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Amor y matrimonio
El hombre que ama profundamente a Dios y a su prójimo es el único que amará idealmente a una mujer.
por George MacDonald
jueves, 13 de febrero de 2025
Otros idiomas: English
Estos extractos de dos novelas de un famoso escritor escocés decimonónico son traducidos de la colección de Plough, The Gospel in George MacDonald.
De la novela What’s Mine’s Mine (Lo que es mío es mío). Cristina, después de vivir la mayor parte de su vida en Londres, pasó un año en un apartado pueblo escocés, donde conoció un joven de quien se enamoró.
Dichoso es el raro destino de los amantes de la verdad: despertar y salir, y encontrarse con la majestad de la verdad en la imagen de Dios, en su propio ser, en el poder de ese amor, que solo es ser. Aman, no esto y aquello del otro, sino al otro mismo, un amor tan esencial a la realidad, a la verdad, a la religión, como el amor del mismo Dios. Donde hay tal amor, sean cuales fueren las diferencias de gusto, las incapacidades del temperamento, los dos deben, tarde o temprano, ser completamente uno […].
Una mañana [Cristina] se despertó de un sueño profundo y, levantándose de la cama, descorrió las cortinas, miró hacia fuera y abrió la ventana. Era una hermosa mañana de primavera. Los pájaros cantaban con fuerza en los arbustos, que reverdecían más cada día. Soplaba un viento suave, que se acercó a ella y le susurró algo, un mensaje del que solo captó su esencia, hermosa y triste a la vez. El sol, apenas salido del horizonte, brillaba sobre las colinas y los picos agudos, cuyas sombras, que se extendían con anhelo hacia el oeste, se acortaban cada vez más en el este. La luz solar era suave, cálida y húmeda, como cargada de un poco de tristeza, pensó ella, por sus muchos hijos muertos, y porque debía llamar a tantos más a la nueva vida.
Para salvar a un hombre o a una mujer, lo mejor después del amor de Dios es el amor de un hombre o una mujer; ¡solo que ningún hombre o mujer confunda el amor del amor con el amor!
De pronto, mientras miraba a través de la ventana, observó el pequeño grupo de árboles contra la ladera como nunca antes lo había visto, como si la savia en sus hojas y troncos ya no fuera clara, sino roja, cargada de vida humana; la naturaleza estaba viva, con una presencia que nunca había visto; su instinto le dio un significado, una intención, un alma; las montañas se erguían hacia el cielo como si se extendieran a lo alto, sabiendo algo, esperando algo; y, sobre todo, había gloria en el paisaje. Este cambio era mucho más maravilloso que el del invierno al verano; no era un cuerpo muerto, sino como si un alma muerta hubiera cobrado vida.
¿Qué podía significar? ¿Había surgido este nuevo aspecto para responder al resplandor en su corazón, o era el resplandor en su corazón un reflejo del nuevo aspecto del mundo? Estaba a punto de gritar, no de alegría, no por la belleza, sino por una sensación desconocida hasta entonces, por lo tanto, sin nombre. Era un nuevo y maravilloso interés por el mundo, un nuevo sentido de vida en ella misma, de vida en todo, un reconocimiento del otro, un contacto vital con el universo, un destello consciente de lo divino en su alma, un latido de la pura alegría de ser.
Estaba más cerca de Dios que nunca. Pero ella no lo sabía, tal vez nunca lo supiera en este mundo; no entendía nada de lo que estaba ocurriendo en ella, solo lo sentía. No era amor a Dios lo que se movía en ella. Sin embargo, estaba de pie con su vestido blanco, como una resucitada de la tumba, contemplando con dulce dicha un cielo nuevo y una tierra nueva, renovados por la apertura novedosa de sus ojos. Para salvar a un hombre o a una mujer, lo mejor después del amor de Dios es el amor de un hombre o una mujer; ¡solo que ningún hombre o mujer confunda el amor del amor con el amor!
Ella se sobresaltó, se puso blanca, se irguió, luego se puso roja como una puesta de sol:
—¿Era? —¿Podía ser?
—¿Esto es amor?, se preguntó, y durante algunos minutos apenas se movió.
Era amor. Si el amor estaba dentro de ella o no, estaba en-amorada, y el amor podría meterse dentro de sí. Escondía la cara entre las manos y lloraba.
![a young man and woman holding hands](/-/media/images/plough/article/2016/autumn/macdonald/macdonaldembed.jpg?la=es)
Colección Beryl Peters, Mi amor y yo / Alamy Stock Photo.
Con las oportunidades que he tenido de estudiar —no digo comprender— el corazón humano, no habría esperado tal sentimiento de Cristina; ella misma estaba sorprendida. Hasta que un niño se despierta, ¿cómo saber su estado de ánimo? Hasta que una mujer se despierta, ¿cómo saber su naturaleza? ¿Quién se conoce a sí mismo? ¿Y cómo conocerá entonces a su prójimo?
Porque ¿quién puede decir que sabe algo sin suponer que permanezca igual? Y el mayor cambio de todos, después de nacer de nuevo, es empezar a amar. La facultad de amar había sido reprimida hasta entonces en el alma de Cristina, por la mala educación, por las malas influencias familiares y sociales, por la familiaridad con que adoraba las riquezas, por la vanidad y la consiguiente hambre de las atenciones de los hombres; pero ahora por fin estaba enamorada […].
