Subtotal: $
CajaLa revolución inacabada
Hemos llegado lejos en el largo camino hacia la dignidad de las personas con discapacidad, pero no lo suficiente.
por Joe Keiderling
lunes, 25 de abril de 2022
Otros idiomas: English
Al principio de la Segunda Guerra Mundial, Wilmot Durgin, un joven de veintitrés años recién graduado de la Universidad de Carolina del Norte, fue eximido del alistamiento debido a un tímpano perforado. Eso cambió más tarde, cuando el ejército tendió una red más amplia. Pero, para entonces, Durgin sabía que no podía pelear; no quería participar en el aparato de la guerra. Cuando llegó a la base de Fort Bragg dejó constancia de su intención de negarse a prestar servicio por razones de conciencia.
En la base, como era de esperar, encontró poca comprensión a sus escrúpulos. Debía llevar en la espalda un cartel enorme que ponía “4-E”, el indicador de que era “objetor de conciencia”. Pero Durgin se mantuvo obstinadamente firme y “no participé en nada que me hiciera ser parte del sistema”. Finalmente, fue enviado a un campamento de Servicio Público Civil (CPS) adonde eran asignados los objetores de conciencia para realizar “tareas de importancia pública” como alternativa al servicio militar.
Desde allí se ofreció como voluntario en la escuela pública Pownal de Maine. Fundada en 1907 para los niños “idiotas y tontas”, Pownal se había vuelto, esencialmente, un depósito de personas con discapacidad. Lo que Durgin y sus compañeros voluntarios descubrieron allí los dejó estupefactos: mugre, pestilencia, enfermedad, soledad y desesperanza generalizadas. A pesar de que él y sus compañeros intentaron protestar, se enfrentaron a años de inercia institucional. Para Durgin el punto de inflexión se dio cuando un “fugitivo” de la escuela fue regresado a Pownal y, a modo de castigo público, el médico de la escuela le inyectó una droga inductora del vómito. A modo de protesta, Durgin renunció a su trabajo, a sabiendas de que sería considerado un desertor acusado de haber cometido un delito según la ley militar. Se mudó con su hermano que vivía en Nueva Jersey y escribió una carta al gobierno explicando “exactamente lo que pensaba acerca de los tratamientos en [Pownal] y también acerca de mi opinión sobre el alistamiento. Les dije también dónde me encontraba y que, si me querían de regreso, debían ir a buscarme”, comentó en sus memorias, escritas en 1997.
Cinco meses después fue arrestado y sentenciado a seis meses de prisión. ¿Acaso su actitud solitaria tuvo algún efecto? No lo sabemos. Pero hay momentos que exigen un cambio. A veces, el cambio proviene de un evento horrendo, pero con más frecuencia la transformación es causada por actos aislados de indignación moral, a veces separados por años, a veces sin una conexión aparente entre ellos. Cómo Estados Unidos pasó de tener escuelas como Pownal a un abordaje más humano e inclusivo de sus ciudadanos con discapacidades es una historia de muchos actos dispares como el de Durgin.
En la época en que Durgin fue enviado a Maine, alrededor de 3,000 objetores de conciencia como él habían sido asignados a decenas de instituciones estatales y hospitales psiquiátricos en todo el país. Esto aconteció, en parte, como respuesta a la gran escasez de personal ocasionada por el esfuerzo de la guerra. En ese sentido, no era infrecuente que llegaran informes acerca de médicos que atendían a mil pacientes. Muchos de estos jóvenes, que alguna vez habían obrado según su conciencia para oponerse a una guerra que la mayoría consideraba buena y necesaria, eran especialmente sensibles a las condiciones insultantes con las que se encontraban.
