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CajaLas víctimas de la guerra
Retomando la lucha de King contra el militarismo
por Brandon M. Terry
lunes, 18 de enero de 2021
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En 1967, mientras el Pentágono cumplía el deber de llevar la cuenta de la creciente cantidad de pérdidas en vidas humanas y soldados desmembrados en los campos de exterminio del sureste asiático, Martin Luther King Jr. se unía al creciente movimiento de estadounidenses que comenzaban a ver con claridad a través de la niebla de la guerra. King, quien desde 1965 había sido un crítico relativamente sutil e indirecto de la guerra estadounidense en Vietnam, ahora se unía pública y dramáticamente al movimiento antibélico. Fue solo un año antes de su trágico asesinato.
No eran solo los muertos los que le provocaban dolor a King, sino también lo que él llamó las pérdidas «igualmente desastrosas» de la guerra: principios y valores. Hoy, diecisiete años después de la «guerra contra el terrorismo», la claridad moral de King sobre la guerra puede ayudarnos a encarar nuestra propia serie de confusiones militaristas.
La moral y el presupuesto
Una de las principales víctimas de la guerra en Vietnam, sostenía King, era la lucha contra la pobreza. «Estados Unidos nunca invertiría los fondos ni las energías necesarios para la rehabilitación de sus pobres —escribió King— mientras aventuras como Vietnam sigan arrastrando a hombres, capacidades y recursos como un tubo de succión demoníaco». Estas palabras equivalen a lo que el filósofo Lionel McPherson ha descrito recientemente como «el llamado radical de King a reconsiderar las prioridades nacionales estadounidenses».
King condenaba la injusticia de grandes multitudes de estadounidenses que «perecen en una solitaria isla de pobreza en medio del vasto océano de prosperidad material». Le preocupaba especialmente cómo la vida de miseria en los guetos oprimía a las familias afroestadounidenses con desventajas injustas e insuperables: el aislamiento de los barrios segregados, las heridas físicas y emocionales causadas por el maltrato policial, presiones y tensiones resultantes de la falta de trabajo, delincuencia y contaminación. Esos mecanismos estructurales, permanentes y generalizados, insistía King, constituyen un asalto a la dignidad y el respeto propio, y socavan el valor de nuestras libertades y derechos.
«Una nación que año tras año sigue gastando más dinero en defensa militar que en programas de promoción social se acerca a la muerte espiritual».
—Martin Luther King Jr.
Cuando la pobreza coincide con la segregación racial y la proliferación de guetos, los obstáculos para la movilidad social resultan extraordinarios. Tomemos, por ejemplo, mi ciudad natal en Baltimore. El economista Raj Chetty y sus colegas han descubierto que de un centenar de áreas metropolitanas en los Estados Unidos, Baltimore tiene la movilidad económica más baja para los pobres. Un niño pobre criado allí, sugiere un cálculo, ganará 28% menos que si hubiera crecido en otro lugar promedio en el país. Eso, por supuesto, si llega a la edad adulta. Baltimore ha sufrido más de doscientos homicidios cada año desde 1990, excepto en uno. En los últimos tres años, los homicidios han alcanzado niveles sin precedentes: 344 vidas perdidas en 2015, 318 en 2016, 343 en 2017.
Sin embargo, a pesar de la retórica presidencial de la «carnicería» estadounidense, el Congreso ha ignorado esta injusticia estructural para enfocarse primordialmente en aumentar el financiamiento militar y bajar las tasas de impuestos a los ricos y las grandes compañías. Mientras tanto, las legislaturas estatales en todo el país se enfocan en la eliminación y privatización de los servicios sociales condenando su supuesta inutilidad y dispendio. King identificó esta tendencia en 1967: «Mientras el programa para combatir la pobreza se inicia con cautela, se supervisa celosamente, y se evalúa por sus resultados inmediatos, se gastan miles de millones de dólares sin restricciones en esta mal llamada guerra».
