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CajaUn día en la vida de un sacerdote vaquero
El padre Bryce Lungren cuida el ganado, pero también cuida las almas de su parroquia en Wyoming.
por Nathan Beacom
lunes, 01 de mayo de 2023
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“Las celebridades son famosas; a los santos se los conoce”.
El padre Bryce Lungren celebra misa en Hulett, Wyoming, vistiendo alba, casulla y botas vaqueras. “Queremos que los demás nos comprendan, que nos presten atención, y, a veces, perseguimos la fama como un medio para lograrlo”, le dice a su congregación, y añade: “pero ser conocidos es ver de qué manera nos conoce Dios, y que los demás nos conozcan como verdaderamente somos”. Al terminar la misa, estrecha la mano de los feligreses y, sin quitarse su vestimenta clerical, se sentó en el guardabarros del tráiler para conversar sobre sus vacas con un feligrés interesado.
Escuché por primera vez acerca del padre Bryce, el “sacerdote vaquero”, cuando estaba trabajando en legislación de apoyo a los criadores y productores ganaderos independientes de Nebraska. Supe entonces de un ministro ordenado dedicado a la ganadería, que faena y vende su propia carne, y uno de los primeros ganaderos del país en adoptar un sistema mediante el cual los miembros de la comunidad pueden adquirir una participación en un rebaño y comprar cortes de carne directamente de la cámara frigorífica donde fue faenada. Es también un auténtico sacerdote de la Iglesia católica.
El padre Bryce llega a recogerme al pequeño aeropuerto Gillette, en Wyoming, en su camión blanco que remolca un tráiler para ganado con el nombre “Lungren Brothers Cattle Company” pintado en el lateral. Viste sombrero vaquero, cinturón con hebilla dorada, lentes de sol aviador y botas, de su cinturón cuelgan un rosario y un alicate. Me saluda con una amplia sonrisa y un apretón de manos: “¡Bienvenido a Wyoming!”. Mide algo más de 1,80 m, es de constitución robusta y manos fuertes y tiene una calvicie incipiente, pero, cuando no está celebrando misa, casi siempre lleva puesto su sombrero vaquero (“siempre lleva tu sombrero”, solía decirle su abuelo).
Subimos al camión, y dejo mi bolso en el asiento trasero junto a unas chaparreras, un revólver y varios paquetes de cecina casera (beef jerky). Mi anfitrión me cuenta el plan de acción para el fin de semana: preparar carne molida; ir a buscar los caballos; mover el ganado; recorrer el distrito misional y, por fin, “pasarlo bien y hacer lo que se nos ocurra”. El padre Bryce habla como vaquero, aunque también tiene algo de surfista. Su habla está plagada de expresiones del oeste de los Estados Unidos, pero intercaladas con jerga juvenil californiana.
En este primer tramo de nuestro viaje, decido preguntarle algunas cuestiones básicas: dónde nació, si siempre vivió en Wyoming, cómo llegó a ser sacerdote en este lugar. Me confirmó que había nacido en Wyoming; las otras preguntas requerían respuestas bastante más largas, pero teníamos todo el día por delante. El padre Bryce nació y creció en Wyoming en un hogar medianamente religioso, pero el sacerdocio nunca estuvo entre sus intereses. Tampoco le interesaba mucho la escuela, sino que prefería estar al aire libre y hacer trabajos manuales. Esto lo llevó a Helena, en Montana, después de terminar la educación secundaria; allí trabajó con su tío conduciendo una grúa de remolque y reparando tráileres. Recordaba aquel primer domingo cuando se despertó y pensó “Soy yo el que debe decidir si quiero ir a misa o no”. Ese pensamiento apenas había tomado forma en su cabeza cuando su tío golpeó a la puerta: “Es hora de irnos”. A partir de ese domingo, jamás faltó a misa aun cuando nadie lo impulsara. Esto resultó decisivo, aunque el camino que tenía por delante no sería sencillo.
Después del 11 de setiembre de 2001, comenzó a pensar más seriamente qué hacer con su vida, y eso lo llevó a conversar con un sacerdote que le sugirió la vocación sacerdotal. En un principio, la idea no le atrajo; quería casarse, así que fue a vivir a un rancho de cría de ganado en Great Falls, se enamoró de la hija del propietario y le propuso matrimonio.
Ella le dio el sí, pero había temas sobre los que no les resultaba fácil coincidir debido a que ella no era católica. Esto motivó a Bryce a querer conocer más en profundidad su fe católica. Durante ese proceso, se enamoró de la Iglesia, y así nació el deseo de ser sacerdote. “Tuvimos varias conversaciones entre lágrimas”, me cuenta, “pero ella era una persona verdaderamente fiel a Dios, así que finalmente me alentó a seguir mi vocación”. Bryce guardó sus botas y partió hacia el seminario. “Cuando Cristo te llama, dejas tus redes”, me dijo. Estaba convencido de que sus días de vaquero habían llegado a su fin.
