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CajaLa granja urbana “Earthworks”
En una huerta comunitaria en Detroit, los niños cultivan alimentos para abastecer a un comedor popular.
por Casey Kleczek
lunes, 03 de junio de 2024
Quien recorre los barrios del este de Detroit se encuentra con locales comerciales abandonados y semiderruidos, casas de estilo victoriano en plena decadencia, antiguas fábricas en ruinas, prontas para ser demolidas, veredas invadidas por pasto y malezas y postes de teléfono y alumbrado público cubiertos por enredaderas. También es posible ver magníficas expresiones de arte callejero en los muros resquebrajados de alguna vieja escuela o iglesia, advirtiéndoles a los escépticos: “Detroit sigue aquí”; restauradores empeñados en que la histórica casa de la familia Ford recupere su antigua gloria; restaurantes Michelin que donan a obras benéficas locales; y, entre los muchos dientes de león que crecen en las grietas de la vereda, aparece la granja urbana “Earthworks”.
Al doblar en dirección a Meldrum, desde el cementerio Mount Elliot, donde descansa la élite más encumbrada de Detroit en el siglo xix, el visitante pasa por una iglesia bautista tapiada con tablas y dos casas parcialmente incendiadas donde varios ocupantes temporales se resguardan del sol, acostados sobre restos de cajas de pizza. Inmediatamente después, aparece Earthworks. A la entrada del invernadero de aros, nos topamos con una estatua de Francisco de Asís que parece decirnos: “Es aquí”.
La granja urbana Earthworks es una granja con certificación orgánica, con una extensión de casi una hectárea a lo largo de varias cuadras. La principal área de cultivo, aproximadamente 2000 m2 detrás del banco de alimentos, ostenta hileras de rabanitos, rúcula, mostaza de hoja, papas, ajos y espinaca. También hay un invernáculo y un invernadero de aros que permiten tener cultivos todo el año. En Earthworks, hay huertos con cerezos, manzanos y durazneros, un área de preparación de compost y un apiario con cuarenta colmenas. Anualmente, se envían unas cuatro toneladas de alimentos al comedor comunitario de los Capuchinos, ubicado a pocos metros.
Fue el hermano Rick Samyn quien, en los años noventa, soñó con convertir estos terrenos agrestes, cubiertos de malezas, en una granja. El hermano Samyn pertenecía a la orden de Franciscanos Capuchinos, una congregación que se estableció por primera vez en Detroit en la década de 1880, en el barrio Islandview, cuando toda esa zona era campo. Construyeron el monasterio de San Buenaventura y viajaban a pie, a caballo o en calesa hasta los lugares más alejados del área metropolitana de Detroit para escuchar confesión y brindar guía espiritual. Durante la Gran Depresión ampliaron su campo de misión cuando los pobres del vecindario comenzaron a golpear a sus puertas pidiendo pan. El portero del monasterio se hizo conocido por su frase: “Tienen hambre; denles sopa y sándwiches”. Era el sacerdote franciscano Solanus Casey, ya beatificado y en camino a ser canonizado por la Iglesia católica.
El comedor creado de manera provisional crecía a medida que se iba corriendo la voz; con el tiempo, llegaron a tener dos mil personas haciendo cola en un solo día. Esto motivó a los capuchinos en Islandview, a lo largo de los años, a buscar nuevas y mejores maneras de responder ante cualquier situación de necesidad extrema que surgiera en el vecindario. En los años cincuenta, cuando cerró la vecina planta automotriz Packard –llegó a tener cuarenta mil empleados en su mejor momento–, los miles de residentes de Islandview que quedaron sin trabajo ya sabían adónde recurrir. Cuando el Ku Klux Klan llegó a ocupar un lugar prominente en los años sesenta y quemaba cruces en terrenos vecinos, los capuchinos pronunciaron encendidas homilías contra el racismo y marcharon por los derechos civiles. Durante las huelgas del sindicato de los trabajadores del sector automotor (UAW), los disturbios raciales, y la desindustrialización con su secuela de desempleo y pobreza, los hermanos capuchinos fueron un faro de luz y esperanza.