Desobediencia civil
King declaró memorablemente que «una nación que año tras año sigue gastando más dinero en defensa militar que en programas de promoción social se acerca a la muerte espiritual». Estas palabras no son el simple lamento de un pacifista, sino más bien algo mucho más inquietante: King está declarando que una sociedad marcada por la injusticia estructural y la profunda desigualdad ya no puede con legitimidad demandar la obediencia o consentimiento de sus miembros más desfavorecidos. Este reconocimiento, en parte, llevó finalmente a King a abogar por la «desobediencia civil masiva» contra la pobreza y la injusticia racial así como la negativa al reclutamiento para la guerra de Vietnam. Para él, la desobediencia civil consiste en negarse —por cuestión de integridad y dignidad, respeto propio y solidaridad, democracia y justicia— a cooperar voluntariamente con esos males.
King no estaba reaccionando simplemente a cuestiones abstractas. El polémico Informe Moynihan de 1965, con su diagnóstico que atribuía la pobreza de los guetos principalmente a una «maraña de patologías» en las familias negras, ofrecía entre sus prescripciones políticas un esfuerzo concertado para reclutar varones negros de las zonas urbanas para las fuerzas armadas, donde pudieran aprender disciplina, habilidades y autoestima. Esta recomendación se convirtió en política pública con el Proyecto 100 000, un programa establecido por el Secretario de Defensa Robert McNamara que redujo drásticamente los estándares de admisión en el ejército y reclutó a más de 300 000 hombres que antes no eran elegibles, que en su gran mayoría eran pobres y pertenecían a las minorías. Estos hombres, el ejército posteriormente reveló, tenían mucho más probabilidades que otros soldados en ser asignados para el combate en el frente de batalla, morir en la batalla, y tener como resultado una vida pobre después de ser dados de baja. King condenó nuestra dependencia de tales prácticas como «la cruel manipulación de los pobres».
En las fuerzas armadas de hoy, es cierto que los reclutas pobres y de las minorías ya no están tan sobrerrepresentados como en las décadas de 1970 y 1980. En parte ha tenido que ver el fin del reclutamiento obligatorio, pero también los cambios en las normas de reclutamiento con relación a la educación, la aptitud física y los antecedentes penales. Pero quizá esta no sea la única razón de la creciente proporción de reclutas de la clase media blanca. Los analistas tienden a explicar este cambio como un reflejo del patriotismo de este grupo, pero no consideran que este patriotismo tiene un espejo oscuro: la alienación y la disidencia entre las minorías y los pobres con respecto a la legitimidad de las recientes guerras estadounidenses, el persistente fracaso en remediar la injusticia racial y económica, y la cínica invocación del patriotismo ante estos males.
La guerra corroe la cultura
Aunque King se enfocaba principalmente en las atrocidades de la guerra y sus consecuencias para los pobres, estas no eran sus únicas objeciones al militarismo. Hacer la guerra —creía él— corroe nuestra cultura política de varias maneras.
En primer lugar, King señaló que el militarismo es el enemigo de los principios de la libre disidencia y rendición de cuentas del gobierno. Buscó defender estos principios contra el «horrendo sentimiento represivo» que quería «silenciar a los buscadores de la paz... como semitraidores, necios o enemigos sobornables de nuestros soldados e instituciones».
Es una advertencia tristemente contemporánea. De hecho, en cierta forma la era de Vietnam ahora parece un ambiente más favorable para la libertad de expresión y la transparencia que nuestra época. Desde el 11 de septiembre de 2001, las prácticas de vigilancia que una vez se llevaron a cabo bajo la oscura protección del Programa de Contrainteligencia del FBI (COINTELPRO), se han convertido en las herramientas habituales de policías y funcionarios federales. Los temores de ataques terroristas y disturbios han permitido que la policía imponga restricciones absurdas a las reuniones públicas. Las categorías de «extremistas» y «terroristas» han sido reutilizadas para vigilar activistas de minorías («extremistas de identidad negra») y perseguir traficantes de drogas y miembros de pandillas. El presidente en funciones exhortó abiertamente a los propietarios de la NFL a despedir jugadores por ejercer su derecho a la libre expresión, y ha amenazado con acciones legales en contra de medios de comunicación por difundir filtraciones del gobierno. El presidente Trump no es un caso aislado, la administración Obama procesó legalmente a más informantes que la totalidad de las administraciones previas. El efecto amedrentador de esta atmósfera antagónica disuade a muchos que de otro modo podrían protestar contra los costos reales de la guerra que normalmente ignoramos, como la muerte de civiles por los ataques con drones, crisis migratorias, sobornos en contratos y asaltos sexuales.
