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CajaEn busca de consuelo
Un pastor que perdió a un hijo debido al cáncer explora el problema del dolor.
por Randall Gauger
lunes, 10 de julio de 2023
Al considerar el problema del dolor, me transporto de nuevo a Australia en noviembre de 1999. Mi esposa, Linda, y yo recién empezábamos a sentirnos en casa en Danthonia, una comunidad Bruderhof que por entonces tenía seis meses de existencia. Mientras nuestra pequeña comunidad esperaba la celebración del primer Adviento juntos, recibimos la noticia de que a nuestro hijo Matt, de veintidós años, que vivía en un Bruderhof en Pensilvania, le habían diagnosticado un linfoma agresivo. Al día siguiente nuestra iglesia ya había dispuesto los billetes para que regresáramos a Estados Unidos. Nos dijimos poco durante el viaje de veintiuna horas; simplemente nos tomamos de la mano y lloramos. Debemos haber lucido raros al bajar del aeropuerto con los ojos rojos e hinchados. Nos sentíamos entumecidos. ¿Cómo podía estar sucediendo eso? ¿Por qué, Dios?
Al llegar Navidad, Matt parecía estar respondiendo a la quimioterapia; en enero, se casó con su prometida, Cynthia, quien insistió en que ninguna dosis de incertidumbre ni de enfermedad se interpondría en el camino de su amor. Cuando el cáncer golpeó a mi hijo, mi vida se detuvo en seco. Todo cambió en un momento, y las cosas que yo creía importantes, de pronto ya no lo fueron. Sentí la motivación de orar. Comencé a darme cuenta de cuán superficial era mi vida, cuán poco tiempo había dedicado realmente a enfocarme en las cosas importantes y qué poco tiempo cada uno de nosotros, en verdad, tiene.
En marzo, Matt estaba tan bien que regresamos a Australia. Pero apenas unas semanas más tarde, el cáncer regresó y una vez más dejamos Sydney, esa vez con la certeza tácita de que estábamos despidiendo a nuestro hijo. El mismo largo vuelo, las mismas lágrimas.
Es antinatural ver morir a tu hijo. Algo dentro de ti simplemente dice: “Esto no debería ser”. Pero estar en la habitación donde él nos dejó y escucharlo hablar de aquello que veía y sentía ―cosas referidas al cielo y a la eternidad― fue algo que nos cambió para siempre. Matt vio cosas que nosotros no podíamos ver ni comprender completamente, pero por algunas horas vislumbramos a través de él el otro lado de esa puerta que algún día atravesaremos.
Solo unos años después de que Matt muriera, a Linda le diagnosticaron una rara enfermedad autoinmune incapacitante. Se caracteriza por fatiga, neuralgia y una variedad de síntomas debilitantes. El tratamiento es a largo plazo y conlleva esteroides e inmunosupresores, y, como es natural, eso trajo su propio desafío. Debido al uso prolongado de esteroides, Linda ha pasado por seis cirugías mayores de espalda desde 2015. A veces, a pesar de los mejores esfuerzos de los médicos, el dolor no puede ser controlado y ella no puede salir de la cama. Cuando Linda está luchando contra un ataque especialmente duro y ninguno de los dos puede hacer nada al respecto, la frustración y la desazón amenazan con abrumarnos. Quizá no haya nada tangible que podamos hacer, pero nos descubrimos volcándonos más hacia otras personas para darles apoyo, así como hacia la oración.
En mi condición de pastor en el Bruderhof, he podido apoyar a otras personas que sienten dolor, ya sea emocional o físico. Tanto Linda como yo tenemos la oportunidad de hacer lo que otros han hecho por nosotros, y sabemos de primera mano que a menudo la mejor cosa que uno puede hacer es simplemente ser una presencia para aquellos que están sufriendo. Lo peor es proponer una respuesta práctica o una sugerencia que funcionó para otro.
A menudo pienso en la historia de Job. Todo le es arrebatado: las posesiones materiales, la familia y la salud. Entonces se acercan sus amigos. Lloran con él; se sientan con él en la tierra en silencio durante una semana. ¡Pero entonces comienzan a hablar y lo estropean todo! El apóstol Pablo tiene para nosotros un consejo simple y bueno. Dice: “Alégrense con los que se están alegres; lloren con los que lloran”.