Así, en los años noventa, cuando el hermano Rick Samyn, coordinador de los programas de extensión juvenil, estaba haciendo una lista de comestibles, y un niño del barrio le preguntó en qué estación de servicio compraba los comestibles, la pregunta le llegó como una clara señal de alerta sobre las necesidades de los vecinos. Los capuchinos harían lo que siempre habían hecho: dar de comer al hambriento.
“Estábamos en un desierto alimentario, como tantas otras zonas urbanas. No había tiendas de comestibles, y los huertos eran escasos”, explica el hermano Gary Wegner, actual director ejecutivo del Comedor Comunitario de los Capuchinos. “Todo comenzó con el interés del hermano Rick de darles a los niños la oportunidad de ver de dónde provienen realmente los alimentos”.
En aquel momento, diecinueve barrios de Detroit habían sido declarados desiertos alimentarios por el Departamento de Agricultura de Michigan. Más de treinta mil residentes no tenían acceso a una tienda de comestibles completa y el cincuenta por ciento de los hogares vivía en condiciones de inseguridad alimentaria, ya que dependían de pequeñas tiendas de barrio, tiendas de bebidas alcohólicas o cadenas de comida rápida para su alimentación. Tenían que recorrer kilómetros desde su casa para conseguir alimentos apropiados o saludables, lo cual era problemático para una tercera parte de los residentes de Motor City que no contaban con un vehículo.
“Después de los disturbios de los años sesenta, hubo un éxodo masivo de la ciudad; con el tiempo, los edificios desocupados se demolieron y los terrenos quedaron vacíos”, explica Wendy Casey, directora de Earthworks.
“La desindustrialización, la automatización, la consolidación de la industria y la desinversión golpearon con particular dureza al vecindario”, dice Tim Hinkel, gerente de relaciones públicas de los capuchinos. “Cerraron las escuelas, cerraron los comercios, cerraron las tiendas de comestibles, incluida la que estaba en el mismo exacto lugar donde ahora está Earthworks”. La población de Detroit disminuyó de dos millones en 1950 a seiscientos ochenta mil en la actualidad. En un momento, un 37 % de la superficie de Detroit correspondía a terrenos baldíos. A medida que la gente abandonaba el vecindario y se mudaba a zonas residenciales, los comercios que los abastecían cerraron, incluida la pequeña tienda frente a los capuchinos. Finalmente, ese negocio fue demolido, igual que la mayoría de las viviendas y negocios a su alrededor. Las fotografías aéreas de esa época muestran la retracción del núcleo urbano y el avance del pastizal urbano, una realidad que produjo impensables yuxtaposiciones: los faisanes se mudaron al barrio, y los ciervos aún hoy siguen pastando en la huerta de Earthworks y se han vuelto la molestia más reciente en los jardines traseros de Detroit. “Es una ciudad industrial que ahora tiene algunos rasgos rurales”, dice el hermano Gary.
“Hubo un momento en que surgió gran interés por Detroit y cómo reconvertir todos los terrenos que habían quedado baldíos”, recuerda Wendy. “¿Qué hacer con estos centros urbanos despoblados y abandonados por falta de inversión?”. Muchos promotores inmobiliarios vieron aquí una oportunidad de inversión y compraron miles de propiedades con la expectativa de que habían dado con el próximo gran mercado inmobiliario urbano. Pero la realidad fue que las propiedades continuaron deteriorándose, y los vecinos no tenían ninguna posibilidad de remozar el vecindario ni incrementar el valor de sus propiedades. Ahora bien, mientras los promotores inmobiliarios planeaban estrategias de cómo revitalizar la vida urbana, el hermano Rick Samyn miraba los solares industriales abandonados alrededor del monasterio y no veía un espacio vacío; ¡veía una granja!
La historia agrícola de Detroit
Detroit tiene una larga historia en materia de huertos urbanos. Durante otra crisis económica, en 1893, el alcalde de Detroit, Hazen S. Pingree, fue un gran promotor de cultivar los terrenos baldíos como medio de ayudar a los trabajadores desocupados de la ciudad, mayormente inmigrantes polacos y alemanes recién llegados de una Europa de economía agrícola. En medio de una ciudad convulsionada por la huelga de los ferroviarios y los trabajadores portuarios, con manifestantes gritando “pan o sangre” afuera de su oficina, Pingree propuso un plan para proveer de “pan” a las familias más afectadas por la crisis y lo llamó “plan de parcelas para cultivar papas”.