En segundo lugar, la mentalidad militarista tiende a hacer que nuestra posición como ciudadanos dependa de las prerrogativas de la burocracia de seguridad nacional. Esto resulta especialmente pernicioso para aquellos que por su misma ciudadanía son vulnerables debido a su raza, clase, origen nacional o religión. Tales ciudadanos pueden sentir la poderosa tentación de tragarse su disensión y echar su suerte con los poderes dominantes. Un ejemplo ilustrativo de esto proviene de la primera guerra mundial, cuando el académico activista W. E. B. Du Bois convocó a los negros a «olvidar nuestros agravios particulares y cerrar filas hombro con hombro con nuestros conciudadanos blancos». Posteriormente Du Bois se retractaría de esa visión, reconociendo el sadismo del ofrecimiento. No se podría pensar tan estrechamente, escribiría después, que uno se vuelve «dispuesto a dejar que el mundo se fuera al infierno, si el hombre negro se libera». En palabras de King, nuestras lealtades deben ser «ecuménicas más que sectoriales».
Definir la ciudadanía en términos de seguridad nacional refuerza la sospecha de que los que persisten en su disidencia contra la guerra en el extranjero y la injusticia en el país son enemigos desleales o internos. De hecho, esas fueron las mismas acusaciones que se le imputaron a King cuando manifestó públicamente su disensión contra la guerra. Las acusaciones provenían no solo de sus adversarios políticos, sino incluso de aliados por los derechos civiles, quienes le instaron a guardar un silencio estratégico por el bien del movimiento.
Pero King no haría nada de eso, al proclamar: «Nunca más podría alzar mi voz contra la violencia de los oprimidos en los guetos sin haber hablado primero claramente con el mayor patrocinador de la violencia en el mundo actual: mi propio gobierno». Para él, era una cuestión de coherencia, de elegir entre la integridad y la hipocresía. Para todos los que, como King, se niegan a separar la rectitud de los medios de la rectitud de los fines, la hipocresía es autodestructiva. Su universalidad es demasiado exigente, las solidaridades que generan son demasiado frágiles para soportar el peso de la manipulación maquiavélica.
En nuestros días, los costos de esta hipocresía son demasiado evidentes. Los políticos progresistas, aunque enarbolen el legado de King, se preguntan por qué sus clamores de indignación moral no tienen eco. Una razón, quizá, de que los políticos demócratas tienen tan poco apoyo en su crítica contra la intolerancia del veto contra los musulmanes, es que durante ocho años bajo la administración Obama toleraron las ejecuciones extrajudiciales de musulmanes en el extranjero, justificando la quema y muerte de inocentes como «daños colaterales».
Cuando semejantes falsificaciones se vuelven habituales, sostenía King, añadimos trágicamente «cinismo al proceso de muerte». En la era de Vietnam, este cinismo tomó la forma de una revuelta generacional. Nuestra propia era de guerra interminable ha engendrado una forma menos espectacular de cinismo: anomia y nihilismo generalizados. Hemos visto, por ejemplo, un aumento en la adicción a la heroína, provocado por el improbable auge del tráfico de opio en Afganistán, la peor epidemia de drogas ilícitas en la historia de Estados Unidos. Aunque el país ha gastado más de un billón de dólares en una guerra continua en Afganistán, esa nación sigue dominada por una alianza de militantes talibanes y narcotraficantes que son, según los cálculos de las Naciones Unidas, responsables de la producción de más del 90% del suministro ilegal de heroína en el mundo.