En tanto grupo, también eran más educados que las personas que solían ser contratadas en esas instituciones y estaban mejor preparados para recoger información y describir lo que veían. Varios de ellos se organizaron para fundar el Programa de Higiene Mental, más tarde conocido como la Fundación Nacional para la Salud Mental, para abogar por reformas. Cuatro de ellos, asignados al hospital estatal de Filadelfia, recogieron testimonios de otros objetores de conciencia a lo largo del país y colaboraron con Albert Maisel, un periodista especializado en destapar escándalos, para publicar sus hallazgos en la revista Life. En un artículo titulado “Bedlam, 1946: Los hospitales psiquiátricos de Estados Unidos son una vergüenza y una desgracia”, escribió:
Las golpizas y los asesinatos no son, por lejos, las indignidades más significativas con las que hemos agobiado a la mayoría de los 600,000 pacientes-prisioneros inocentes en más de 180 instituciones psiquiátricas del estado. A miles de ellos les proporcionamos una dieta de hambre. Llenamos con hombres mujeres y, a veces, incluso niños, recintos sin salida de incendio situados en pabellones tan abarrotados que no es posible ver el piso entre los catres desvencijados, mientras otros miles duermen sobre garrapatas, encima de mantas o directamente en el suelo… Cientos —ante mi vista y entendimiento— pasan las veinticuatro horas del día en la más cruda y sucia desnudez… Miles pasan sus días —a menudo semanas de un tirón— encerrados en unos artefactos eufemísticamente llamados “de reclusión”… Cientos son confinados en “albergues” —cuartos desnudos y sin camas, apestando a mugre y heces—, iluminados durante el día solo a través de agujeros de poco más de un centímetro practicados en ventanas tapiadas con planchas de acero, y por la noche convertidos en tumbas negras donde el grito de los dementes retumba en el revoque descascarado de las paredes y produce ecos que nadie escucha.
La labor periodística de Maisel, junto con la de Albert Deutsch en PM, un periódico de Nueva York, provocó una protesta y un escrutinio público sin precedentes. Hubo otros relatos dolorosamente gráficos, tales como las historias que, ya en 1943, provenientes de los esfuerzos de los voluntarios de CPS comenzaron a surgir del hospital estatal de Cleveland. Van Geiger, otro voluntario de CPS, fue tan franco en su protesta contra los abusos que vio en el hospital estatal Eastern de Virginia, que se inició una investigación y obtuvo una cobertura amplia y compasiva en el Richmond Times-Dispatch.
Los informes de los objetores de conciencia asignados al hospital estatal de Hudson River en Poughkeepsie, Nueva York, atrajeron la atención de Eleanor Roosevelt, quien escribió al respecto en My Day, su columna sindicada. Mike Gorman, un periodista del Daily Oklahoman, escribió una serie de artículos acerca de la vergüenza de los hospitales psiquiátricos en su estado, comenzando por uno titulado “El imperio del dolor en la tierra de las sombras”, referido a las condiciones miserables en dichos hospitales. En 1946, Mary Jane Ward publicó Nido de víboras, una novela basada en su propia experiencia como paciente psiquiátrica en un manicomio de Nueva York. A la novela siguió una película protagonizada por Olivia de Havilland, que obtuvo una nominación al Oscar y una portada en Time. Otros libros aparecieron, entre ellos, Out of Sight, Out of Mind, de Frank L. Wright, en 1947, y The Shame of the States escrito por Deutsch, en 1948.
A pesar de la magnitud de la exposición y la protesta, no se produjeron cambios reales en esas instituciones hasta que tropezaron con la historia de la familia Kennedy.
Rosemary Kennedy era la hija mayor de Joseph Kennedy —patriarca, millonario, embajador, hombre de estado— y su esposa Rose. Nacida en 1918, creció en una familia de individuos sobresalientes, atletas, académicos y competidores. Pero Rosemary era diferente. La enfermera que asistía a su madre en el hogar se negó a que el bebé naciera antes de que llegara el médico de la familia e intentó retrasar el parto. El médico se demoró horas, abrumado por la sobrecarga de pacientes a causa de la pandemia de gripe española que asolaba Boston. Debido a una falta de oxígeno, Rosemary sufrió daño cerebral.
Atravesó su niñez y su juventud luciendo normal, pero su comportamiento era impredecible y su desarrollo cognitivo, pobre. La ansiedad de su padre acerca de Rosemary y lo que esta pudiera hacer fue en aumento. En medio de la desesperación, recurrió a un tratamiento que estaba en boga en la época, la lobotomía. Así, a sus veintitrés años, Rosemary fue sometida a ese procedimiento. Jamás volvió a ser la misma.
“No tomó demasiado —unas horas, a lo sumo— antes de que los cirujanos reconocieran que la cirugía había resultado horriblemente mal. Rosemary salió de la lobotomía casi completamente discapacitada”, escribió Kate Clifford Larson en Rosemary: The Hidden Kennedy Daughter (2015). Rosemary quedó al cuidado de las hermanas de San Francisco de Asís en una confortable institución privada en Wisconsin, lejos de los hospitales públicos que habían suscitado las protestas en los cuarenta. Al igual que otras personas discapacitadas internadas de la época, se la aisló del mundo exterior, a tal punto que sus numerosos hermanos no supieron de su paradero durante años. Pero más tarde, esos hermanos —en especial, Jack y su hermana Eunice Kennedy Shriver— encontraron en ella la inspiración para el activismo público y privado.
