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CajaNo todo tiene arreglo
Algunas cosas tal vez no pueden repararse, pero eso no significa que no debamos intentarlo.
por Carlo Gébler
lunes, 04 de marzo de 2024
Reparar, reparar... ¡Ah, bendita palabra! Algo no funciona bien o quizá se rompió por completo. ¿Qué hacer? Pues se lo repara y, como suele decirse, “queda como nuevo”. Pero, ¿cómo es posible que algo que se rompió vuelva a su estado original? Esto siempre me ha intrigado, aunque no tanto como la afirmación de que, a veces, el objeto roto, después de la reparación, queda mejor que antes. Recuerdo lo que aprendí en la escuela primaria sobre la fractura de un hueso. Los maestros me explicaron que el hueso, una vez que soldó, quedaba más fuerte que antes. ¡Ah, el cuerpo y su maravillosa capacidad de recuperación!, fue lo que me dijeron.
Escuché muchas otras tonterías de estos divulgadores de la sabiduría popular. Yo les creía cada palabra, por supuesto; ellos eran los adultos, y yo era un niño. No tenía idea de que su retórica no era inocente, aunque sí tenía algo de malentendida generosidad. Mis mayores, mis maestros eran adultos con buenas intenciones. La raíz de todo es que ellos sabían lo que nos esperaba: la muerte. Sabían, además, que la muerte, esa experiencia aterradora que no se nombra ni se acepta, es la temida culminación de desperfectos físicos que no tienen arreglo. Esto explica su afán por subrayar la eficacia del proceso de reparación. Todo estaba bien, menos la muerte; sus elogios al proceso de reparación tenían la doble finalidad de darse ánimo a sí mismos y convencerme a mí.
Lo que comenzó con las maestras en la escuela primaria se potenció al llegar a la adolescencia. Los periódicos que leía, los programas que veía en televisión, lo que escuchaba en la radio y los profesores en la escuela secundaria, todos me contaban la misma historia de diferentes maneras. El argumento era el siguiente: en nuestro país, el Reino Unido, el proceso de reparación era permanente, dando lugar a un progreso lento pero seguro. Y siempre había sido así; la nación había funcionado así desde siempre. A pesar de alguna contramarcha ocasional (siempre corregida al final), habíamos avanzado en una única dirección: ascendente. Cuando comencé a trabajar, en 1979 (tenía veinticinco años), estas eran convicciones profundamente arraigadas en la sociedad: la vida no siempre sería fácil, pero nada estaba roto para siempre, con el tiempo, todo se solucionaba. Supongo que esto podría caracterizarse de optimismo, y que de adulto joven yo mismo habría sido considerado un optimista.
A juzgar por lo vivido durante mi infancia, tendría que haber desarrollado una actitud de signo contrario. De niño y adolescente tuve escasos momentos de conversación significativa con mi papá, pero gracias a que era un ferviente escucha, a escondidas, de las conversaciones de los adultos, llegué a conocer algunos datos de su biografía. Supe que Adolf, su padre, había estado en prisión desde 1914 hasta 1919 por su condición de extranjero enemigo –durante la Primera Guerra Mundial, ser ciudadano checo con documento del Imperio austro-húngaro significaba pertenecer al bando equivocado. Poco después de su detención, en Dublín, nació mi padre y, durante los cinco años siguientes, tuvo a su madre solo para él. Ninguno de los lugares donde estuvo detenido –Oldcastle, County Meath y, posteriormente, en la isla de Man– permitían visitas de la familia. Así, pues, cuando Adolf por fin regresó a Dublín, en 1919, su hijo de cinco años, mi padre, se sintió confundido y desconcertado. Nunca estableció un vínculo con su padre. Creo que eso explica por qué tampoco mi padre y yo pudimos crear lazos afectivos. Sabemos (o al menos creemos) que la disfunción se transmite a través de las generaciones. Muchas cosas afectaron a mi padre, pero lo que más lo dañó fue que su padre estuviera en prisión.