La transición de la vida en el rancho a la vida en el seminario no fue fácil. Sentía que no pertenecía a ese lugar; no tenía un perfil académico, no pertenecía al mismo contexto sociocultural ni había recibido la misma educación que los demás. Esto le generó mucha ansiedad y dudas acerca de si había elegido el camino correcto y si el sacerdocio era una buena opción. En medio de su ansiedad, encontró solaz en la naturaleza y en la realidad material. Construyó mesas para picnic con otros seminaristas, hizo ciclismo de montaña en Omaha y encontró estabilidad en el mundo concreto y material a su alrededor. “Jesús anduvo en el polvo”, me dice, “no llegó hasta nosotros a través de un celular o algo parecido. Si quieres conocerlo, debes meterte en la realidad. Debes aprender a prestar atención”.
Después de completar su formación en el seminario, fue diácono en la reserva Wind River, en Wyoming. Fue uno de los períodos de mayor exigencia en su ministerio. Se sintió muy a gusto trabajando entre la gente de aquel lugar, pero fue un tiempo de gran inquietud respecto de su vocación y su futuro. En medio de todo esto, “De la nada, apareció Chief; nadie supo de dónde había salido, pero él es, en parte, el motivo por el que acabé aquí, en este lugar”. Chief era un caballo salvaje, y la tarea de domarlo reconectó al padre Bryce con la realidad. Trabajar con Chief fue una muestra de la manera en que acabaría reconciliando su vocación sacerdotal con su inclinación por la vida rural y su regreso a Wyoming. Wyoming y la vida en un rancho: para Bryce esto era sinónimo de hogar. Habló con un superior acerca de sus sentimientos encontrados respecto a servir en Montana o Wyoming, y el sacerdote más viejo le dio un sabio consejo: “Bryce, no se puede montar dos caballos con un solo culo”.
De la puerta de la cámara frigorífica del padre Bryce cuelgan un par de espuelas y una tarjeta funeraria del padre Carl Beavers. “Fue un gran referente para mí y me ayudó a encontrar mi camino como sacerdote. Él me regaló esas espuelas”. El padre Carl fue una persona auténtica; alguien completamente humano y un sacerdote completamente consagrado a Dios y a la Iglesia. Por fin, el padre Bryce llegó a discernir que Wyoming era su lugar. Lo que no había previsto era que regresar a Wyoming le daría la oportunidad de combinar su ministerio con su pasado de vaquero.
La cámara frigorífica es un semirremolque refrigerado que construyó con la ayuda de algunos feligreses. En el lateral se lee el mismo logo que en su camión blanco: Lungren Brothers (Lungren Hermanos), así, en plural, porque se refiere a todas las personas que tienen una participación en el rebaño. “Todos los que son dueños de una parte de esta empresa ganadera son parte de la familia, de modo que cada uno de los que tienen una participación es uno de los hermanos Lungren”, me explica. En el interior del tráiler, cuelga una lista con decenas de nombres de los primeros propietarios. En la parte posterior de la cámara frigorífica hay cuartos de res colgados de ganchos y, en la parte delantera, cajones con bistecs congelados. Una paleta de madera para empujar la carne dentro de la picadora cuelga en la pared, con la frase “La iglesia necesita más vaqueros” pirograbada en un costado.
Reconoce que cuando comenzó “No sabía nada. Podría haber etiquetado los envases ‘parte delantera’ y ‘parte trasera’”. Muy al comienzo, le envió a un amigo un corte del cuello que era durísimo. “Me llamó y me dijo: ‘No sé qué me enviaste, ¡pero es incomible!’”.
Mientras él sigue con sus tareas, aprovecho a preguntarle qué visión tiene de la religión y qué influencias recibió. A pesar de que más de una vez se excusó aclarando que no tenía un perfil académico ni intelectual, sus respuestas son certeras. Le preocupan algunos fieles tan pendientes de sus teléfonos, tan indignados por los titulares y las noticias. “No tenemos por qué estar siempre atentos a cada noticia o debate. No estamos llamados a vivir en un permanente estado de ansiedad y ofuscación. Si estoy siempre pendiente de lo que leo en el celular, lo que veo en YouTube o lo que fuere, dejo de ver el mundo real; estoy tan distraído que me pierdo de ver lo que pasa en la vida real, y pierdo de vista lo que verdaderamente estoy llamado a hacer en mi vida. Cuando estás alterado, no puedes acertar al blanco. Jesús dijo: ‘no se angustien’, y yo tomo en serio su enseñanza. Si el noticiero te angustia sin que puedas hacer nada al respecto, ¡no lo mires! No es tu problema”.
