Subtotal: $
CajaEl propósito de Dios en nuestro dolor
¿A qué buen propósito puede servir el sufrimiento? Un pastor reflexiona acerca de lo que aprendió después del suicidio de su hijo.
por Rick Warren
lunes, 15 de mayo de 2023
Otros idiomas: English
Puesto que vivimos en un mundo roto por el pecado, la vida es dolorosa. Casi todo el mundo vive con alguna clase de dolor. El tipo varía ―puede ser físico, relacional, mental, emocional, financiero, social o espiritual―, pero siempre lastima. El dolor es inevitable; ninguno de nosotros puede decidir no padecerlo.
He sido pastor por cincuenta años; como tal, he pasado mi vida ayudando a las personas que padecían dolor y jamás he tenido que ir lejos para buscarlo. Para lidiar con esta realidad, nos insensibilizamos y nos separamos de aquellos que están sufriendo. Uno de los grandes desafíos de mi ministerio ha sido permanecer sensible mientras presenciaba tanta aflicción.
Una de las formas en que Dios me ha mantenido empático hacia el dolor de los otros ha sido poniéndome lo que el apóstol Pablo llama “una espina en el cuerpo” (2 Cor 12:7). He vivido con dolor crónico durante la mayor parte de mi vida adulta. Mientras escribía este artículo, debí detenerme para ser hospitalizado por quinta vez en un año. Así pues, lo que estoy compartiendo con ustedes no es solo teoría, sino verdades aprendidas a través del dolor que me han permitido continuar a pesar de él. Aprendí que el dolor no debe ser desperdiciado, sino empleado para los propósitos de Dios.
La Biblia es clara con respecto a que seguir a Cristo no nos exime de sufrir. En lugar de ello, se nos dice que debemos esperar el sufrimiento (1 Pe 4:12, Jn 16:33) y que sufrir por Cristo debe ser considerado un privilegio (Flp 1:29). Dice Pedro: “Así pues, los que sufren según la voluntad de Dios, entréguense a su fiel creador y sigan practicando el bien” (1 Pe 4:19). Someterse a la voluntad de Dios no nos protegerá del sufrimiento. De hecho, a veces hacer lo correcto causa dolor.
Tanto los creyentes como los no creyentes pasan por pruebas. Pero los cristianos tenemos una esperanza a la que aferrarnos; no solo nos consuela, sino que nos habilita a bendecir a otros.
¿Qué esperanza podemos depositar en el dolor? Dios promete que él puede hacer el bien de cualquier cosa, incluso del dolor, si confiamos en él. Romanos 8:28 es uno de los versículos preferidos de la Biblia, pero también es uno de los citados erróneamente con más frecuencia. No dice: “Todas las cosas que nos suceden son buenas”. Obviamente, eso no es cierto: la violación, el cáncer, la guerra, la enfermedad, el racismo y el hambre no son buenos. Tampoco dice: “Todas las cosas tendrán un final feliz”. Eso tampoco es cierto: no todas las injusticias se corrigen; no todas las enfermedades se curan; no todos los dolores se quitan. Esto es lo que el apóstol Pablo realmente dice:
“Y sabemos…”. No debemos adivinar ni preguntarnos ni dudar. Podemos estar seguros.
“… que todas las cosas…”. Esto incluye nuestras heridas, nuestros errores, pecados, genética y experiencias, e incluso lo que otros nos hacen.
“Dios las dispone para el bien…”. No todo es bueno, pero Dios siempre está disponiendo para nuestro bien en todo. Cualquiera puede hacer el bien del bien, pero Dios puede hacer el bien del mal. Él transforma crucifixiones en resurrecciones.
“… de quienes lo aman…”. No se trata de una promesa general para todo aquel que experimenta el dolor. Si yo estoy viviendo en rebeldía con respecto al plan que Dios tiene para mí, o si rechazo el amor de Dios, todo propiciará mi destrucción y muerte (Pr 16:18,25).
“… los que han sido llamados de acuerdo con su propósito”. La clave de nuestra esperanza es comprender el propósito de Dios para nuestra vida, incluyendo nuestro dolor. Solo entonces encontraremos sentido, beneficio e incluso gozo en nuestro sufrimiento.
La Biblia señala cinco propósitos que Dios tiene para nosotros, sus hijos, mientras estemos aquí en la tierra:
-
Estamos aquí para aprender a conocer y amar a Cristo. Dios nos hizo para amarnos, y quiere que nosotros lo amemos. Expresar nuestro amor a Dios se llama adoración.
