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CajaDios ha sembrado dentro de cada uno de nosotros un anhelo instintivo de lograr una semejanza más parecida a él, un anhelo que nos impulsa hacia el amor, la comunidad y la unidad. En su última oración, Jesús subraya la importancia de este anhelo: «Ruego… para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Juan 17.20–21).
El vivir aislado de los demás destruye esta unidad y conduce a la desesperación. Thomas Merton escribe:
La desesperación es el colmo absoluto del amor propio. Se produce cuando un hombre deliberadamente le da la espalda a cualquier ayuda de los demás, para poder saborear el lujo podrido de saber que él mismo está perdido…
La desesperación es el desarrollo máximo de una soberbia tan grande y tan terca que escoge la miseria absoluta de la condenación en vez de aceptar la felicidad de la mano de Dios, y así reconocer que él es mayor que nosotros y que no somos capaces de realizar nuestros destinos por nuestras propias fuerzas.
Sin embargo, un hombre que es verdaderamente humilde no se puede desesperar, porque en un hombre humilde ya no existe la autocompasión.
Vemos aquí que la soberbia es una maldición que conduce a la muerte. La humildad, sin embargo, conduce al amor. El amor es el mayor regalo que se le ha dado a la humanidad; es nuestro llamado verdadero. Es el «sí» a la vida, el «sí» a la vida en comunidad. Sólo el amor satisface el anhelo de nuestro ser más profundo.
Nadie puede vivir de verdad sin el amor; es la voluntad de Dios que todas las personas traten con caridad a todas las demás. Todas las personas son llamadas a amar y ayudar a los que las rodean en nombre de Dios.
Dios quiere que vivamos en comunidad unos con otros y que nos ayudemos mutuamente con amor. Y no cabe duda de que, cuando hacemos contacto con el corazón más profundo de nuestro hermano o hermana, le podemos ayudar, porque «nuestra» ayuda viene de Dios mismo. Según dice Juan: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Juan 3.14). Nuestras vidas se realizan sólo cuando el amor se enciende, se prueba, y llega a dar fruto.
Nadie puede vivir de verdad sin el amor.
Jesús nos dice que los dos mandamientos más importantes consisten en amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y fuerza, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y estos dos mandamientos no se puede separar: el amor hacia Dios siempre debe significar amor hacia el prójimo. No podemos encontrar una relación con Dios si ignoramos a los demás (cf. 1 Juan 4.19–21).
Nuestro camino hacia Dios debe pasar a través de nuestros hermanos y hermanas y, en el matrimonio, a través de nuestro cónyuge.
Si estamos llenos del amor de Dios, nunca podemos sentirnos solos ni aislados por mucho tiempo; siempre encontraremos a quién amar. Dios y nuestro prójimo siempre estarán cerca de nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es buscarlos. Cuando sufrimos a causa de la soledad, a menudo se debe simplemente a que deseamos ser amados en vez de amar nosotros. La verdadera felicidad resulta de dar amor a otros. Necesitamos construir, una y otra vez, la comunidad de amor con nuestro prójimo, y en esta búsqueda, todos debemos convertirnos en un servidor, un hermano o una hermana. Vamos a pedirle a Dios que desahogue nuestros corazones sofocados para poder dar este amor, sabiendo que lo encontramos sólo en la humildad de la cruz.
Este artículo está extraído del capítulo “No es bueno que el hombre esté solo” en el libro Sexo, Dios y matrimonio.
Imagen: Campo de acianos, Julian Onderdonk (1915). Fuente: Wikimedia Commons