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Hacia un antiliberalismo de los débiles
por Leah Libresco Sargeant
miércoles, 08 de marzo de 2023
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Ningún hombre o mujer es una isla, y nadie debería aspirar a serlo. Ese es el núcleo de la declaración del antiliberalismo, posliberalismo o cualquier otro nombre dado al movimiento que hace retroceder el individualismo como un ideal. El liberalismo de Locke, profundamente arraigado en la cultura y en la filosofía política estadounidenses, toma al individuo como la unidad básica de la sociedad, en tanto una visión antiliberal vuelve su mirada hacia las tradiciones, la familia y otras instituciones cuyas exigencias definen quiénes somos.
Siempre me ha confundido que el antiliberalismo se tome como una ideología beligerante —tanto por sus detractores como por sus partidarios—, como si tuviera sus raíces en la fuerza y estuviera preparado para hacer uso de ese poder contra otros. El liberalismo contemporáneo comienza a partir de una antropología de la independencia y asume una fuerza y una autonomía individual que, de hecho, no poseemos.
El mejor correctivo que el creciente entusiasmo antiliberal puede ofrecer no es una fuerza rival, es decir, no un puño crispado en torno al asta de cualquier bandera. En cambio, debe ofrecer una revaloración de la debilidad, la que veo en los dedos regordetes y torpes de mi hija estirándose hacia sus padres.
La teoría liberal acerca del individuo independiente como la unidad básica de la sociedad está llena de excepciones. Cuando mi bebé estaba esperando nacer, chapoteando en mis entrañas para fortalecer sus pulmones y sus músculos, sin duda no tenía autonomía. Está fuera de cualquier consideración moral bajo la afirmación de que no es una persona hasta que pueda sobrevivir sin mi participación.
Claro que, después del nacimiento, adquirió algunas habilidades, pero muchas menos de las que necesitaría para alimentarse (menos para moverse en el libre mercado). Pero aquí, el orden liberal es un poco más generoso. Sus primeros años de vida, su primera infancia, su niñez son un error de cálculo, tan solo un estado breve y aberrante antes de que ella sea considerada entre los radicalmente libres.
Del mismo modo se desestima la vejez. Cuando los ancianos alcanzan un cierto punto de debilidad e incapacidad, algunos médicos y especialistas en ética están dispuestos a negar la condición de persona tanto al final de la vida como al principio. Y, una vez más, se prescinde graciosamente del final de la vida como un momento excepcional; hubo mucha autonomía en el medio, así que el final no puede achacarse ni al individuo ni a la teoría.
Todo esto es absurdo. Sería más justo decir que la dependencia es nuestro estado por defecto y la autosuficiencia, la anormalidad. Nuestra vida comienza y (frecuentemente) termina en estados de casi total dependencia y mucho de lo que transcurre en el medio está determinado por períodos de necesidad.
Esto no debe sorprender a los cristianos. Incluso cuando estamos más distantes de nuestra dependencia de otros seres creados, aún somos dependientes de Dios, que nos conserva de momento en momento. En un sermón titulado “Memorias de las gracias recibidas” de San John Henry Newman, que aparece en la colección Sermones parroquiales, se señala que somos triplemente dependientes de Dios:
No podemos ser nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios por obra de la creación, de la redención, de la regeneración. Él tiene un derecho triple sobre nosotros. ¿Acaso nuestra felicidad no implica considerar el asunto? ¿Acaso significa algún tipo de felicidad, o algún tipo de consuelo, considerar que somos nuestros dueños? Puede que los jóvenes y los prósperos así lo crean… Pero, a medida que pasa el tiempo, ellos, al igual que todos los hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre, que es un estado antinatural [que] puede servir por un tiempo, pero que no nos conducirá con seguridad hasta el final. No, somos criaturas; y, en tanto tales, tenemos dos deberes: ser resignados y agradecidos.
Un mundo que sostiene la independencia como un ideal nos presenta dos deberes en pugna: ocultar nuestra dependencia y estar resentidos con ella. Ninguna mujer puede acceder con ligereza a la ilusión de la autonomía. Puesto que un bebé es ajeno al mundo de la autonomía individual, toda ciudadanía de una mujer en esa república imaginaria es endeble. Un mundo de individuos autónomos no pude reconocer simultáneamente a la mujer y al niño. La propia cantidad de trabajo que implica suprimir la fertilidad, congelar óvulos o extraer leche para un bebé no bienvenido fuera del hogar vuelve claro que hay en el mundo algo engañoso y prendido con garras afiladas.