¿Quién, en el cielo o en la tierra, ha comprendido la maravilla que existe entre el hombre y la mujer? Es casi imposible que lo capte quien no haya aprendido a contemplarlo con reverencia. Hay más en este amor para elevarnos, más para condenar la mentira en nosotros, más que en cualquier otra deriva innata de nuestro ser, excepto la marea celestial hacia Dios. De esta fluyen todas las demás relaciones redentoras de la vida. Es la diestra de Dios con la cual él nos agarra firme, mientras que la muerte es su mano izquierda, que también nos sujeta. El amor y la muerte son las dos maravillas, sí, también son los dos terrores, pero son las únicas metas de nuestra historia.
De la novela The Marquis of Lossie (El marqués de Lossie). Dos jóvenes, hombre y mujer, han estado conversando sobre cómo es posible tener fe, a pesar del sufrimiento en el mundo.
Si algo de ese santo misterio —sagrado en el corazón del Padre, que une las almas de hombre y mujer— actuara entre ellos, que se burlen de la mezcla de amor y religión los que no saben nada de los dos; pero el hombre o la mujer que —amando a la mujer o al hombre— nunca, mientras amaba, ha dirigido su corazón al Padre, y todo aquel cuyo amor divino no ha colocado al menos un brazo alrededor del amor humano, debe tener cuidado con lo que piensa de sí mismo, pues él no es todavía más que un remero novato en la marea del océano eterno. El amor es una elevación no menos que una hinchazón del corazón. La redención venidera revelará qué cambios, metamorfosis, transformaciones, purificaciones o glorificaciones debe sufrir este o aquel amor —antes de ocupar su lugar eterno en el reino de los cielos— a través de todos sus cambios; aunque permanezca, en su raíz esencial, el mismo. La esperanza de todos los amantes honestos les conducirá a la visión. Y tienen que recordar que el amor debe morar tanto en la voluntad como en el corazón.
De la novela Sir Gibbie. La mujer a la que Gibbie ama acaba de prometerle matrimonio.
Gibbie volvió a casa […]. Parecía flotar sobre el camino como en un sueño feliz, donde el movimiento nace inmediatamente después de la voluntad, sin la mecánica intermediaria de nervios, músculos y un punto de apoyo. El amor había estado acumulándose y almacenándose en su corazón durante muchos años, esperando esta paloma parda; ahora, por fin, se había roto la roca y su tesoro se precipitaba al servicio de ella. En nada había cambiado el corazón; al perder su contenido solo se produjo la transformación que ocurre cuando el agua oscura, silenciosa e inmóvil de la caverna se convierte en un riachuelo chispeante, cantarín y danzante.
El de Gibbie era un amor sencillo, desinteresado, poco exigente, no pedía algo a cambio, ni tampoco reconocimiento, ni siquiera exigía que se conociera su existencia. Era un ser excepcional, que no cometía el miserable error común de tomar la sombra proyectada por el amor —el deseo de ser amado— por el amor mismo; su amor era un sol vertical y su sombra estaba bajo sus propios pies. Los jóvenes y las doncellas tontas se consideran mártires del amor, cuando no son más que testigos suspirantes de un egoísmo delicioso y fascinante. Pero no me malentiendan, no confundan el deseo de ser amado —que no es malo ni noble, como tampoco es malo ni noble el hambre— con el placer de ser amado, sin el cual los seres humanos pueden perderse en un egoísmo inconmensurablemente profundo, malvado, ruinoso, incluso diabólico. No preocuparse por el amor es una reacción peor que la avaricia autoenvenenada y caduca del amor. El amor de Gibbie era un diamante entre las gemas de amores. Para algunos hombres, el amor a un amigo es menos egoísta que su amor a la mujer más querida; en cambio, para Gibbie no era menos divino el amor hacia una mujer que el amor hacia un amigo varón.
El hombre que ama a Dios con su propia vida y a su prójimo, como Cristo lo ama a él, es el único hombre capaz de un amor grandioso, perfecto, y glorioso hacia cualquier mujer.
El amor de un hombre es tan diferente al de otro, como cada persona es diferente a otra. El amor que habita en un hombre es un ángel, en otro es un pájaro, en otro un cerdo. Algunos considerarían sin valor el amor de un hombre que amara a todos. ¡No habría distinción en ser amado por un hombre así! Y distinción, como garantía de su propio gran valor, es lo que tales buscan. Hay mujeres que desean ser únicas poseedoras del afecto de un hombre y toda su vida son devoradas por los celos. Para algunas mujeres, encontrar a alguien que nunca haya experimentado este sentimiento hacia otro ser humano sino solo hacia ellas, sería un tesoro por el que venderían todo para obtenerlo. Y el hombre que trajera tal amor, en verdad estaría absorbido en él mismo: la más pobre de las criaturas puede muy bien ser absorbida en el más pobre de los amores. A un corazón hay que enseñarle a amar; y su primera lección, por bien aprendida que esté, no le hace más perfecto en el amor; aprender el A B C del amor hace sabias a las personas.
Quienes más aman, amarán mejor. El hombre que ama profundamente a Dios y a su prójimo es el único que amará idealmente a una mujer, que podrá amarla con el amor que Dios imaginó entre ellos cuando los hizo varón y hembra. El hombre, repito, que ama a Dios con su propia vida y a su prójimo, como Cristo lo ama a él, es el único hombre capaz de un amor grandioso, perfecto, y glorioso hacia cualquier mujer.
Traducción de Coretta Thomson