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CajaNunca tuve demasiada paciencia con los padres que se preocupaban mucho por sus hijos. Esos padres me parecían unos paranoicos, siempre a la espera de que sonara el teléfono y les trajera noticias terribles. Mis seis hijos habían tenido sus rasguños y sus caídas, pero siempre habían aterrizado de pie. Confiaba en su buen criterio y en la Providencia. Los accidentes, las enfermedades y las desgracias eran algo que sucedía a otras familias, nunca a la mía. Así que, un día, cuando el teléfono sí sonó, yo no estaba preparada para ello.
Fue uno de esos hermosos días de noviembre, cuando la naturaleza despliega sus últimos encantos veraniegos. Mi esposo, Felix, y yo habíamos conducido durante seis horas con rumbo norte para asistir a una competición de cross-country de nuestro hijo menor. Después de haber presenciado una carrera exitosa, continuamos nuestro camino hacia Potsdam, Nueva York, para visitar a nuestras dos hijas que estudiaban en la Crane School of Music, y para pasar la noche en la casa donde ellas se alojaban con algunos amigos. Disfrutamos de la cena que nuestras hijas habían preparado y nos relajamos en la sala de estar. Fuera, un cielo azul claro se sonrosaba al oscurecerse, el final de un día perfecto.
Y entonces el teléfono de mi esposo sonó.
Apenas unas semanas antes, en una tarde igual de hermosa, los dos estábamos disfrutando de un bourbon en el porche cuando, de pronto, lo miré y le dije: “Esto es tan perfecto que hasta parece que algo falta”.
“Eso suena raro”, respondió. “Pero creo que sé lo que quieres decir”.
A lo largo de los meses previos, una inquietud había crecido en mí. Ya habían transcurrido treinta años desde que nos habíamos casado en el Bruderhof, la comunidad a la que pertenecemos y en la que Felix es pastor, y parecía que teníamos todo lo que siempre habíamos deseado. Nuestros hijos estaban sanos, eran queridos por todos y desbordaban talento. Casi todos eran adultos o estaban en la universidad. El mayor se había casado y ya teníamos nuestro primer nieto. Tenía la sensación de que habíamos vivido una vida de ensueño. ¿Era aquello suerte? ¿Una bendición? ¿O quizá los problemas nos habían sobrevolado? Del más impreciso de los modos, me sentía incompleta. Durante el ministerio de Felix habíamos sido consejeros de muchas personas tanto dentro de la comunidad como fuera de ella, en especial durante los dos años en que habíamos prestado servicio en el empobrecido East End londinense. Incontables veces habíamos conocido a personas desconsoladas y quebradas bajo el yugo de la vida. En cada caso habíamos hecho lo mejor para consolarlas, pero yo sentía que a menudo nuestras palabras no eran más que clichés vacíos. Mi ayuda bienintencionada chirriaba incluso en mis oídos.
“Felix”, reflexioné, “nuestro matrimonio ha sido tan bendecido. Nunca hemos tenido que enfrentar adversidades auténticas. ¿Crees que Dios podría pedir más de nosotros?”
Entonces, mientas disfrutábamos de otra tarde perfecta, Felix tomó su teléfono. La llamada provenía de un número no identificado. “¿En qué podemos ayudarle?”, bromeó simulando que era el recepcionista de un hotel. Todos reímos. Luego su rostro se tensó de pronto. “¿Puedes repetir eso?”, dijo.
Felix me hizo señas para que me acercara y nos esforzamos por comprender las palabras de quien llamaba. Decía algo sobre uno de nuestros hijos, Rudi, —el quinto—, de diecinueve años, que con tanto entusiasmo nos había dejado seis meses antes para enseñar inglés a niños de comunidades indígenas en Paraguay. Solo pudimos oír fragmentos. Rudi había tenido un accidente… caído desde un acantilado… hospitalizado… en coma… estado crítico.
De pronto, aquel cielo otoñal resplandeciente se volvió frío como el hielo. Se me erizó la piel y mi cabeza comenzó a dar vueltas. Solo podíamos pensar en la salud de nuestro hijo y el resto de los pensamientos se desvaneció de nuestra mente. Corrimos a casa y reservamos dos lugares en el primer vuelo a Asunción, Paraguay, que pudimos hallar.