Este nihilismo también ha exacerbado las tensiones raciales. Al igual que movimientos anteriores, la reciente ola de agitación nacionalista blanca está impulsada —según la historiadora Kathleen Belew—, por un segmento de veteranos decepcionados. Mientras tanto, la intolerancia antiárabe y antiislámica se han convertido en una de las principales impulsoras de la política estadounidense, que se nutre tanto del genuino temor a la represalia de los terroristas islámicos como de las teorías de conspiración de la derecha (por ejemplo, el paranoico temor de que las cortes estadounidenses puedan implementar la ley shari’a).
Incluso las controversias sobre la acción policíaca de los últimos años tienen sus raíces en la guerra. La historia de Ferguson, Misuri, es un caso concreto. Las imágenes mediáticas de las confrontaciones de 2014 entre la policía y los manifestantes, muestran el libre flujo de material de guerra y personal de combate desde los campos de batalla en el extranjero hasta los departamentos de policía locales. Y Ferguson demostró una vez más lo que sucede cuando se gastan billones de dólares en la guerra en lugar de combatir la pobreza y hacer cumplir la equidad. En esa ciudad, un gobierno municipal sin fondos suficientes se convirtió en una entidad depredadora que depende de cuotas y multas que la policía extrae por la fuerza de los ciudadanos de minorías vulnerables.
La tradición revolucionaria estadounidense
Para King, uno de los grandes tesoros puestos en riesgo por el militarismo era la revolucionaria tradición estadounidense, igualitaria y democrática. «La ironía más grande y la mayor tragedia—se lamentaba King—, es que nuestra nación, que inició gran parte del espíritu revolucionario del mundo moderno, ahora se ha fundido en el molde de ser archicontrarrevolucionaria». La supremacía blanca y la codicia imperial —argumentaba— ha desviado y engañado a los estadounidenses para no tomar el «ejemplo moral» que podría venir de echar la suerte de la nación con «la revolución que tiene lugar en el mundo... contra el colonialismo, las dictaduras reaccionarias y los sistemas de explotación».
Sin embargo, en nuestro tiempo carecemos de un movimiento significativo contra la guerra. La oposición a la guerra está debilitada y frágil, demasiado a menudo satisfecha con las condenas y acusaciones de hipocresía y arrogancia de antirracismo liberal. ¿Cómo llegamos a esto?
Algunas de las respuestas son sencillas, aunque no por ello menos ciertas; somos demasiado miopes, demasiado temerosos, demasiado distraídos, y demasiado xenófobos. Otras van más a fondo, hasta la podredumbre de la democracia estadounidense, en la que la ciudadanía con demasiada frecuencia se convierte en espectadora y donde la vida social —especialmente el servicio militar— con mucha frecuencia está segregada por clase y geografía. Además, la administración de la guerra ahora incluye una enmarañada red de corporaciones que ejercen el poder real sobre nuestras instituciones legislativas y administrativas en busca de contratos militares.
Los cambios tecnológicos también socavan nuestra atención política y motivación democrática. Hoy día, la guerra se libra cada vez más en pantallas de computadoras y con mecanismos robóticos avanzados. La matanza se lleva a cabo con una indiferencia y frialdad sin precedentes, con muy pocas víctimas en el lado estadounidense para generar una indignación política sostenida.
Resulta difícil saber qué medidas prácticas podrían superar el estancamiento en la lucha contra la guerra. Pero, si el ejemplo de King no puede dictar lo que debemos hacer tácticamente, puede enseñarnos el ethos que debe guiar nuestra acción. El ideal de la no violencia de King es muy familiar. Menos conocido y más idiosincrásico, pero igualmente central al argumento de King contra el militarismo, era su ideal de madurez.