Así que, en los años noventa, cuando me ofrecieron trabajar en el sistema penitenciario de Irlanda del Norte como profesor del taller de escritura creativa, supe de inmediato que debía aceptar. Mi trabajo con los internos podría ayudarlos a recomponer las relaciones quebradas, rotas o debilitadas con sus hijos. Pensé también en las hijas, las esposas y las madres, pero, internamente, mi motivación surgía de mi propia historia familiar. Mi tarea como educador en la cárcel me permitiría reparar el daño que el encarcelamiento provoca en las relaciones padre-hijo. Ahora me doy cuenta de que había algo de pensamiento mágico en mi planteo: creer que, si podía arreglar la vida de otras personas, de alguna manera, contribuiría a reparar lo que estaba roto en la mía.
Comencé mi trabajo docente en la cárcel en 1995 (con cuarenta y un años) y sigo hasta hoy. Actualmente trabajo para Prison Arts Foundation, una organización benéfica con sede en Belfast. Muchas cárceles ofrecen talleres de escritura creativa porque se cree que esta herramienta de autoexpresión tiene la capacidad de restaurar o, en jerga penitenciaria, “catalizar la restauración”. Y ciertamente hay mucho que reparar. Supe por relatos de los propios internos –contrario a lo que se cree, con frecuencia dicen más verdades que mentiras– que fueron responsables de provocar toda clase de desastres. A la angustiosa disrupción en la vida de sus propias familias, había que sumarle el daño causado por sus conductas delictivas: vidas perdidas, víctimas traumatizadas, negocios arruinados. Y aunque habían recibido su castigo, el desastre que habían dejado tras de sí rara vez era reparado. Hubo un proceso penal, es verdad, y es posible que en algún caso la víctima haya recibido una reparación económica, pero noventa y nueve veces de cada cien, la reparación no alcanza, nunca es suficiente. De modo que, en muchísimos casos, el daño sufrido como consecuencia de sus acciones delictivas no se repara. Y los propios internos, que invariablemente habían vivido una vida que también requería reparación, rara vez, por no decir nunca, experimentaban una reparación personal.
Y, por supuesto, a nadie sorprende que el fracaso del proceso de reparación derive en consecuencias nefastas. La creencia generalizada (entre quienes creen en el sistema carcelario) es que el propósito de la cárcel es rehabilitar a los internos. Sin embargo, las tasas de reincidencia muestran otra realidad. Si la cárcel funciona tan bien, ¿por qué tantos liberados vuelven a delinquir? Muchos se aferran a la fantasía de que un régimen carcelario más punitivo disuadiría a los liberados de reincidir. Sin embargo, en veintiocho años de docencia carcelaria, no conocí un solo interno que me hablara del efecto positivo del castigo. Nadie jamás me dijo: “El sufrimiento me hizo mejor persona”. En todo caso, escuché exactamente lo opuesto: “El sufrimiento me hizo peor persona. Me llevó a querer rebelarme contra el sistema”. Por otra parte, cuando hablé con ellos acerca de los beneficios de la cárcel (y sí, hemos hablado de ese tema), me dijeron que la bondad, la tolerancia y la interacción humana y personal eran el comienzo de su transformación, y para una reparación profunda, la educación era lo mejor y más efectivo.
Ahora bien, el lector atento se estará preguntando cómo este escritor –tan convencido del poder reparador de la educación– explica el fracaso, el suyo propio y el de todos los docentes, en reducir la reincidencia. Al fin y al cabo, no parece que haya hecho un aporte significativo con toda esta tontería de la escritura creativa. Y es verdad, no logré resultados significativos, pero no fue por falta de voluntad. Aquí está la explicación: si el sistema carcelario no asume un férreo compromiso con la rehabilitación, en lugar de concentrarse en su rol punitivo complementado con una mínima oferta educativa, no podrá cumplir con lo que se supone que es su cometido. No podrá reparar las vidas quebradas, y todos los internos son personas quebradas (han quebrado a otros, es verdad, pero ellos mismos están quebrados), y si no se genera una cultura de completa reparación y restauración, las personas quebradas seguirán quebradas y volverán a quebrar a otros.