A lo largo del viaje, me bombardeó un brutal caleidoscopio de imágenes. Pero en todas ellas veía el rostro de Rudi con su sonrisa un poco de costado. Siempre había sido el menos exigente de nuestros hijos: siempre alegre y contento, con su mente llena de los proyectos que había ideado. Lo vi de pie en mitad de la sala, con un rastro de huellas barrosas tras de sí, mientras sonreía con orgullo y mostraba dos atados de rábanos recién cosechados en su “huerta orgánica”, bajo la escalera de incendios. Lo vi sentado en su cama, luchando con la banda elástica de su tirachinas nuevo. Lo vi rodeado de los pequeños objetos que había atesorado en su infancia: las piezas de ajedrez bajo la cama; las estampillas sueltas sobre su escritorio, caídas de su álbum; los trozos de metal que había recogido y que esperaban ser recuperados en su forja casera; sus cuadernos sobre la cómoda, sobre su mesa de noche, bajo su mesa de noche —cuadernos que contenían fragmentos de poesía, cuentos breves sin terminar, chistes, anotaciones de su diario.
Lo vi adolescente, larguirucho, grandote, con su sonrisa ancha e incontenible. A diferencia de mis otros hijos, jamás había desarrollado un espíritu de competencia. Yo había querido que practicara deportes en la preparatoria y lo había alentado para que intentara con el fútbol. Partió feliz rumbo a una prueba y retornó igual de feliz anunciando que no había entrado al equipo. “El entrenador nos hizo correr varias vueltas alrededor del campo”, explicó, “pero uno de los chicos no podía mantener el paso, así que me retrasé para correr con él. Supongo que el entrenador no quedó impresionado”.
Traje a mi mente la imagen de la cantidad de pequeños regalos que había hecho para mí a lo largo de los años: los colgantes para plantas y los soportes para notas que había fabricado con chatarra, un precioso brazalete en filigrana ingeniosamente tejido con alambre para soldar.
Traje a mi mente la imagen de la última vez que lo vi. Había estado viviendo con unos amigos y trabajando en un empleo a cierta distancia de casa. Una tarde irrumpió de forma inesperada en nuestra sala: “¡Me voy! ¡Me voy a Paraguay mañana!” Estaba eufórico. Nosotros sabíamos que Rudi se había ofrecido como voluntario para enseñar en una escuela para niños de comunidades indígenas en el Chaco, así que nos alegramos por él.
En mi asiento del avión, con la cabeza llena del rostro de Rudi, pero incapaz de imaginar al Rudi que pronto iba a ver, abrí uno de sus cuadernos que había metido en mi bolso. En una de sus páginas había un poema en su inconfundible caligrafía irregular. Se titulaba Graduación y había sido escrito antes de completar la preparatoria e irse de casa.
Tú, dichosa flor en la ventana,
Protegida del viento y la tormenta
De cuitas, aflicción y fervor sana,
De tentación y pecados exenta.
Contemplas desde lo alto sin contento
A tus pares que allá abajo juguetean,
Un hombre poderoso, un opulento,
El daño y el peligro tú sorteas.
Un día surgirás desde ese amparo
Y verás que no todo tan bien huele,
Será como salir de un buen reparo,
Descubrir lo que cura y lo que duele.
Que en medio de esta mundanal escena
Toda dicha se fragua en una pena.
La llegada a Asunción fue como ingresar a una sauna. El calor, la cultura extranjera y el idioma desconocido nos desorientaron. Un amigo de Rudi nos llevó al hospital y nos contó lo que había sucedido. Rudi se había caído de una altura de quince metros mientras practicaba escalada libre en un acantilado escarpado. Lo habían trasladado en la caja de una camioneta y el traslado, en agonía, había durado dos horas. Al llegar al hospital los médicos le habían inducido un estado de coma.
Cuando arribamos al hospital, me preparé, pero ninguna preparación podía ser suficiente para ver el cuerpo roto de Rudi, envuelto en cabestrillos y escayolas, y en una maraña de cables y tubos. Su pecho subía y bajaba mecánicamente, asistido por un respirador. Quedé paralizada. Hecha añicos. ¿Cómo podía estar sucediendo esto?