El plan consistía en autorizar a los residentes pobres de Detroit a cultivar una huerta en terrenos baldíos para así producir sus propios alimentos. Se escucharon muchas voces escépticas, y los periódicos publicaron caricaturas que ridiculizaban la propuesta. Sin embargo, transcurrido un año, los críticos debieron guardar un bochornoso silencio. Durante el primer año, casi mil familias recaudaron catorce mil dólares de lo cultivado en 175 hectáreas de tierra antes baldía. Plantaron papas, sí, pero también frijoles, calabazas, zapallo, alubias, repollo, pepinos, maíz y remolachas. En cuatro años, más de 1500 familias se habían incorporado al programa, y varias otras ciudades lo estaban implementando: Nueva York, Boston, Chicago, Mineápolis, Seattle, Duluth y Denver. El alcalde Pingree fue invitado a dar charlas a lo largo y ancho del país; en una de esas charlas, en Terre Haute, Indiana, dijo: “Hasta que la sociedad aprenda a hacer ‘justicia para todos’, debemos recurrir a los medios que tenemos al alcance de la mano”.
Cómo creció Earthworks
Los “medios al alcance de la mano” eran, para el hermano Rick, la tierra y cualquier persona dispuesta a participar. Usó los terrenos al otro lado de la calle del monasterio, en una de cuyas esquinas había un depósito donde funcionaba un banco de alimentos comunitario. Los dueños no le cobraron por el uso del terreno, y allí Rick construyó algunos canteros elevados y plantó tomates, lechuga y pepinos.
“En un comienzo, solo íbamos a tener una huerta comunitaria”, dice Wendy. “Luego, el hermano Rick incorporó a los jóvenes, y el programa creció. Se implementaron dos programas juveniles; uno para los más jovencitos y otro para los mayores, y más adelante, añadimos un programa de capacitación de adultos y un mercado”.
Unos pocos canteros, con el tiempo, se convirtieron en la media hectárea de tierra cultivada que vemos hoy. El equipo inicial compuesto de un fraile pasó a tener cinco empleados y más de cien voluntarios inscriptos. La totalidad de la producción se dona al comedor de los capuchinos, que sirve unos 150.000 platos al año a residentes de Detroit que padecen hambre y, a menudo, no tienen hogar o carecen de vivienda estable.
Hoy, contamos con voluntarios de todo el mundo. Hemos recibido varios grupos de Francia y Alemania que se sintieron motivados por el trabajo. “Para bien o para mal, cierto o no, Detroit se ha convertido en símbolo mundial de la decadencia urbana en los Estados Unidos”, explica el hermano Gary. “Por tanto, cuando un proyecto como Earthworks comienza a fructificar, eso cautiva la imaginación, y la gente quiere venir a verlo con sus propios ojos”.
Earthworks se amplió para incluir un programa de capacitación agrícola (EAT, por sus siglas en inglés), que comenzó en 2010 con el objetivo de proporcionarles a los residentes de Detroit la capacitación necesaria para llevar adelante un proyecto agrícola. Unas diez personas se inscriben en el curso cada año para adquirir los conocimientos y técnicas básicas para cultivar alimentos. Desde el inicio, varios estudiantes, valiéndose de los conocimientos adquiridos, han creado sus propios emprendimientos: desde servicios de catering hasta comenzar una granja. Una de las participantes lanzó una línea de productos herbales naturales para el cuidado de la piel, otra se dedicó a la producción de frutos y flores, y una tercera comenzó a dar clases de arreglos florales y diseño de terrarios. La mayoría de los participantes del programa EAT viven en vecindarios circundantes, incluidas algunas de las zonas más pobres de Detroit.
