Hace poco me conmovió la lectura de un pasaje en Así habló Zaratustra de Nietzsche. Zaratustra había estado en su cueva en las montañas, durante años, ocupándose de sí mismo, y ahora sale y desde su soledad quiere ir nuevamente hacia los hombres. Al descender de las montañas se encuentra con un viejo ermitaño, quien le advierte que no vaya a los hombres: ¿qué es lo que quiere de los hombres? «Amo a los hombres», le contesta Zaratustra. Entonces le dice el ermitaño: «Mi amor por los hombres fue mi ruina, por eso me hice ermitaño; ahora amo a Dios, ya no amo a los hombres». Así se separan. Zaratustra queda solo y se extraña mucho, pensando: ¿será posible que el buen hombre no haya tenido aún la noticia de que Dios está muerto? Esto me dio escalofríos. Pero es verdad, ¡Dios está muerto! Claro está que no está muerto él mismo, pero para los hombres es cosa muerta. Ya no sienten gran cosa cuando se dice «Dios»; hablar de Dios es de lo más aburridor. Cuando una liebre cruza la carretera saltando, todos gritan: ¡una liebre! Y hay cierta conmoción. Cuando viene el Presidente, cuando hay desfile y viene la infantería, cualquier viejita corre para ver los hermosos uniformes. Pero cuando se habla de Dios, la mayoría de la gente se aburre. Está muerto.
Y hoy más que nunca se ve esto claramente: nuestra civilización ya no tiene necesidad de Dios; podemos constatar fácilmente la muerte de Dios. ¿Para qué queremos a Dios en el ferrocarril? ¡Que el conductor se apresure para llevarnos a nuestro destino! Que el conductor esté nervioso o enfermo, poco nos importa, nosotros viajamos cómodamente. Por eso podemos gozar de manera tan grosera, tan despiadados de todo lo que nos brinda nuestra época; no precisamos a Dios para ello. Son valores puramente imaginados pensar que con nuestra civilización hayamos evolucionado. ¡Seguimos siendo las mismas fieras de siempre!
Nietzsche con sus nervios de punta captó una mayor verdad que todos aquellos cristianos pesados que ya no preguntan por Dios. Dios ya no interesa, ni siquiera a los que se creen religiosos; su religión les importa más que Dios. La gente se mata por la religión; mantienen las más violentas disputas religiosas. ¡Y con todo esto, Dios está muerto! Están muy conformes con que esté muerto, porque así pueden hacer lo que ellos quieren. Esa es precisamente la característica de nuestro tiempo: queremos hacer lo que se nos ocurra, justamente eso queremos hacer.
Pero Dios no está muerto. ¡Dios vive! Es el principio, pero también es el fin. Y entre el principio y el fin está el caos, verdadero caos, en lo físico y en lo espiritual. La poca civilización cristiana que tenemos no nos protegerá de los tiempos más terribles, cuando millones de hombres perecerán. Debe llegar el fin. Dios debe hallar gente que esté dispuesta a trabajar con él. Precisamos hombres que se dediquen a Dios para proceder al fin. No son estos piadosos que buscan su propia salvación. Son aquellos que dicen: «No importa lo que será de mí; ¡marchemos hacia el fin, por Cristo, para que el caos pueda terminar!»
Publicación original: El Arado Número 8, diciembre de 1958.
Imagen: Lirio de Pascuas sacado por Nickolas Titkov. Fuente: Wikimedia Commons