Pero mi pensamiento optimista hizo efecto. Rudi era el más resistente de la familia, me dije, el que nunca se quejaba. Alto, fuerte, apuesto, siempre había rezumado entusiasmo por la vida. Si alguien de mi familia podía sobrevivir a esto, ese era Rudi. Pelearía como un tigre. Sin embargo, tan lejos de nuestro mundo familiar, nos sentíamos completamente inútiles.
En medio de aquella angustia, nuestra comunidad, allá en casa, nos apoyaba. Se pusieron en contacto con nuestra compañía de seguros e hicieron los arreglos para el traslado sanitario de Rudi a los Estados Unidos. Luego de varios contratiempos, se estableció una fecha para el traslado. Gracias a los valerosos esfuerzos del traductor, Felix y yo habíamos entendido que los médicos paraguayos habían dicho que Rudi tenía buenas chances de sobrevivir. Nuestra esperanza y nuestra confianza se animaron. Sin dudas, una vez que tuviéramos a Rudi en los Estados Unidos, todo estaría bien.
Besé la frente de Rudi —el único lugar visible entre toda la parafernalia médica— antes de que nos llevaran fuera de la sala y comenzaran a prepararlo para su riesgoso viaje.
Después de cada tramo del vuelo, recibíamos mensajes de texto que nos enviaba el enfermero que viajaba en el avión y en los que nos informaba de que todo estaba bien. El avión aterrizó sin problemas en Albany, Nueva York, y los cirujanos hicieron planes inmediatos para sacarlo del coma antes de proceder a una serie de cirugías reconstructivas.
Felix y yo habíamos planeado viajar en una aerolínea comercial, pero una violenta tormenta eléctrica provocó que nuestro vuelo fuera cancelado. Luego de atroces demoras, tomamos otro vuelo y aterrizamos en el aeropuerto JFK tres días después, en medio de una tormenta de nieve. Salimos del avión y nos pusimos en la fila para la inspección aduanera. Mientras estábamos allí de pie, apretados hombro con hombro junto a extraños y con los funcionarios de aduana ladrándonos órdenes, el teléfono de Felix zumbó. Un mensaje de nuestro médico de familia decía: “Llamar de inmediato”.
Mi corazón se agitó. Al instante sentí una premonición que me hizo un nudo en el estómago: se trataba de noticias terribles. Pero una vez más me preparé. Quizá solo se trataba de alguna pregunta vinculada a la cirugía… La multitud en el aeropuerto parloteaba a nuestro alrededor y el escándalo era interrumpido por los anuncios retumbantes de los altavoces. ¿Debíamos llamar allí mismo o sería mejor esperar a tener espacio para respirar? Felix dudó. Y luego hizo la llamada.
La voz de nuestro médico, habitualmente serena y afable, sonaba tensa y entrecortada. “Vengan tan rápido como puedan”, dijo. “El estado de Rudi es extremadamente crítico”. Quedamos estupefactos. Tenía que tratarse de un error. Los médicos en Paraguay habían dicho que estaba mejorando. Disparamos preguntas y nos enteramos de que un repentino desplazamiento de los fluidos había determinado el cese de toda actividad cerebral. Los médicos en Albany no creían que fuera a sobrevivir más que unas pocas horas.
En medio de la confusión, estábamos aturdidos. Atravesamos la aduana y, tambaleándonos, llegamos al área de retiro de equipaje. La cinta se había atascado y en su entorno se agolpaban con impaciencia los frustrados viajeros. ¿Qué podía importar el equipaje, después de todo? Nuestro hijo estaba muriendo. Consideramos la posibilidad de marcharnos sin el equipaje, pero justo entonces la cinta se movió y escupió nuestras cuatro maletas una tras otra. Las cargamos en un carrito e hicimos señas a un vehículo de transporte. La cháchara parlanchina del conductor hizo que aquel viaje de cuatro horas pareciera una eternidad.
Por fin, entramos a la UCI en Albany y vimos a nuestro hijo. En ese primer momento, sentí que el alma de Rudi no estaba más con nosotros; él ya estaba en otro mundo. Su alma, aún rebosante de vida y energía, se había desprendido de su cuerpo tullido y roto, y había seguido adelante. Él volaba libre. Podía sentir que me daba empujoncitos, sonriente, como si me dijera: “No estés triste. Mi trabajo aquí está terminado”.