En 1963, el presidente Kennedy suscribió la Ley de Salud Mental de la Comunidad. Eunice y su esposo, el sargento Shriver, procuraron soluciones filantrópicas mediante el apoyo a organizaciones dedicadas a la investigación, el cuidado médico y la educación, así como programas tales como las Olimpíadas Especiales. Y, lo más importante, la familia comenzó a hablar públicamente acerca de su hermana y de lo que habían aprendido gracias a ella.
En 1965, Robert Kennedy, entonces senador junior por Nueva York, visitó la escuela pública Willowbrook en Staten Island, que en aquel momento albergaba a 6,200 residentes en un espacio diseñado para 4,000. En la conferencia de prensa posterior a su visita llamó al lugar un “nido de víboras”, y así dirigió la atención pública a una falla trágica de la prestación de asistencia a nivel nacional para satisfacer las necesidades de personas discapacitadas. Cada vez con más frecuencia se requirió de una atención así. En 1972, un joven periodista llamado Geraldo Rivera, volvió a visitar Willowbrook. Se coló por la verja perimetral y filmó las condiciones del hospital. Rivera dijo que los residentes eran tratados como “vegetales humanos” y llamó a la situación “una vergüenza para todos nosotros. Este lugar no es una escuela, es un rincón oscuro adonde arrojamos a los niños que no son bellos de mirar. Es la colonia de leprosos de la gran ciudad”.
Fue un momento definitorio en el movimiento por los derechos de los discapacitados. Hay una línea recta que va desde el informe Willowbrook hasta la aprobación de la Ley de Educación para Todos los Niños Discapacitados, un hito que aconteció en 1975. El senador Ted Kennedy, el más joven de los hermanos de Rosemary, se destacó entre los copatrocinadores y se convirtió en un defensor en el Congreso de los derechos de los discapacitados. A lo largo de los siguientes quince años el texto de la ley referido a que cada niño, sin importar cuál fuera su discapacidad, tuviera derecho a una educación pública “en un entorno lo menos restrictivo posible”, ayudó a cerrar las instituciones-depósito e inspiró innovaciones que afectaron a miles de familias en todo el país.
Cuando, finalmente, en los ochenta y noventa, cerraron sus puertas, muchas de las instituciones abandonadas fueron consideradas lugares encantados. Al menos una de ellas, la escuela pública y hospital Pennhurst, fue reconvertida en una casa encantada, como si el lugar no hubiera visto ya suficiente horror. Ubicada en un meandro del río Schuylkill, al sudeste de Pensilvania, Pennhurst abrió sus puertas en 1903 y se llenó de historias de abuso y terrible abandono hasta que acabó por cerrar en 1987 (diez años después de que un juez dictaminó su cierre). En la actualidad, los turistas fascinados por lo oculto llegan a pagar por visitas guiadas, emociones fuertes e incluso “investigaciones” paranormales. Esto sirve, al menos, como un doloroso recordatorio de cuán poco nos ocupamos de nuestros ciudadanos más vulnerables y cuán lejos debemos aún avanzar.
El sobrino de Rosemary, Anthony Shriver, le atribuyó el haber vivido la vida más importante de todas en una familia de personas sobresalientes: “El interés que [Rosemary] avivó en mi familia hacia las personas con necesidades especiales pasará a la historia como el logro más grande que un Kennedy haya alcanzado”.
Una ramificación de la Ley de Educación para Todos los Niños Discapacitados fue la creación de Rifton, la empresa de equipos de adaptación donde trabajo como gerente general. Rifton no existiría si no fuera por aquellos defensores que, a menudo en soledad, a veces de manera conjunta, promovieron el cambio. Tuvimos la suerte de estar bien posicionados para subirnos a la ola de la reforma que exigió un tratamiento y una dignidad mejores para las personas discapacitadas.
A partir de 1953, las comunidades del Bruderhof han gestionado una empresa que fabrica muebles para niños llamada Community Playthings. En los setenta se había formado una base de clientes fieles entre las escuelas y guarderías públicas. Cuando el Congreso promulgó una ley para que los niños fueran retirados de las instituciones y trasladados al sistema escolar, Community Playthings comenzó casi de inmediato a recibir pedidos urgentes de sillas adaptadas que pudieran ajustarse a los nuevos estudiantes con necesidades especiales. La comunidad Deer Spring del Bruderhof estaba en la zona rural de Norfolk, Connecticut, hogar de varias instituciones pequeñas que proveían asilo a niños con discapacidades. Las guarderías Ann Storck´s Nursery y Ann´s Nursery for Babies, así como la Laurel School recibían las visitas frecuentes de los jóvenes de Deer Spring, que iban allí a cantar, a acompañar a los niños durante las excursiones o a jugar con ellos en las instalaciones.