-
Estamos aquí para aprender a amar a la familia de Cristo. Dios nos hizo para su familia. Una y otra vez, la Biblia nos dice que es imposible amar a Dios y no amar a su familia. Somos llamados a pertenecer, no solo a creer. A esto se le llama hermandad.
-
Estamos aquí para aprender a crecer en Cristo. Fuimos creados para volvernos como Cristo. Dios quiere que maduremos espiritualmente y nuestro modelo es el propio Jesús. A esto se le llama discipulado.
-
Estamos aquí para aprender a servir a Cristo. Dios no nos ha creado para servirnos a nosotros mismos, sino para servirlo a él, y aquí en la tierra lo servimos sirviendo a otros en nombre de Jesús. Jesús dice: “… el que pierda su vida por mi causa… la salvará” (Mc 8:35). A esto se le llama ministerio.
-
Estamos aquí para aprender a compartir a Cristo. Una vez que hemos aceptado la buena nueva, Dios espera de nosotros que la transmitamos a otros. A esto se le llama evangelización.
Dios establece y desarrolla estos propósitos en nuestra vida a través de la Palabra de Dios que renueva nuestra mente (Jn 17:17), a través del espíritu de Dios que transforma nuestro carácter (2 Cor 3:17-18) y a través de las frecuentes circunstancias dolorosas de la vida que nos llevan a hacer elecciones (Sant 1:2-4).
I. Adoración
Cada vez que algo doloroso sucede en nuestra vida, tenemos una opción. Podemos correr hacia Dios o podemos correr de Dios. Como pastor, he participado en labores de asistencia después de desastres naturales en varios países. A partir de esas experiencias he observado que, en una crisis, por lo general, aproximadamente la mitad de las personas corre hacia Dios con su dolor y aproximadamente la otra mitad huye de Dios. Eso no tiene sentido para mí. ¿Por qué huiría yo del único que comprende absolutamente todas las emociones que siento? ¿Y por qué evitaría al único capaz de curarme y recuperarme?
Nuestras oraciones más apasionadas acontecen cuando estamos sintiendo el dolor más grande. Nadie reza una oración superficial mientras está sufriendo. Las oraciones superficiales son sustituidas por auténticos gritos del corazón.
Hace diez años, mi hijo menor, que desde su infancia había luchado contra la enfermedad mental, se quitó la vida en un momento de profunda depresión. Fue el peor día de mi vida. Mi esposa, Kay, así como mis hijos y yo quedamos devastados. Nunca sentí un dolor así de asfixiante y paralizante. Lo que salvó mi cordura en los meses siguientes fue pasar horas, e incluso días, a solas con Dios adorándolo, dejando salir el fárrago de mis emociones. Me valí de mi dolor para acercarme a Dios.
Aprendí que nos acercamos a Dios diciéndole exactamente cómo nos sentimos, no diciéndole a él lo que creemos que él quiere que sintamos. Dios quiere lo real, no lo ideal. Cuando sufrimos, gritamos. Discutimos con Dios. Nos quejamos ante Dios. Expresamos todas las emociones negativas que sentimos. No las suprimimos, las confesamos.
Quejarnos ante Dios cuando estamos sufriendo es un acto bíblico de adoración, se le llama lamentarse. Un tercio de los 150 salmos en el Libro de los Salmos está compuesto por salmos de lamentación. Aprendí a lamentarme orando esos cincuenta salmos. La adoración no siempre es celebración, alabanza y agradecimiento. Expresar todos los aspectos de la pena ―impacto, aflicción, lucha, rendición― también puede acercarnos a Dios.
Todas nuestras emociones nos fueron dadas por Dios. Tenemos emociones porque estamos hechos a imagen de Dios y Dios es un Dios emocional. En la Biblia, Dios siente y expresa ira, pena, celos, frustración y otras emociones negativas que a menudo intentamos suprimir.
El apóstol Pablo se valió de su sufrimiento para acercarse a Dios: “Estábamos tan agobiados bajo tanta presión, que hasta perdimos la esperanza de salir con vida: nos sentíamos como sentenciados a muerte. Pero eso sucedió para que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos” (2 Cor 1:8-9). Más tarde, Pablo escribió a los corintios acerca del efecto de sus penas como resultado de la carta que él les había enviado: “… ahora me alegro, no porque se hayan entristecido, sino porque su tristeza los llevó al arrepentimiento” (2 Cor 7:9).
