buenas producen arrogancia y santurronería, donde uno se siente rico o victorioso, se ha perdido la felicidad en la comunión del reino. Los que creen en el futuro de Dios mantienen sus corazones fijos en el Espíritu y en su profética justicia de amor; sin embargo, siguen sintiendo el daño de la injusticia en sí mismos y a su alrededor. Se sienten consolados por la certeza de que el amor conquistará la tierra, pero también conocen la pobreza de espíritu en sí mismos y en toda la humanidad.
Ésta es la esencia de la verdadera experiencia religiosa: riqueza en Dios y pobreza en uno mismo.
Así pues, son pobres y ricos al mismo tiempo. Son personas de fe que no tienen nada en sí mismas, pero lo poseen todo en Dios. A pesar de caer una y otra vez, tratan de revelar la naturaleza invisible de Dios por medio de sus actos. Al igual que ellos reciben misericordia, también colman de misericordia a todos los necesitados. Están del lado de la pobreza y el sufrimiento, y se hallan preparados para ser perseguidos por causa de la justicia. Saben que las calumnias de sus adversarios caerán sobre ellos como granizo, pero a pesar de todo se alegran; vencen la oposición con paz y conquistan la enemistad por medio del amor.
La gente de las bienaventuranzas es la gente del amor. Viven desde el corazón de Dios y se sienten en él como en casa. El espíritu de vida los ha liberado de la ley del pecado y de la muerte; nada puede separarlos del amor de Dios en Jesús. Y lo más notable y misterioso de ellos es que perciben en todas partes la semilla de Dios. Allí donde las personas se derrumban bajo el peso del sufrimiento, donde los corazones anhelan el Espíritu, ellos oyen sus pasos; donde surge el deseo revolucionario de justicia social, donde se hace oír la protesta contra la guerra y el derramamiento de sangre, donde las personas son perseguidas por causa de su socialismo o su pacifismo, y donde se puede encontrar pureza de corazón y compasión, allí ven ellos la cercanía del reino de Dios y anticipan la bienaventuranza futura.