Linda me recuerda que las tarjetas de pésame y las citas bíblicas bienintencionadas no siempre llegan en el momento justo. Pero si un amigo verdadero camina a nuestro lado, escucha y cada tanto comparte palabras que lo animaron en tiempos de crisis, eso puede significar una tabla a la cual aferrarse cuando sentimos que nos estamos ahogando. Linda dice:
Después del diagnóstico de cáncer de Matt, una amiga compartió conmigo un fragmento de Ven conmigo, amada mía de Frances J. Roberts, que aún conservo entre las páginas de mi Biblia. Cuando reflexiono acerca de la pérdida de mi hijo, algo que una madre jamás “superará”, y acerca del dolor físico constante y triturador que puede desmoralizarme y abatirme, las palabras de ese fragmento atraviesan mi mente casi a diario: “Trae tu pena, y mira el amanecer de la resurrección… La esperanza revive y la vida encuentra un nuevo comienzo. Espérala como los bulbos de tulipán anticipan la primavera… Dios es poderoso para salvarnos de la desesperación, de la pena, de la decepción, del arrepentimiento, del remordimiento, del autocastigo y de las lágrimas ardientes y cegadoras de rebelión ante las circunstancias funestas. Él puede salvarte de ti, y Él te ama cuando te cuesta amarte. Deja que Su paz fluya en ti como un río, que se lleve todo el veneno de los recuerdos dolorosos y te traiga un torrente de vida pura y pensamientos reparadores”.
Sin embargo, Linda y yo sabemos que a veces no hay palabras, sino solo lágrimas. Recuerdo lo que escribí para un libro que un amigo compiló sobre la vida y la muerte de Matt, y me doy cuenta de que en los años transcurridos más de una vez nos hemos encontrado en esta situación:
Estaba manteniendo reprimidas mis preocupaciones acerca de la situación de Matt, porque me preocupaba que Linda no estuviera manejando la situación. El hecho de que no le permitiera compartir conmigo sus miedos de una manera total creaba mucha tensión. Necesitaba que me identificara con ella y así sentirse segura para confiar en mí.
Luego se produjo aquel avance, cuando finalmente dejé de levantar un muro entre nosotros; cuando me permití volverme vulnerable. Me di cuenta de que replegarme en mi caparazón ante la enfermedad de Matt podía destruir nuestro matrimonio. Ambos conocíamos matrimonios en los que el dolor y la lucha que debió haber unido más al esposo y a la esposa realmente provocó lo opuesto. Las parejas se separaban por mantener sus sentimientos en el interior, se distanciaban uno del otro y especulaban acerca de lo que el otro estaría pensando y sintiendo.
De pronto, pudimos ver nuestra pena y nuestro estrés reflejados en el otro, y pudimos compartirlos abiertamente entre nosotros. Nos abrazamos y lloramos todo lo que necesitamos. Y entonces pudimos decir: “Bien, suficiente por ahora, sigamos adelante”. Un día pudimos mirar una foto de Matt y sonreír. Al día siguiente mirábamos la misma foto y nos derrumbábamos. No creíamos que debíamos negar o suprimir lo que sentíamos ni que tales emociones estuvieran mal.
Fue un enorme alivio darnos cuenta de que no somos personas fuertes; somos personas comunes y corrientes. Y si necesitamos llorar, entonces lloramos. Si necesitamos lamentarnos, nos lamentamos. Lo hacemos con firmeza y a fondo, y luego seguimos adelante.
Mientras reflexiono sobre mi propia experiencia de dolor y considero el sufrimiento de los otros, he descubierto un eco de mi aflicción y de mis preguntas en los textos de C. S. Lewis, quien en sus penas solitarias le puso palabras a una experiencia compartida por personas a través del espacio y el tiempo: todos nosotros, dice, “soldados rasos en el enorme ejército de los afligidos, nos arrastramos y sacamos el mayor provecho de un mal trabajo”.
A los diez años, Lewis perdió a su madre debido al cáncer. Él le había orado a Dios para que sanara y, de todos modos, ella murió. Él se volvió un ateo convencido. Luego experimentó las trincheras de la Primera Guerra Mundial, incluyendo la muerte de su mejor amigo, y él mismo escapó por poco a la muerte cuando una bomba mató a otro soldado junto a él. A medida que iba envejeciendo comenzó a soportar dolor crónico. Y quedó devastado por la muerte de su esposa, Joy, debido al cáncer. Por entonces, ya era un cristiano converso y, a raíz de esa muerte, se peleaba con Dios en las páginas de su diario, páginas que finalmente fueron publicadas en 1961, en su libro Una pena en observación.