Jerry Voll, quien se unió al Bruderhof junto con su esposa en 1971, había estudiado para ser pastor, pero se encontró trabajando en la fábrica de Community Playthings en Deer Spring, armando unos armarios de madera, estanterías para libros, sillas y mobiliario escolar por el estilo. Apenas estaba empezando a participar en los debates acerca de cómo diversificar las empresas comerciales del Bruderhof, cuando conoció a Kevin Purcell, un empleado del Departamento de Servicios de Desarrollo de Connecticut, quien se había acercado al sistema escolar de Norfolk para implantar un programa para niños con discapacidades recientemente incorporados. Purcell golpeó a la puerta de la fábrica de Deer Spring y formó un equipo con Voll para crear equipos que facilitaran a los niños estar sentados, así como mejorar la postura. Su primera creación colaborativa fue la silla Rifton E50 “completamente ajustable”. Al recordar aquellos primeros prototipos, Voll sonríe con ironía por las toscas combinaciones de madera contrachapada ranurada y los tiradores de plástico que los caracterizaban. En aquel entonces era consejero de grupos de jóvenes y recuerda que los “adolescentes en Deer Spring jamás se cansaban de burlarse de él acerca de aquellas sillas ´completamente ajustables´”.
Pero funcionaban. Más tarde, el equipo de terapia de la guardería de Ann colaboró en el desarrollo de una silla de baño. A eso siguieron unos bipedestadores. Voll comenzó a viajar cada vez más lejos, aprovechando el entusiasmo de los terapeutas para contribuir con los aportes a los diseños. Otros en Community Playthings se unieron a él en su esfuerzo, no solo en la fábrica de Deer Spring, sino en la comunidad de Woodcrest en Rifton, Nueva York, especializada en la fabricación de aluminio, y en New Meadow Run, en Farmington, Pensilvania, donde se hacía costura industrial. Wilmot Durgin y Van Geiger, dos de los voluntaries de CPS que habían encendido la alarma en la década del cuarenta, ya eran en ese entonces miembros del Bruderhof y contribuían con sus habilidades al nuevo emprendimiento. Durgin fue uno de los primeros en unirse a los esfuerzos de Voll; su trabajo contribuyó a crear el primer prototipo de bipedestador de Rifton.
En 1977, el catálogo de Community Playthings incluyó un desplegable de cuatro páginas que exhibía las nuevas ofertas. Al llegar 1980 la línea de productos de Rifton se había expandido lo suficiente para justificar su propio catálogo. Jerry Voll describe el momento en que ayudó al primer usuario —una niña de diez años que esperaba con sus padres en el gimnasio de la escuela— a valerse del recientemente diseñado Andador Ajustable. “La colocamos en el andador. Era la primera vez que se encontraba en posición vertical, con la capacidad de impulsarse de forma independiente, y salió disparada a cruzar el gimnasio. No quedó un ojo sin lagrimear en aquel sitio”.
Desde entonces, el trabajo de Rifton ha llegado a escuelas, hospitales y hogares a lo largo de Estados Unidos, así como a decenas de países en todo el mundo. El equipo de Rifton ha tenido el privilegio de trabajar con personas como Linda Bidabe, fundadora del programa MOVE y profundamente influenciada por los diseños de los productos de Rifton, y como Hiroyasu Itoh, el padre del movimiento por los derechos de las personas con discapacidad en Japón. En mi propia experiencia en Rifton he conocido a innumerables terapeutas, asistentes, maestros, padres, hermanos y otras personas dedicadas que comprenden que nuestra sociedad será más rica en la medida en que cuidemos a nuestros miembros vulnerables.
En efecto, quizá esta sea la lección más importante que nuestro país puede reconocer; que proporcionar un cuidado digno a aquellos que tienen gran necesidad no es un sacrificio ni algo que enlentece nuestro progreso. Es un camino hacia la plenitud.
¿Cómo se traduce algo así?