Un lugar adonde escapar
Uno de los primeros discípulos del hermano Rick, con buena mano para las plantas, fue un niño de seis años, con una energía increíble, una personalidad peculiar y un armario lleno de camisetas de superhéroes. ¿Su nombre? Tyler Chatman.
“Llevo aquí una buena cantidad de años”, nos dice Tyler, ahora adulto. “Comencé en el programa juvenil y seguí viniendo porque todo esto me parecía súper interesante”.
Ver a esos hombres de largas túnicas marrones, que elegían ser pobres y que, al oír las campanas, se iban arrastrando los pies al oficio de maitines y laudes nunca fue un obstáculo para Tyler. “A otras personas en el barrio podía resultarles extraño ver a estas personas de túnica, pero yo fui a la iglesia desde pequeño, así que sabía lo que estaban haciendo”.
Además, el hermano Rick sabía todo lo que le interesaba a Tyler: tenía un conocimiento ilimitado de todo lo relativo a la huerta. “Era mucho más que mostrarnos cómo plantar una semilla o enseñarnos de dónde vienen los alimentos. Nos llevaba a recorrer la ciudad para identificar otras áreas con potencial para crear diferentes granjas. Aprendimos a controlar las plagas y aplicar los cuidados necesarios en la huerta a lo largo de la estación de crecimiento. Nos enseñó cosas como triturar los tomates para hacer pasta de tomates. Un día hicimos nuestra propia salsa con hortalizas de la huerta. Algunos días hacíamos pizza y tartas. Básicamente nos enseñaba a cultivar los alimentos y a prepararlos, es decir, a ser autosustentables”.
Pero más que aprender a ser autosustentable, Tyler encontraba en la granja un espacio adonde escapar de otras alternativas. “Nunca dejé de venir”, cuenta Tyler. “Este lugar me atraía; aquí podía hacer algo diferente, en lugar de quedarme en casa con los videojuegos”. En esa época, no había muchos niños de su edad en su vecindario, según Tyler, así que venir a una huerta floreciente con un monje alegre, un grupo bullicioso de voluntarios y otros estudiantes tan motivados como él era, sin duda, una muy buena alternativa. “Me ayudó a no meterme en problemas. Viviendo en Detroit, las cosas podían ponerse complicadas. Hubo momentos en los que, si no hubiera venido al comedor, si no hubiera aprendido a cultivar una huerta y ese tipo de cosas, muy probablemente hubiera estado en la calle haciendo cosas que no debía y metiéndome en quien sabe qué clase de problemas. Estar al aire libre, en contacto con la naturaleza, hundiendo mis manos en la tierra, a veces trabajando duro, en buena medida forjó la persona que ahora soy”.
Han pasado veinte años desde entonces. Hoy, Tyler es el gerente de la granja en Earthworks. Supervisa el período de siembra, controla las plagas y malas hierbas, decide qué cultivos plantar cada año, coordina el grupo de voluntarios y dicta cursos. Todos los días, de 5 h a 16 h, se ve a Tyler trajinar de aquí para allá, entre la huerta y el comedor. “Viene incluso en su día libre”, comenta Wendy con una risita.
“Me gusta trabajar con las manos, me gusta estar en actividad”, aclara Tyler. “Es algo realmente increíble tomar una semilla muy pequeña, más pequeña que la punta de mi dedo, y ver cómo se transforma en una enorme cantidad de productos frescos. Si tomas una pequeña semilla de tomate y la plantas en la tierra, verás cómo de esa sola semillita crece un tallo robusto de tomates. Obtienes doce o trece tomates, los cosechas, y la planta seguirá dando fruto hasta llegar al final de su ciclo”. Tyler sonríe, con cierta timidez, y agrega: “Este trabajo es genial”.
Una muchacha tan pero tan femenina
Brittney Hughes era, según su propia descripción, una muchacha tan femenina que para ella “tierra” era la suciedad que debía quitarle a su automóvil y “pasto” algo molesto que debía cortar regularmente. Eso fue antes de inscribirse en el programa EAT, aunque no fue precisamente “amor a primera vista”. Había crecido a pocas de Earthworks, nunca había oído hablar del proyecto.