En su espiritualidad, lo material y el mundo natural ocupan un lugar muy importante, en consonancia con el marco sacramental de la Iglesia que considera que las cosas terrenales están imbuidas de significación divina. “Esa idea de ‘estar tocando el arpa en el cielo’ o imágenes por el estilo nunca me interesó demasiado. Para mí, el cielo se parece mucho a más al tipo de trabajo que me gusta hacer aquí en la tierra”. Y agrega: “No somos solo espíritus atrapados en un cuerpo. No es que el cuerpo sea simplemente algo desechable, y el alma sea lo que verdaderamente importa. El cuerpo y el alma nos hacen quienes somos; no somos ángeles. Creo que a esta visión del mundo la llamaría, bueno, no he encontrado la palabra justa aún, pero supongo que la llamaría encarnacional. Y de eso trata el catolicismo: encontrar a Dios en el mundo”. Le comenté algo que había leído sobre cómo, en el relato cristiano, Dios se había consustanciado plenamente con nuestra humanidad haciéndose hombre y que, por lo tanto, todo lo bueno del ser humano contiene lo divino: las alegrías, el trabajo, la amistad. “Así es”, asintió.
Después de colocar la carne molida en el refrigerador, lo ayudo a lavar las piletas y los utensilios. Reservamos algo de carne para el almuerzo: hamburguesas a la parrilla con papas fritas barbacoa y su cerveza favorita, Coors Light. En la gran hebilla de su cinturón vaquero se lee “Lloyd Lungren, Mejor Productor de Cebada 1984”. Lloyd es su abuelo, y su familia sigue produciendo cebada Coors de zonas altas para la fábrica de cerveza en Colorado. El padre Bryce sustituyó el logo Coors por el monograma Chi Rho, antiguo símbolo cristiano formado por las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego.
Después de ordenar todo en el tráiler, vamos a Gillette a recoger los caballos que están en el campo de un miembro de la congregación. Son Chief y Mollie, que podrían pasar por hermanos, aunque no lo son, por el hermoso pelaje zaino y la pequeña estrella blanca que tienen en la frente. Más tarde, pasaremos a dejar los caballos en la propiedad de otra de sus fieles; una señora a quien le encanta cuidar animales. Algo que me encantó de la gente que conocí en Gillette es la relación de confianza y familiaridad que existe entre ellos. El establecimiento ganadero del padre Bryce funciona, en buena medida, gracias a la disposición de la gente a compartir su tierra, tiempo e intereses.
De nuevo en la carretera, retomamos la conversación. “Para mí, la clave está en nuestra condición de hijos; eso significa que Dios nos llama por nuestro nombre y según nuestra naturaleza; a mí me dice ‘Bryce’”. La primera vez que escuchó el llamado, el padre Bryce se quitó sus botas vaqueras. Debemos estar dispuestos al sacrificio, a un sacrificio radical, por una causa superior, pero, a veces, cometemos el error de asociar la santidad con el sufrimiento. Es verdad que crecer acarrea algún sufrimiento, pero la santidad también debe traer alegrías, porque significa llegar a ser nosotros mismos. “¿Cómo defino la santidad? Ser completamente el hombre o la mujer que Dios creó según su propósito de vida plena. La santidad es como si le preguntaras a Dios qué es lo que quiere y escucharas como respuesta: ‘Yo deseo lo que tú deseas’. Eso no significa que todo lo que se te ocurra va a estar bien; tienes que estar seguro de que tus deseos están alineados con la verdad. Si lo logras, entonces la santidad brotará del interior. Dios no está sentado dando órdenes, sino que el Espíritu mueve los deseos de nuestro corazón”.
“Creemos que la voluntad de Dios para nuestras vidas no puede ser lo que nosotros realmente queremos”, dice el padre Bryce. Sin embargo, así como nuestros deseos no siempre son necesariamente buenos, tampoco son necesariamente malos o egoístas. Dios quiere trabajar con nuestros deseos, nuestros talentos, pasiones, intereses; ver lo bueno que hay en ellos y potenciarlo. Esto, me dice, es específico y personal para cada uno de nosotros; por eso Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre. “Ya hubo una Madre Teresa, ¡debes encontrar el santo que hay en ti!”.
Nos dirigimos al norte, por la carretera que lleva a Hulett donde las vacas están pastando. Es octubre y, a medida que avanzamos por la ladera de las Colinas Negras, del lado de Wyoming, pienso que no pude haber elegido mejor época del año para visitar este lugar. Aquí se encuentra la Torre del Diablo (Devil’s Tower), y el padre Bryce comenta que el nombre es muy apropiado: una estructura elevada que destaca por sobre todo y parece decir: “¡yo, yo, mírenme a mí!”; esa es la característica del diablo: pura arrogancia. Sin embargo, el paisaje no tiene nada de diabólico. El oscuro profundo de los pinos está salpicado con el amarillo oro y el rojo cálido y brillante de las hojas, y el cielo es de un azul apacible moteado de nubes.
