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CajaHans, el padre de mi esposa, efectuó viajes desde Connecticut a Europa incluso ya bien entrados los ochenta años. Erudito autodidacta, apasionado por la historia y la religión, no estaba dispuesto a permitir que la edad se interpusiera impidiéndole asistir a conferencias y realizar giras. Si encontrarse con gente interesante significaba tener que salvar en avión grandes distancias, que así fuera. Después de todo, viajar no le agotaba, sino que más bien le rejuvenecía. Un familiar predijo sobre él: «Cuando muera, lo hará con las botas puestas».
La Nochebuena de 1992, cuando ya tenía noventa años de edad, Hans estaba sentado sobre una bala de heno, con una capa de ovejero sobre los hombros y un cayado de madera en la mano, tras haberse presentado como voluntario para representar el papel de pastor en la Navidad, al aire libre. Al sentir el frío, pidió que lo llevaran dentro y, poco después, alguien lo tenía que llevar de regreso a casa en el coche, a pesar de que sólo estaba a muy poca distancia. Pero Hans no consiguió llegar. Al detenerse el coche ante la casa, cuando el conductor le abrió la portezuela para que bajase, Hans ya no estaba con vida.
Perder inesperadamente a un amigo o familiar siempre produce una conmoción. Pero si se trata de una persona anciana que ha vivido una vida plena, también puede ser una bendición. Seguramente, si pudieran elegir, la mayoría de la gente elegiría morir como Hans: feliz y rápidamente. Pero son pocos los que siguen ese camino. Para la mayoría, el fin llega gradualmente.
Seguramente, si pudieran elegir, la mayoría de la gente elegiría morir feliz y rápidamente. Pero son pocos los que siguen ese camino.
Morir significa casi siempre una dura lucha. Parte de esta lucha está compuesta por temor, que a menudo hunde sus raíces en la incertidumbre de un futuro desconocido e imposible de conocer. Otra parte puede deberse a la urgencia de cumplir obligaciones no realizadas o a la necesidad de liberarse de lamentaciones o culpabilidades pasadas. Pero otra parte también se debe a nuestra resistencia natural ante el pensamiento de que todo aquello que conocemos está a punto de llegar a su fin. Llámesele instinto de supervivencia, voluntad de vivir o como se quiera, el caso es que se trata de una poderosa fuerza primigenia. Y, excepto en casos raros, como por ejemplo aquellos que mueren en un estado de sedación a causa de los medicamentos, puede proporcionar a la persona una resistencia extraordinaria.
Con la voluntad de vivir, la persona puede superar situaciones increíbles. Pero a la muerte no se la puede evitar continuamente y la vida física ha de llegar por último a su final. Por extraño que parezca, nuestra cultura se resiste a aceptar esta verdad.
En los siglos pasados, la peste, el hambre y el cólera diezmaban las ciudades y, tarde o temprano, cada familia se veía afectada por la muerte de una mujer durante el parto o la pérdida de un bebé. Según señala el escritor Philip Yancey: «Nadie podía vivir como si la muerte no existiera». En la actualidad, gracias a la medicina moderna, a las mejoras en la alimentación, la sanidad pública y una mayor expectativa de vida, la muerte ya no parece aquella otra realidad inevitable de antaño y, cuando no podemos evitarla, la ocultamos. Yancey dice al respecto: «Los clubes de salud se han convertido en una industria en expansión, lo mismo que la nutrición y las tiendas de dietética. Tratamos la salud física como una religión al mismo tiempo que nos alejamos de todo aquello que nos recuerda la muerte: funerarias, unidades de cuidados intensivos, cementerios, etc.».
Al mantener esos tabúes, hemos eliminado en buena medida la muerte de nuestra experiencia cotidiana. Pero esa moneda también tiene otra cara: hemos perdido la habilidad para aceptar el final de la vida cuando esta se produce finalmente. No quiero decir con ello que debamos restar importancia a los temores de un moribundo, induciéndole a aceptar la muerte como una amiga, tal como hacen algunos expertos. Hay muy buenas razones para ver la muerte como una enemiga, que es como la describe la Biblia. Lo mismo que el autor de los Salmos, que ruega que la mano de Dios lo mantenga firme mientras cruza por el «valle de la sombra de la muerte», a la mayoría de la gente no le hace ilusión morir, sino que más bien lo contempla con recelo. Incluso mi tío Herman, a pesar de que murió muy seguro de sí mismo, se tuvo que esforzar para llegar a ese punto y admitió su temor de que aquello sería como entrar en un túnel largo y oscuro.
Se ha escrito mucho acerca de cómo consolar al enfermo terminal, pero habría que recordar que cada individuo tiene necesidades y deseos únicos. Una persona se mostrará habladora y nerviosa, otra serena y ensimismada y otra completamente angustiada. Una se sentirá deprimida, otra tratará de negociar con Dios y otra estará tranquila. Todas éstas son respuestas normales y ninguna de ellas es acertada o está equivocada. Después de todo, morir es un proceso complejo que afecta a un complicado y enmarañado espectro de emociones humanas: terror, ansiedad y agotamiento, esperanza y alivio. Todos esos sentimientos afectan no sólo al moribundo, sino también a quienes le rodean.
Extracto del capítulo “Morir” del libro No tengas miedo