Esa noche toda nuestra familia se reunió alrededor de su cama. Allan, hermano mayor de Rudi, dirigió nuestro canto con su guitarra y, cuando los sollozos ahogaban la melodía, llenaba esos huecos. La caja de pañuelitos de papel estaba vacía. Durante toda esa noche, los tres hermanos de Rudi se quedaron con él, su última oportunidad de pasar el rato juntos. Rememoraron, cantaron las canciones favoritas de Rudi, le lavaron el cabello y le afeitaron la barbilla.
Al otro día, por la mañana, nos reunimos de nuevo para desconectar el respirador. Eran las 10:24 del 4 de diciembre.
Después del funeral, los días transcurrieron lentamente en medio de un aturdimiento. Me sentía vacía y débil. Todas las certezas de mi antigua vida se habían evaporado. Si un accidente casual podía arrebatarme a mi hijo, entonces la vida estaba construida sobre el ala de una mariposa.
A este vacío de soledad llegaban a raudales de todas partes del mundo cientos de correos electrónicos, tarjetas y mensajes de texto de los amigos y compañeros de clase de Rudi. Me contaban acerca de una faceta de Rudi de la que apenas me había dado cuenta. Uno de sus compañeros de clase escribió: “Quizá fue el único chico que conocí en la preparatoria que no prestaba ninguna atención a lo que significaba ser un ´chico sensacional´ y se enfocaba en acercarse a aquellos que estaban marginados y solos”. Una joven mujer escribió: “Rudi se acercaba a todos, pero creo que en especial se acercó a mí. Yo odiaba la preparatoria. Era difícil aceptar quién era yo y encontrar mi lugar. Y creo que Rudi lo sabía. Una vez se cruzó conmigo en el pasillo y me dijo que debía unirme al coro de góspel porque pensaba que debía cantar un solo particular. Me dijo que le gustaba mi voz y que era perfecta para esa parte. ¡Guau! Eso me ayudó a sobrellevar un par de semanas”.
Las decenas de recuerdos que llegaban tenían un asunto en común: Rudi, nuestro hijo, tan impulsivo y a menudo desconcertante, había estado buscando una vida auténtica, libre de hipocresía y falsos valores, una vida no vivida para él, sino para los otros. A medida que conocíamos más esta faceta de nuestro hijo, la magnitud de nuestra pérdida también crecía. Pero junto con ella surgió la sensación de que, a pesar de haber sido tan breve, de algún modo Rudi había vivido una vida completa y había colmado sus propósitos. Quizá el propio Rudi expresó mejor nuestros sentimientos en la estrofa final del último poema que me envió:
Si un hombre el mal trasciende
Y de apartarse es capaz
Da igual de qué hilo pende,
Siempre hiere a Satanás.
Pero incluso con esta seguridad fruto de la fe, la pena nos abrumó. Observábamos a nuestros amigos que continuaban con su vida ocupada, absorbidos por las minucias de las tareas cotidianas. Para nosotros, nada de nuestra vida anterior parecía tener sentido. Cada día se asemejaba a un abismo sin fondo que debíamos cruzar. Faltaban unos días para la Navidad. Nuestras almas heridas se veían sacudidas por las celebraciones, el buen humor chispeante y la jovialidad que caracterizan esa temporada de fiestas. ¿Cómo sobreviviríamos a eso?
En ese momento llegó la llamada de un padre de adolescentes, quien acababa de perder a su esposa víctima del cáncer. Nos invitaba a acompañar a su familia durante la cena de Navidad. A pesar de que casi no los conocíamos, aceptamos y de inmediato nos sentimos a gusto. Pasamos seis horas juntos, compartiendo fotos y contándonos recuerdos, llorando y riendo. Nuestra pena compartida nos unió y nos conectó de una forma que jamás habíamos experimentado antes con otras personas. A medida que la velada iba llegando a su fin, la conversación derivó hacia un confortable silencio. A lo largo de varios minutos, contemplamos a través del gran ventanal el sol que iba ocultándose e irradiaba una cascada de luz dorada a lo largo del valle del Hudson. Había una certeza tácita de que los seres amados vivían en la eternidad, a la espera de un futuro reencuentro.