Ahora vamos por el camino que lleva a la granja y, como buen hombre de campo, el padre Bryce observa cada parcela cultivada: si han puesto a secar el heno, cómo han tratado los suelos; con qué tipo de pastura se están alimentando sus animales. Y como buen sacerdote también piensa en la manera en que la gente trata a la naturaleza, cómo tratan a las demás personas y hasta cómo es su relación con Dios. Recuerda a algunas personas que conoció trabajando como ranchero y cómo llegó a ver que quienes eran innecesariamente duros con los animales solían ser bastante duros también con las personas de su entorno. Todo depende de nuestra capacidad de sentir o no reverencia. Si sentimos reverencia por la creación, es mucho más probable que sintamos reverencia por las personas y por el Creador.
Llegamos a la cabaña de troncos de Joe, un miembro de la congregación. El ganado pasta libremente en los ricos pastizales detrás de la casa. Al bajar del camión, nos recibe Joe, acompañado por sus perros. También bajamos a Chief y a Mollie, los ensillamos y salimos a dar un paseo por las colinas mientras el sol se va acercando al horizonte.
Al regresar de nuestra cabalgata, nos encontramos con la esposa de Joe, en el porche. Tiene problemas de salud crónicos y espera la visita del médico; está cansada y con dolor. El padre Bryce la mira compasivo cuando ella le cuenta su preocupación y su lucha con la enfermedad y le pregunta si quiere recibir la unción de los enfermos. Joe y su esposa aceptan agradecidos. Mientras la penumbra avanza sobre las colinas, aquí, en el porche de troncos, el padre Bryce, vestido con jeans y botas vaqueras, le administra el sacramento. Ella inclina la cabeza, y Joe se quita el sombrero mientras él pronuncia la bendición: que Dios consuele y reconforte a su sierva. Poco después, entramos para compartir la cena y la cerveza que ellos mismos elaboran.
A la mañana siguiente nos levantamos temprano para llevarnos algunas vacas del rebaño. Voy detrás del padre Bryce y Joe y veo cómo se ubican estratégicamente detrás de las vacas elegidas para arrearlas cuesta arriba, hacia el tráiler. El padre Bryce apura a los animales recelosos mediante gritos y, después de uno o dos atascos, finalmente logra que suban al tráiler, y partimos a celebrar misa. Al finalizar, comemos algo en un hotel de la localidad (propiedad de uno de sus feligreses) y seguimos viaje para tener la misa en el siguiente pueblo.
“Bueno, hay que seguir adelante”, dice el padre Bryce cuando vamos saliendo de la gasolinera. Es uno de sus dichos preferidos. “Para mí, en cualquier situación, buena o mala, la única opción es seguir adelante. ¿Lograste algo espectacular? Genial, ahora hay que seguir adelante. ¿Te fue mal, fracasaste? Muy bien, ahora a seguir adelante. Lo que importa en un vaquero no es si un caballo lo tira, sino que vuelva a montar”. El día anterior, con referencia a su vocación de ser pastor de almas, me había dicho: “Sé que puedo tener una caída o un revolcón en cualquier momento, pero confiamos más en la misericordia de Dios que en nuestros propios logros”.
Finalizada la segunda misa, descarga la vacas y les arroja fardos para que se alimenten, al sur de Gillette. Abrimos una Coors Light y nos recostamos en la parte trasera del camión –hay rastros de polvo y paja en su camisa clerical negra. “Había un par de cosas que mi abuelo siempre nos repetía de niños”, comenta mientras bebe su cerveza. “Una era ‘Siempre lleva tu sombrero’. Por un lado, era simplemente un buen consejo ya que el sombrero protege del sol y demás, pero también pienso en la manera en que siempre decía tu sombrero. Cada uno debe ser quien Dios lo llama a ser”.
En tal sentido, insiste en que yo tenga mi propio sombrero. Después de buscar en los estantes de la cooperativa de consumo, me pone un sombrero de niño, cinco tallas más pequeño, y dando un paso atrás para ver el efecto, dice entre risas: “Te queda perfecto”. Pero como es realmente importante que tenga mi sombrero, con gran generosidad me compra uno. Entabla conversación con el empleado que también ha trabajado en un rancho por algún tiempo. Alguien podría pensar que ya se conocían, pero es simplemente la cordialidad característica de esta tierra de vaqueros.
Al despedirnos, me grita: “¡Eh! ¡Debes usar siempre ese sombrero! Te queda muy bien”.
Traducción de Nora Redaelli