II. Hermandad
Generalmente creemos que atraeremos a otros si los impresionamos con nuestros éxitos, victorias y logros. Pero hablar de esas cosas puede provocar celos, competencia y distancia entre las personas. En contraste, compartir nuestras debilidades, fracasos y penas crea un lazo común.
El dolor es el gran igualador, porque es indiscriminado. El dolor no presta atención al estatus, la riqueza, la religión, la educación, la edad ni el género. La pérdida es un denominador común universal. Así que, si deseamos que otros se acerquen a nosotros en hermandad, atrevámonos a ser vulnerables. Eso requiere primero ser honestos con Dios y con nosotros mismos. Requiere permitir a otros que nos vean sufriendo y que lleven nuestra carga.
El día en que nuestro hijo menor perdió la batalla con la enfermedad mental y acabó con su vida, Kay y yo nos quedamos de pie en el camino de entrada de su casa abrazándonos y sollozando mientras esperábamos que llegara la policía. Apenas veinte minutos después de saber la noticia, el espíritu fraternal de nuestro pequeño grupo de la iglesia se hizo presente. En aquel camino de entrada, los hombres se reunieron en torno a mí y me apretaron con fuerza en un abrazo grupal, mientras las mujeres hacían lo mismo con Kay. No hablaban mucho, porque ninguna palabra resultaba adecuada para la agonía que sentíamos. Solo nos abrazaban. Finalmente, uno dijo: “No hay nada que podamos decir, pero no vamos a dejarlos solos esta noche”. Nos llevaron a casa y todos durmieron en el piso y sobre las sillas en la sala y en la cocina. Fue el ministerio de la presencia: hazte presente y cierra la boca.
Las personas que experimentan poco dolor en su vida pueden ser indiferentes, incluso sentenciosas hacia aquellos para quienes la vida es una lucha constante y dolorosa. Por otro lado, si elegimos permitirlo, el dolor personal aumentará nuestra sensibilidad hacia los otros, profundizará nuestra empatía hacia su sufrimiento y nos permitirá conectarnos con personas con las que, de otro modo, tendríamos poco en común.
III. Discipulado
El objetivo que Dios tiene para nosotros es que nos volvamos más parecidos a Cristo. Eso conduce a dos preguntas. Primero: ¿cómo es realmente Jesús? Los gálatas dicen: “… el fruto del espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Ga 5:22-23). Ese es un retrato de Jesús, y volvernos parecidos a él implica tener esas cualidades en nuestra vida.
Eso lleva a la segunda pregunta: ¿Cómo hace Dios para volvernos más parecidos a Jesús? La respuesta es: conduciéndonos a través de experiencias como aquellas que atravesó Jesús. ¿Hubo momentos en que Jesús se sintió solo? ¿Frustrado? ¿Incomprendido? ¿Criticado? ¿Hubo momentos en que experimentó dolor? En Hebreos leemos: “Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb 5:8).
Del mismo modo, a través de situaciones dolorosas, aprendemos la obediencia. Los hebreos agregan: “… y, consumada su perfección” (Heb 5:9). Si Dios se valió del sufrimiento para el desarrollo de Jesús, deberíamos esperar que se valiera de lo mismo con nosotros.
No existe ninguna situación a partir de la cual no podamos crecer si elegimos responder correctamente. Todo problema o presión es una oportunidad para crecer en nuestro parecido a Cristo. Incluso podemos crecer a partir de la tentación, porque la tentación es solo una elección entre lo que está bien y lo que está mal. Cada vez que, al ser tentados, elegimos lo que está bien, nos volvemos más parecidos a Cristo.
¿Cómo hace Dios para producir el fruto del Espíritu en nuestra vida? Colocándonos en la circunstancia exactamente opuesta. Aprendemos a amar cuando Dios nos rodea de personas difíciles de amar. Aprendemos la alegría en medio de la pena. Aprendemos la paz interior en medio del caos. Aprendemos la paciencia cuando somos obligados a esperar. Cada punto de dolor se volverá un peldaño hacia la madurez o un escollo que nos atasca en la inmadurez.
Hay algunas lecciones que aprendemos mediante el dolor. La paráfrasis de 2 Corintios 7:11 en la versión de The Message menciona nueve beneficios posibles: “¿No son maravillosos los modos en los que esta aflicción te ha empujado más cerca de Dios? Estás más vivo, más preocupado, más sensible, más respetuoso, más humano, más apasionado, más responsable. Observado desde cualquier ángulo, has emergido de esto con pureza de corazón”.