Unos días más tarde, una pareja mayor cuyo hijo de veintidós años había muerto repentinamente a causa de un cáncer vino a acompañarnos en nuestro duelo. Poco después, una mujer de mediana edad que había encontrado el cuerpo de su hermana, quien se había suicidado, vino a contarnos su historia. Luego fue una pareja cuyo hijo pequeño había muerto pocas horas después de nacer. En cada encuentro, lloramos y reímos juntos, y nuestra pena venció todas las barreras.
Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran” (Mt 5:4). Varias veces me he preguntado acerca de esta bienaventuranza: ¿cómo es posible que hacer un duelo sea una bendición? Ahora, aunque sea duro admitirlo, a través de la muerte de Rudi puedo decir que el duelo que hacemos cada día es una bendición. Nos ha permitido crear lazos con muchas otras personas. Ya mientras estábamos en el hospital en Asunción, algunos extraños con quienes ni siquiera podíamos hablar se sentaban y lloraban con nosotros. Notaban nuestra debilidad y nuestras heridas, y respondían desde su propio corazón herido. Nunca supimos qué dolor cargaban; solo sabíamos que lo hacían y que entendían el nuestro.
La vaga sensación de estar incompleta que tenía antes de que Rudi muriera me ha abandonado. Es difícil explicar cómo una pérdida puede completarnos, pero Rudi me dio una pista con las últimas palabras de su poema: “toda dicha se fragua en una pena”.
Quizá él entendió a sus dieciocho años algo que yo estoy entendiendo recién ahora. Desde su muerte se me volvió claro que Jesús está aquí, en la base de la sociedad, entre todos aquellos que sufren. He comprendido que nuestro dolor ablanda el caparazón que nos aísla del sufrimiento de los otros. Nuestra pena nos permite absorber su pena y nos vuelve parte del sufrimiento colectivo del mundo, un sufrimiento que el mismo Dios conoce y carga. En esta conexión intensa y profunda con otros, he encontrado la alegría.
Traducción de Claudia Amengual
Emma Meier y su esposo, Felix, viven en The Mount, una comunidad Bruderhof en Esopus, Nueva York, Estados Unidos.
Máryori Victoria González
Saludos Realmente impresionante ese testimonio. Un cuento, que leía de pequeña, decía lo siguiente: Un niño nació, y vinieron los ángeles a darle un don, en forma de una perla. Todos eran positivos: belleza, sabiduría, alegría. Al final, llegó el último ángel y le regaló la última perla: la perla del dolor. Los otros ángeles se estremecieron, pero este les dijo: es necesario que ese niño tenga la perla del dolor, ya que esa perla hará brillar todas las demás. El testimonio de esta hermana es invalorable, porque ayuda a dar el verdadero lugar de nuestra vida aquí en la tierra, como testigos de Jesucristo. Gracias por traducirlo y compartirlo. El Señor les bendiga.
Jazmin Gonzalez
Que preciosa historia nos alienta a seguir creyendo que nuestro amado Señor Jesus esta siempre con nosotros en medio de todas las personas
Nubia Camacho
Hay relatos que nos tocan el alma, sin palabras, solo un abrazo desde mi corazón. Dios les bendiga y continúen en ese apostolado, como todos deberíamos cada día confiar y dar a conocer a Dios y Jesucristo nuestro señor. un abrazo infinit
GABRIELA P ESPINOZA
Muy lindo todo y muy triste, muy triste que a veces nos toca enterrar a nuestros hijos, me toco el ALMA, y siento mucho la perdida de su hijo el ya esta feliz al lado de Dios Padre Celestial, Dios los cuide y los siga bendiciendo.
Julia Biancha
Esta vivencia me parte el corazon, porque cuando uno tiene hijos y seres amados que se van, sabe el dolor que esta pobre madre sufre, si hay algo bien cierto y lo digo por experiencia, es que sentir la presencia de Dios en tu vida es refrescante, te ayuda a luchar y te hace sentir que siempre esta a tu lado y no te dejara caer.
Cristóbal Wallis
¡Cuánto me conmueve tu relato! ¡Cuánto te doy gracias por compartirlo con nosotros! Gracias. Y gracias por la traducción.