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CajaCuando Tita Evertsz llegó por primera vez a La Limonada en 1994, estaba entrando en uno de los barrios marginales más peligrosos de la ciudad de Guatemala, una ciudad que entonces tenía una de las tasas de homicidios más altas de América Latina. Era un barrio en el que la policía rara vez entraba, a pesar de estar habitado por más de sesenta mil personas y de localizarse muy cerca del edificio de la suprema corte de la nación. En ese primer día, Tita no sabía adónde se estaba metiendo, pero después de veinticinco años todavía sigue allí.
Cuando mi abuela era joven, La Limonada estaba en gran parte deshabitada, era un barranco de follaje de cerca de una milla de largo y media de ancho, dividido por un riachuelo sinuoso. Ella me contaba historias sobre ese lugar en nuestras visitas de la infancia a Guatemala, historias de un valle lleno de limoneros. Había tantos limones, me decía, que muy temprano en la mañana o entrado el atardecer, cuando el sol se ponía anaranjado intenso y el rocío subía a la altura de los ojos, podías pararte en la tierra húmeda del barranco, abrir la boca y sentir gotas de limonada en la lengua.
Cuando le repetí esta descripción a Tita, una mujer delicada con un rostro dominado por su sonrisa, se rió. Los cítricos hace tiempo que ya no existen. Pero hoy, dijo, el merecido nombre continúa, pues la gente que vive aquí son «fuertes como limones». Se sonrió e hizo un puño.
El barranco una vez frondoso ahora está repleto de tugurios hechos de bloques, sus techos de lámina se fijan con más bloques o chatarra. El riachuelo todavía fluye pero es de color chocolate, mezclado con basura y aguas residuales redirigidas desde otras partes de la ciudad.
La primera oleada de okupas que se asentaron aquí usaron el lugar como escondite, una alternativa para no terminar en una tumba. Eran refugiados de la represión que siguió tras el derrocamiento impulsado por la CIA en 1954 del presidente de Guatemala, Jacobo Árbenz, un líder elegido democráticamente con tendencias socialistas. El reino de terror que impuso el gobierno duró más de tres décadas y dejó por lo menos doscientas mil personas muertas o desaparecidas. Los que se escaparon a La Limonada construyeron casuchas y usaban agua de lluvia para bañarse, cocinar y beber. Aunque el número de pobladores rápidamente alcanzó los miles, se les consideraba indigentes y no aparecían en los informes del censo del gobierno. Desde entonces, varias generaciones de pobladores del barrio han pasado sus vidas trabajando en labores domésticas, en la prostitución y la mendicidad. No es un lugar donde las familias nucleares duren mucho tiempo; lo que toma su lugar es la vida de pandillas.
Pararse en el borde del barranco de La Limonada es como mirar al fondo de un cráter de sueños truncados, «el cementerio de los vivientes», como lo llamó el periodista José Alejandro Adamuz Hortelano. Pero Tita Evertsz no lo ve así. «Me siento en el borde de La Limonada y todo lo que huelo es esperanza.»
En 1994, antes de entrar a La Limonada, Tita había sido voluntaria en un hospital general cercano, cuando una madre y su hija de diez años de edad fueron ingresadas con urgencia a la sala de emergencias. La mayor parte de la piel de la niña y su madre estaba quemada; el fósforo que comenzó el incendio había sido prendido por el marido de la mujer. Tita pasó días al lado de la niña. Ahí tuvo una revelación: «En lugar de 'pescar' los cuerpos en la desembocadura del río, decidí que era mejor ir río arriba para ver quién o qué los estaba arrojando».
Sin saber qué esperar, Tita entró en el barranco de La Limonada. Las casas sin ventanas flanqueaban los callejones de solo unos cuantos metros de ancho. Tendederos bajos de camisetas mojadas colgaban a centímetros de su cabeza.
Era una época oscura en su vida, me dijo Tita, pero también una que le marcó el camino. La madre de cuatro hijos regresó días después de su primera visita, llevando en una carriola a su hija de cuatro años y una olla de arroz y frijoles. Repartió la comida a niños hambrientos y madres solteras. Al caminar entre los pandilleros, traficantes y drogadictos del vecindario, Tita vio algo de sí misma en los rostros a su alrededor: había pasado años en una relación abusiva y no era ajena al atractivo de las drogas. Oró: «Señor, ayúdame a prevenir esto y no a tener que sanarlo».
Pronto decidió centrarse en los niños del barrio. En un año fundó Vidas Plenas, cuya misión, como describe el sitio web de su fundación, ha sido apoyar «las necesidades físicas, educativas, sociales, emocionales y espirituales de los niños y jóvenes, adultos y familias de La Limonada y otras comunidades que lo necesitan». Al principio, se encontró con la resistencia de algunos pobladores, especialmente de los traficantes de drogas, que vieron sus esfuerzos como una amenaza a su influencia. Luego le llevó varios años encontrar un lugar apropiado para la escuela que quería comenzar. Pero persistió, y en el año 2000 los primeros estudiantes ingresaron por las puertas de la escuela.
La escuela ahora se llama Academia Limón, en honor del fruto que distingue al barrio. Desde entonces, se han añadido tres escuelas adicionales (la cuarta está en construcción) llamadas Mandarina, Lima y Toronja. Aproximadamente cuatrocientos niños ahora asisten a estas academias, que son atendidas por cuarenta trabajadores. Las academias no cobran por sus servicios ni reciben ayuda gubernamental; su meta es complementar la educación pública de los niños y servir como centros de la comunidad. El único requisito para los padres es la asistencia obligatoria a una clase mensual para padres, donde reciben consejería e información del progreso de sus hijos. «Centrarse solo en los niños es como tratar de volar un avión con una sola ala —dice Tita—. Necesitábamos involucrar a los padres: la segunda ala».
Un día típico en las academias comienza con los niños, de dos a doce años: se lavan las manos, comen un desayuno nutritivo y un suplemento vitamínico, y se cepillan los dientes. Después de un breve estudio bíblico los niños hacen su tarea, estudian arte o participan en deportes y educación física.
Me siento en el borde de La Limonada y todo lo que huelo es esperanza.
Por supuesto, las academias no pueden salvar a todos. Regularmente hay estudiantes que abandonan, caen víctimas de la necesidad o la tentación, incluso los que se quedan deben resistir el arrastre hacia la actividad criminal. Amelia, por ejemplo, proviene de una familia de ladrones, una habilidad que le transmitieron. El robo sigue siendo el medio de vida en su familia, pero Amelia dice que, gracias a Tita, «ahora roba menos».
Las historias de otros estudiantes son un éxito rotundo. Varios alumnos han seguido adelante hasta completar la universidad, aprovechando las becas que Tita ha ofrecido. Abby, una de las antiguas estudiantes, ahora es maestra en una de las academias.
Si te paras al borde del barranco y sabes dónde mirar, puedes ver abajo los colores brillantes de las academias Limón, Mandarina, Lima y Toronja. Puedes ver las rosas que crecen en ollas en los umbrales de las ventanas y los ositos de peluche recién lavados colgados para secarse en el aire cálido. El aire no sabe a limonada, pero está lleno de esperanza.
Para más información, consulte lemonadeinternational.org.
Traducción de Raúl Serradell
José Corpas es autor de dos libros sobre la historia del boxeo. Sus escritos han aparecido en ESPN, Narratively, y Acentos Review.