IV. Ministerio
Pablo habla de dolor en relación con el ministerio en 2 Corintios:
[Dios] quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren. Pues, así como participamos abundantemente en los sufrimientos de Cristo, así también por medio de él tenemos abundante consuelo. Si sufrimos, es para que ustedes tengan consuelo y salvación; y, si somos consolados, es para que ustedes tengan el consuelo que los ayude a soportar con paciencia los mismos sufrimientos que nosotros padecemos. (2 Cor 1:4-6)
Tomemos nota de la frase “si sufrimos, es para que ustedes tengan consuelo”. Tal como Dios en Cristo sufrió por nosotros, a veces Dios permite que experimentemos dolor para que, a través de él, podamos ejercer el ministerio a otros que están sufriendo.
Claro que Dios se vale de nuestras fortalezas y talentos para ayudar a otros, pero a menudo de formas más poderosas y transformadoras, Dios se vale de nuestras debilidades y fracasos. Pablo explica esto en 2 Corintios: “Por lo tanto, gustosamente presumiré más bien de mis debilidades (…) [El Señor] me dijo: ´Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad´. Por lo tanto, me regocijo en debilidades (…) que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 11:30; 12:9-10).
¿Quién podría empatizar mejor con alguien que está atravesando un divorcio que aquellos que lo han experimentado? ¿Quién podría ejercer mejor el ministerio a alguien con una adicción, una enfermedad crónica o una depresión que alguien que ha luchado contra lo mismo?
Cada experiencia dolorosa que hayamos atravesado en nuestra vida es una oportunidad de ministerio. Podemos valernos tanto del dolor por el que ya hemos pasado y por el dolor que estemos atravesando en la actualidad para ayudar a otros que estén experimentando las mismas circunstancias dolorosas.
Es posible que estén pensando: “¡Pero yo jamás he encontrado una solución ni una cura!”. Eso no debería detenernos. Todos enfrentamos pérdidas y dolores que quizá jamás sean resueltos o curados de este lado del cielo. No todas las oraciones que piden una curación son respondidas del modo que deseamos. La vida está llena de problemas insolubles, enfermedades terminales, discapacidades permanentes y dolor crónico que deberán esperar por la cura final en la eternidad. Aun así, las personas necesitan estímulo y apoyo, y necesitan que se les enseñe cómo manejar aquello que no puede ser cambiado.
El mayor testimonio del amor de Dios de toda la historia no fue la vida perfecta de Jesús. No fueron sus enseñanzas. No fueron sus milagros. El mayor testimonio del amor de Dios fue el sufrimiento de Cristo en la cruz.
O podrían estar pensando: “Pero aún estoy yo mismo luchando con esto”. Eso nos vuelve incluso más cercanos, porque estamos lidiando con el problema a diario. Dios quiere valerse de nuestro dolor ahora, mientras estamos en medio del fárrago y cuando aún no hemos encontrado todas las respuestas. Si Dios se valiera solo de personas perfectas, nada se lograría. Todo lo bueno y útil que alguna vez fue logrado en la tierra fue hecho por personas imperfectas, que lo hicieron de un modo imperfecto.
Nuestro sufrimiento puede ser decepción, como desear estar casado y no encontrar una pareja, o desear tener hijos y no poder. ¿Qué se hace, entonces, cuando el camino parece obstruido? Redirigimos nuestro amor. Hay muchas personas solas en el mundo que necesitan nuestro amor. Y hay muchos niños que necesitan que alguien los cuide. En lugar de enfocarnos en lo que hemos perdido o jamás hemos tenido, redirigimos nuestra atención a ayudar a otros.
Jesús quiere redimir nuestro sufrimiento. ¿Qué significa eso? El sufrimiento redentor se vale de nuestro dolor para ayudar a otras personas. Al criar a un hijo que luchaba con una enfermedad mental, Kay y yo sabíamos que nuestro llamamiento incluiría ejercer el ministerio con otros en situaciones similares. Y cuando debimos enfrentar el suicidio de nuestro hijo, sabíamos que ayudar a otras familias devastadas por el suicidio también se volvería parte de nuestro llamamiento. No es un ministerio al que hayamos aspirado, pero casi todas las semanas, Dios trae a nuestra vida personas que necesitan ayuda para lidiar tanto con la enfermedad mental como con el suicidio. No estamos desperdiciando nuestro dolor.