En la vida de cada persona suele haber uno o dos acontecimientos trascendentes: algo inesperado, no planificado, que no necesariamente implica un cambio tan drástico como el de Pablo en Damasco, pero es un momento que, al mirar hacia atrás, nos damos cuenta de que fue un regalo del universo. En mi caso, comenzar a trabajar en la cárcel fue ese acontecimiento trascendente, lo mejor que me ha pasado después de mi matrimonio y mis hijos. Fue una increíble experiencia de aprendizaje, y una de las cosas más importantes que aprendí es que los internos no reaccionan bien ante los civiles –en este caso, los profesores de escritura creativa– que manifiestan tener un propósito para su psique. Decirles: “Estoy aquí para ayudarlos en su proceso de rehabilitación” es la vía más efectiva para que no quede nadie en el salón de clase. Es mucho mejor decir algo como “Esta es mi propuesta. Pueden aceptarla o rechazarla; ustedes deciden”. Al liberarlos del peso de mis expectativas y de la presión por obtener resultados, los internos con los que trabajé se sintieron libres para concentrarse en la escritura. Y a veces, al experimentar esa libertad, algo sucedía: algo en el interior de los presos se transformaba para bien como consecuencia de lo que leían o escribían. También había ocasiones en que nada sucedía; no había reparación, y nada cambiaba. Pero descubrí que la reparación personal efectivamente alcanzada a través de las clases –algo que ocurre de manera orgánica, no forzada– es la mejor y más auténtica.
Han pasado casi cincuenta años, y aquel veinteañero optimista se ha vuelto pesimista. Las opiniones y certezas que una vez tuve –que nada permanece roto, que con el tiempo todo se arregla– no son las mismas que tengo ahora al escribir estas líneas con sesenta y nueve años. Estoy consternado y preocupado por lo que veo a mi alrededor. En cualquier dirección que mire, veo necesidad de reparación. Pero es tanto lo que está roto, que me abruma pensar qué puedo hacer, y de allí a caer presa del pánico y paralizarme no hay más que un paso. Pensar en los enormes problemas de nuestra sociedad me lleva a vivir en un constante estado de lucha, preocupación, esfuerzo y planificación, y sé que, si sigo por ese camino, acabaré sintiéndome incapaz de seguir adelante. Entonces, me digo a mí mismo que si quiero ver un cambio, debo recordar lo que aprendí en la prisión: debo desistir de la idea de ser eficiente y obtener resultados. Debo dejar de lado mi plan de mejora para concentrarme, en cambio, en escribir y enseñar con la esperanza (no la expectativa) de que quizá se produzca la reparación. Quizá, tal vez. No puedo asegurarlo ni puedo forzarlo, pero tengo la esperanza de que puede ocurrir, podría ocurrir.
En esta esperanza no estoy solo. A menudo pienso en los párrafos finales de Middlemarch, de George Eliot (seudónimo de Mary Ann Evans), lo que Dorotea llegó a entender después de superar muchas dificultades: “[que] el creciente bien del mundo depende en parte de hechos sin historia” y que al menos la mitad del bien que se alcanza “se debe en parte a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta”. No puedo menos que admirar a una escritora que no hace afirmaciones absurdas ni presuntuosas, sino que reconoce que el trabajo de la gente oculta solo alcanza a cubrir la mitad de las necesidades. Eliot sabe que los activistas juegan un papel, pero aquí escribe para los que están en el otro extremo del espectro, entre quienes me incluyo junto con mis alumnos. Me gusta pensar que mis clases en la prisión son un hecho “sin historia” en el sentido que le da Eliot a la expresión: acciones sin gran despliegue ni pretensión; un trabajo personal bien realizado, sin agenda explícita. Escribo como mejor sé hacerlo; enseño como mejor sé hacerlo. Y en algún lugar del universo, un acto de reparación –no programado ni planificado– acontece. Pero no es consecuencia de mi acción; simplemente sucede.
Traducción de Nora Redaelli