Las preguntas sin respuesta de Lewis lo agobiaban: “Pero acudes a Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando toda otra ayuda resulta vana, ¿y con qué te encuentras? Una puerta cerrada en tus narices, y un sonido de cerrojo y doble cerrojo en el interior. Después de eso, silencio”. Muchos de los que se han arrodillado en las profundidades de la pena y la agonía reconocerán que están alejados de la mano de Dios, ese vacío sin respuesta. Lewis plantea las mismas preguntas y miedos que se agitaban en mi propia mente:
¿Acaso no son estas notas los textos sin sentido de un hombre que se niega a aceptar el hecho de que no hay nada que podamos hacer excepto sufrir?... No importa realmente si te aferras a los brazos del sillón del dentista o si dejas que tus manos descansen en el regazo. El torno perfora. (…) No es que esté (creo) en peligro de dejar de creer en Dios. El verdadero peligro es llegar a creer cosas tan terribles sobre él. La conclusión que temo no es “Entonces, después de todo, no hay Dios”, sino “Entonces a esto se parece Dios realmente. No te engañes más”.
El terror más grande, entonces, no sería descubrir que no hay Dios, sino descubrir que está ahí y es, en palabras de Lewis, “el sádico cósmico”. ¿Qué bien se lograría con tanto sufrimiento sin sentido? Y si tales gritos pudieron ser emitidos por el hombre cuyos textos habían moldeado tanto mi propio crecimiento espiritual y mi fe en la bondad de Dios, ¿a qué aferrarme? Como alguien que ha sufrido y visto a mis seres queridos sufrir, como un pastor que se ha lamentado con aquellos que se lamentan, las respuestas a estas preguntas ―o, al menos las respuestas que van más allá de los clichés religiosos para proporcionar consuelo y sanar las heridas de los temerosos y afligidos― parecen alarmantemente elusivas.
Aquí es donde Lewis recibe el primer atisbo de respuesta:
Pero supongamos que te rebelas ante un cirujano cuyas intenciones son completamente buenas. Cuanto más amable y concienzudo sea, más inexorablemente seguirá cortando. Si cediera a tus súplicas, si se detuviera antes de que la operación estuviera terminada, todo el dolor sufrido hasta ese momento habría sido inútil.
Él ya no está golpeando a una puerta cerrada bruscamente:
Cuando presento esas preguntas ante Dios, no obtengo respuesta. En su lugar, hay una especie de “No respuesta”. No es la puerta trancada. Se trata de una mirada silenciosa, sin duda no inmisericorde. Como si sacudiera la cabeza, no negando, sino desistiendo de la pregunta. Algo así como “Calma, pequeño; tú no entiendes”.
En definitiva, Lewis creía que el cielo es la respuesta al problema del dolor. Se aferraba a pasajes como 2 Corintios 4: “Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento. Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno”.
Son palabras que cada uno de nosotros debe encontrar en su momento. Un consejero bienintencionado no podría sermonearnos con ellas. Ni podrían estar impresas en una tarjeta de pésame que llega mientras uno está luchando para tomar otra bocanada de aire, para sobrevivir otra hora. Sin embargo, fueron escritas por alguien que estaba consumiéndose y que comunicaba esperanza a otros a través de su dolor. Creo, con Lewis y con el apóstol Pablo, que, a medida que fijamos los ojos en alguien que no vemos, su mirada se fija en nosotros, firme, inquebrantable, amorosa. Solo podemos sentir sus manos cuando él las extiende, como hizo con Matt, para atraernos a su luz eterna. Hasta entonces, confiamos en su mirada para sostenernos.
Traducción de Claudia Amengual
Rosa Barrow
Un agradecimiento a Randall y Linda Gauger por ofrecernos su testimonio de esperanza dentro del sufrimiento cuando en esos momentos se siente mucho vacío y sin dirección. Nos aferraremos con ustedes a la seguridad de que nos espera una vida eterna con Dios y que es mejor abrazar el dolor y hacer uso de el para nuestro bien y el de los que nos rodean. May God give you both His Peace.