La virtud de la madurez
En su discurso en la Iglesia Riverside: «Más allá de Vietnam», King declaró que «el mundo ahora demanda una madurez de los Estados Unidos que quizá no seamos capaces de alcanzar». Por madurez, King se refiere a algo parecido a lo que el filósofo Lewis Gordon ha descrito como la postura ética de la música blues hacia «las realidades de la vida ética adulta»: que «las cosas no siempre son claras, que tomar decisiones resulta complicado... que la gente a menudo comete errores», y, más importante, que «solo un niño nunca puede ser culpable».
En el caso de Vietnam —argumentaba King—, la madurez verdadera requería que los estadounidenses, por encima de todo, aceptaran la responsabilidad por las malas acciones y «admitieran que hemos estado equivocados desde el principio». Reconocer que nuestras acciones fueron «perjudiciales», la madurez también requería el cese inmediato del daño y la hostilidad continuos, y un compromiso a largo plazo con la redención, la ayuda y la reparación. Finalmente, demandaba el propio inventario crítico y una corrección cultural de las pasiones (nacionalismo), ideologías (anticomunismo y racismo), e impulsos (hipermasculinidad y machismo) que nos ha llevado a un atolladero militar en Afganistán, a una guerra injusta en el Medio Oriente, y a una política nuclear suicida en el sureste asiático.
Hoy día la madurez que King veía necesaria es esencial, para los «realistas» no menos que para todos los demás. Igual que Gandhi, él buscó desarrollar formas de política y relaciones internacionales que no nos dejaran en una atmósfera de amargura, enemistad y desconfianza. King lamentaba la facilidad con la que el «odio multiplica odio, violencia multiplica violencia, y dureza multiplica dureza en una espiral descendente de destrucción», y apelaba a la virtud de la madurez para ayudar a romper el ciclo del conflicto. La disculpa y la reparación por las malas acciones son necesarias por una cuestión de justicia. Sin embargo, al emprenderlas con madurez también pueden abrir el camino para el perdón y nuevos comienzos. En palabras de Hannah Arendt, pueden comenzar a «deshacer las acciones del pasado, cuyos 'pecados' cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación».
«Si somos maduros, podemos aprender, crecer y beneficiarnos de la sabiduría de los hermanos que llamamos la oposición».
—Martin Luther King Jr.
Tal madurez —especialmente con la disposición de disculparse y reparar— nunca debe confundirse con la tendencia izquierdista de sustituir el análisis por la postura antiestadounidense. Tampoco busca aislar a las víctimas de la injusticia de la crítica de sus propias malas acciones: King no se amedrentaba al criticar a revolucionarios o reaccionarios en el extranjero por sus errores políticos o morales. De todos modos, aun así llamaba a los estadounidenses a «ver el punto de vista del enemigo, escuchar sus preguntas, y conocer su evaluación de nosotros mismos». «Si somos maduros —nos dice King— podemos aprender, crecer y beneficiarnos de la sabiduría de los hermanos que llamamos la oposición».
Vivimos en un mundo donde proliferan las armas nucleares y biológicas, donde existen refugiados de guerra en cantidades sin precedentes, y especuladores de la guerra con un auge inusitado, y donde la violencia extendida e indiscriminada engendra insurgencia en todo el mundo y cinismo en el país. Estos males no pueden negarse, y pueden tentarnos a la apatía o desesperación en lugar de la humildad y la justicia.
Sin embargo, King nos da otra manera de ver. «Las cosas que parecen más reales y poderosas son ahora irreales y han sido sentenciadas a muerte». En lugar de seguir invocando los falsos ídolos erigidos por la ideología y el hábito, necesitamos «la visión para ver en las tribulaciones de esta generación la oportunidad de transfigurarnos a nosotros mismos y a la sociedad estadounidense». Con madurez, debemos aprender una vez más a ver las verdaderas víctimas de la guerra en medio de la niebla, y entonces actuar.
Traducción de Raúl Serradell
Brandon M. Terry es profesor adjunto de Estudios Africanos y Afroestadounidenses, y Estudios Sociales, en la Universidad de Harvard.