El miedo y el odio hacia la debilidad y la dependencia hieren de un modo más obvio a los dependientes, pero son un veneno para todos, incluso para aquellos que en la actualidad son fuertes. Sin recordatorios repetidos acerca de que los abatidos son bienamados, ¿cómo podemos recordar quién es Dios?
Nuestra debilidad física es un campo de entrenamiento para nuestras luchas con la debilidad moral. Ninguna dolencia física soportable es más humillante que nuestra propensión al pecado. La mujer anciana con temblores que le impiden llevar su taza a los labios no es, en última instancia, más débil que cualquier joven vigoroso que siente que debe hacerse eco de San Pablo y admitir: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Ro 7:19).
Sería más justo decir que la dependencia es nuestro estado por defecto y la autosuficiencia, la anormalidad.
Hay una bendición en la inevitabilidad de la debilidad física que doblega nuestro orgullo. La hermana Teresa de Cartagena, una monja cisterciense española del siglo XV, escribió Arboleda de los enfermos, una reflexión espiritual acerca de su propia sordera. La hermana Teresa escribió: “Comoquier que la diuinal largueza a todos conbida e llama a esta bienaventurada çena, pero a los enfermos la dolençia rasga el manto e los haze entrar por fuerça.”
Interpreta la parábola de Cristo del gran banquete, en la que, según ella: “los enfermos, por fuerça son traýdos a la çena manífiça de la salut perdurable, ca la dolençia les rasga el manto e los haze entrar por la puerta de obras virtuosas, ca sy por esta puerta no entramos, no podremos llegar a tan grande colmo de onor, como es ser asentados a la mesa de la largueza diuinaI. iO bienaventurado convento de los enfermos!”
En tanto no tengamos debilidades físicas, estamos tentados a vernos completos. En ausencia de imperfecciones visibles, mitigamos nuestro anhelo de volvernos completos. Y, por temor a que se nos tiente a considerar la verdad, solo debemos ver cuán lejos de nosotros hemos expulsado a los débiles. Imaginamos que no podemos ser desechables, como ellos, y nuestras almas, por lo tanto, deben ser inmaculadas.
Una sociedad que no puede imaginar que el débil sea puesto en su centro, que olvida que la sociedad existe por los débiles, será conducida hacia las formas maniqueas de la cultura de la cancelación. Vemos el pecado, pero no la gracia. Tratamos de encontrar y tirar las manzanas podridas, las que, según pensamos, nadie puede devolver a la virtud. O nos vemos reflejados en el espejo de los más infames pecadores y nos esforzamos en negar el pecado, puesto que no queremos ser expulsados con ellos.
No podemos diseñar nuestra política ni nuestra sociedad para servir a una persona totalmente independiente y autónoma que nunca ha existido y nunca existirá.
San Pablo señala la expresión adecuada de nuestra vulnerabilidad en su segunda carta a los corintios. Lucha con su propio aguijón y le pide al Señor que lo perdone. “Respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor que lo quite de mí. Y me ha dicho: ´Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad´. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (2 Cor 12:8-9).
Si deseamos hacer un relato honesto de nosotros, debemos comenzar por nuestra debilidad y nuestra fragilidad. No podemos diseñar nuestra política ni nuestra sociedad para servir a una persona totalmente independiente y autónoma que nunca ha existido y nunca existirá. Repetir esa mentira nos dejará despojados: primero, de la compasión de nuestros amigos cuando nuestra debilidad física rompa la promesa implícita que nadie puede cumplir; y, segundo, de la esperanza, cuando nuestra debilidad moral nos guíe, como al hijo pródigo, a correr a los brazos del Padre que se mantiene fiel. Nuestra política actual solo puede ser desafiada por un antiliberalismo que celebre a los débiles y centre sus políticas en sus necesidades y en su dignidad.
Traducción de Claudia Amengual. Este artículo se publicó originalmente a finales de 2020.