V. Evangelización
Nuestro dolor puede ser la herramienta más poderosa para atraer a otros a Cristo y cumplir su “Gran comisión” de hacer discípulos de todas las personas. También puede ser la herramienta menos utilizada. En mi biblioteca tengo quinientos libros sobre evangelización y, sin embargo, no recuerdo haber leído nada acerca de valerse del dolor como nuestro mayor testimonio.
Hay varias razones por las cuales creo que compartir nuestro dolor es el abordaje evangelizador más poderoso. En primer lugar, Jesús no permaneció al margen de nuestro dolor. Cargó con nuestros pecados y se involucró con nuestro sufrimiento y nuestro dolor, todo el camino hasta la muerte, y su sufrimiento, muerte y resurrección son la buena nueva que da esperanza a quienes hoy sufren. En segundo lugar, el dolor es universal. Es el gran igualador de la humanidad, el denominador común a través de todas las culturas y épocas. Todo el mundo sufre de algún modo, ¡así que el modo en que sufrimos es un constructor natural de puentes para literalmente cualquiera! En tercer lugar, compartir lo que nos hace sufrir agrega credibilidad a nuestro testimonio. Una fe que es puesta a prueba cada día por los problemas reales de la vida vale la pena ser tenida en cuenta. En cuarto lugar, mostrar humildad es entrañable: naturalmente nos caen bien las personas que admiten que no lo tienen todo en lugar de fingir que lo tienen.
Muchos cristianos creen que Dios espera que nosotros finjamos vivir una vida perfecta frente a nuestros vecinos no creyentes. Que escondamos nuestros problemas. Que enmascaremos nuestro dolor. Que ocultemos nuestros pecados. El resultado es que los cristianos son etiquetados como hipócritas y farsantes. Todo el mundo ya sabe que no somos perfectos.
¿Qué pasaría si hiciéramos exactamente lo opuesto? ¿Qué pasaría si nosotros, los cristianos, fuéramos vulnerables, francos y honestos con respecto a nuestros errores, problemas y miedos? Eso sería reconfortante, auténtico y atractivo. Los no creyentes tienen los mismos problemas que nosotros. No pueden ver cómo lidiamos con nuestros problemas bíblicamente si siempre estamos escondiéndolos. En muchos aspectos, los cristianos estamos equivocados. Creemos que las personas quedan impresionadas ante nuestra prosperidad. Pero, en realidad, quedan más impresionadas por cómo manejamos la adversidad. No es nuestro éxito, sino cómo manejamos el sufrimiento lo que da credibilidad a nuestro testimonio.
El apóstol Pablo sabía bien esto. Al escribir a la iglesia de Filipos acerca de todo el dolor que había experimentado como prisionero en Roma, dice: “Hermanos, quiero que sepan que, en realidad, lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio” (Flp 1:12). Y en una carta a la iglesia de Corinto, dice “En todo y con mucha paciencia nos acreditamos como servidores de Dios: en sufrimientos, privaciones y angustias” (2 Cor 6:4). Así como nuestro mayor ministerio probablemente surja de nuestro dolor más profundo, nuestro mayor testimonio a los no creyentes probablemente surja de cómo lo manejemos.
Muchos cristianos creen que solo tienen un testimonio: la historia de cómo abrazaron la fe cristiana. Pero nuestra experiencia de dolor es un testimonio en potencia que podemos compartir. Si alguna vez perdimos el empleo, el hogar, un ser amado o una reputación y Dios nos ayudó a superarlo, eso es un testimonio.
El mayor testimonio del amor de Dios de toda la historia no fue la vida perfecta de Jesús. No fueron sus enseñanzas. No fueron sus milagros. El mayor testimonio del amor de Dios fue el sufrimiento de Cristo en la cruz.
Ninguno de nosotros puede controlar lo que nos sucede en la vida. Pero sí podemos elegir cómo responder. Podemos elegir si desperdiciaremos nuestro dolor o aprenderemos de él y nos valdremos de él para ayudar a otros. En lugar de preguntarnos “¿Por qué me pasa esto a mí?”, comencemos a hacer a Dios dos preguntas: “¿Qué quieres que aprenda?” y “¿A quién quieres que ayude?”.
Traducción de Claudia Amengual.