“El programa EAT no estaba en mi naturaleza. Nunca me hubiera imaginado metiendo las manos en la tierra todos los días”, dice entre risas. La directora del programa en aquel momento, Marilyn Barber, había sido miembro de la iglesia de Brittney y cuando estaba buscando participantes para el programa, el pastor le sugirió su nombre. Brittney pasaba entre ocho y diez horas diarias peinando y maquillando en una peluquería, en un salón con poco aire fresco y mucho olor a laca para el cabello. Le gustaba mucho su trabajo, pero después de experimentar lo que era estar arrodillada en la tierra, entre los surcos cultivados, supo que había encontrado algo que le gustaba mucho más.
Los residentes de Detroit se han enfrentado a los mismos terrenos baldíos con poco más que un puñado de semillas en el bolsillo y el deseo colectivo de sobrevivir.
“Este programa realmente cambió el rumbo de mi carrera, de mi vida, y cambió la manera en que me veo a mí misma. Gracias a esto”, reflexiona Brittney, “he crecido muchísimo; aprendí a autosostenerme y a enseñarle a otros”.
Durante su capacitación, Brittney y otros estudiantes aprendieron no solo a cultivar alimentos, procesarlos y comercializarlos, sino que también se capacitaron en gestión comercial. A partir de allí, Brittney tuvo la idea de lanzar su propio emprendimiento de base ecológica. Creó una línea de productos de belleza que vende en diversos eventos a lo largo del año. “He viajado y conocido gente maravillosa de todas partes del mundo, y eso realmente cambió mi vida”, nos cuenta. “Nunca antes había tenido la oportunidad de salir de mi entorno de una manera tan linda”.
Speramus Meliora
El lema de Detroit tiene un origen interesante. En el escudo oficial se lee la siguiente frase en latín: Speramus meliora; resurget cineribus, aunque muy pocos residentes saben qué significa.
La joven ciudad apenas había cumplido 104 años cuando fue arrasada por un incendio, en junio de 1805. Fundada por el explorador francés Antoine de la Mothe Cadillac, en 1701, había sobrevivido a la guerra Franco-Indígena, la Guerra de Independencia y todas las vicisitudes de levantar una ciudad, y entonces ocurrió lo imprevisible: el viento arrastró las cenizas del tabaco de un panadero local hasta un establo; la paja se prendió fuego y el granero ardió en cuestión de minutos. El fuego se extendió rápidamente a las casas y comercios vecinos, con demasiada rapidez para las posibilidades de la “brigada del balde” que organizaron los vecinos, acarreando baldes de agua desde el río. Todos los esfuerzos fueron en vano; para el final de la tarde, la ciudad había quedado arrasada por las llamas. Increíblemente, los seiscientos residentes sobrevivieron, pero ahora debían enfrentar una realidad inimaginable.
No había quedado nada excepto terrenos baldíos. El padre Gabriel Richard, párroco de la basílica Santa Ana de Detroit, organizó envíos de alimentos inmediatamente después de la catástrofe. Un juez local se puso a trabajar de inmediato en el trazado de los planos para reconstruir la ciudad. El presidente del tribunal supremo, y también arquitecto, elaboró un ambicioso plano de un nuevo trazado de calles para la nueva ciudad de Detroit. Cuando algunos residentes manifestaron su decisión de recoger sus cosas y mudarse río abajo a Monroe, el padre Gabriel los instó a quedarse y reconstruir la ciudad con estas palabras: Speramus meliora; resurget cineribus, que significa: Esperamos cosas mejores; resurgirá de sus cenizas.
En momentos críticos a lo largo de los dos siglos transcurridos, los residentes de Detroit se vieron enfrentados a los mismos terrenos baldíos con poco más que un puñado de semillas en el bolsillo y el deseo colectivo de sobrevivir y enfrentar estos dilemas: comer o pasar hambre; levantarse o caer en la desesperación; rendirse o resistir. Durante doscientos años, su respuesta ante esos dilemas ha sido “Esperamos cosas mejores; resurgirá de sus cenizas”. Y los últimos veinticinco años de esos años, Earthworks ha sido una de esas “cosas mejores”.
Traducción de Nora Redaelli