Bueno, se traduce en el Centro de Servicios para Personas con Discapacidad (CFDS), un organismo sin fines de lucro situado en Albany, a unos doscientos cincuenta kilómetros río arriba por el Hudson desde la ahora cerrada escuela Willowbrook. Comparen las imágenes captadas por Geraldo Rivera hace casi cincuenta años con el video de Octavius, un muchacho cuya vida fue salvada por CFDS y que recibe el cuidado y la atención que hubieran sido inauditos hace apenas veinticinco años. Ese cuidado incluye atención médica de primera clase acompañada de la fuerte convicción, compartida por todo el personal, de que cada niño tiene la capacidad de crecer y desarrollarse en lo cognitivo y en su habilidad para moverse con independencia. Todos en el centro están involucrados, desde el conserje hasta el Director de Terapia. Ellos saben que cada momento del día es una oportunidad para aprender.
El centro también diseña su programa para estimular la participación y el respeto por la dignidad de cada niño. Parte de este diseño tiene que ver con emplear el equipo que permite a los niños a estar erguidos y les da la autonomía para tomar sus propias decisiones y dirigir sus propios movimientos en lugar de ser empujados en una silla de ruedas por un asistente. Sobre todo, a medida que los niños se transforman en adultos jóvenes, también incluye unos engranajes que permiten usar el baño con privacidad en lugar de enfrentar la indignidad de que se les cambien los pañales en público o detrás de una cortina. Esta variedad de diseños protege la autonomía y la dignidad de los individuos.
Este abordaje tiene profundas consecuencias para toda la familia de una persona con necesidades especiales. Incontables veces he escuchado historias desgarradoras de padres que día a día alzan a su hijo de la silla de ruedas y lo suben a un auto o lo sientan en el inodoro o lo colocan en una bañera, sabiendo que con el paso de los años su capacidad para hacer estos movimientos se va debilitando. Su espalda envejecida no está a tono con el crecimiento de sus hijos, y se preguntan: “¿Quién hará esto cuando nosotros ya no podamos?” He visto cómo el alivio les inundaba el rostro al ver lo que el equipo adecuado puede hacer por sus hijos, enseñándoles a soportar el peso, a pararse derechos, a girar en el lugar y, a menudo, lo más conmovedor, a caminar con independencia.
Pero aún hay un obstáculo importante para un número grande de familias. Debido a los sistemas fragmentados de atención médica y de seguros de salud de Estados Unidos, obtener cobertura para la atención médica y los equipos necesarios puede resultar terriblemente oneroso. Escucho muchas historias desesperadas referidas a luchas de meses para lograr que las compañías de seguros, privadas o públicas, aprueben la cobertura que incluya el equipo que significa un cambio de vida.
Escucho historias acerca de rechazos de seguros que, en el mejor de los casos, son irracionales; en el peor de los casos, despiadados. Escucho también sobre ese terror particular asociado con el llamado “acantilado de la discapacidad”, ese cambio abrupto en la financiación de todos los servicios que acontece generalmente a los veintidós años, cuando un adulto discapacitado ya no tiene derecho a recibir educación especial en el sistema de escuelas públicas.
Necesitamos de forma radical una solución nacional diferente que vuelva accesibles los servicios para aquellos sin cobertura de seguros o sin los fondos privados suficientes. Así pues, mientras celebramos el avance que hemos hecho, permanentemente se nos recuerda que aún hay un largo camino por recorrer. Cerrar los antros institucionales era una de las muchas batallas por los derechos y la dignidad de los discapacitados. Pero tenemos esperanza; proviene del pequeño ejército de médicos, técnicos y asistentes que trabajan fuera de la mirada pública proporcionando cuidados.
Cuando somos testigos de situaciones que ofenden nuestra sensibilidad, podemos elegir mirar hacia otro lado o alzar la voz. En la actualidad, mis pequeños esfuerzos en defensa de esta causa obtienen su fuerza y su propósito de aquellos que nos precedieron, personas como Durgin o Geiger que actuaron en las sombras, o como Rivera y los Kennedy que llegaron a un público nacional. Ni Durgin ni Geiger, afanándose en aquellos depósitos humanos remotos, podían saber que sus protestas solitarias tendrían un efecto duradero. Pero, sin duda, ambos se hubieran maravillado ante ese hilo que atraviesa las décadas y conecta su indignación juvenil con el Bruderhof, al cual ambos se unieron, y con Rifton, donde ayudaron a construir los equipos para mejorar la vida de personas con discapacidades.
Ese hilo se extiende hasta el presente. En una feliz coincidencia, hoy me encuentro trabajando junto al hijo menor de Durgin, Sam, quien es discapacitado de nacimiento y un brillante diseñador de productos.
Traducción de Claudia Amengual