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    painting of a church at the end of a street

    La familia no es una iglesia

    Comparar la familia con la iglesia ha diluido la naturaleza política de esta.

    por M. Çiftçi

    lunes, 17 de marzo de 2025

    Otros idiomas: English

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    No es difícil saber por qué algunos quieren idealizar la familia, mientras que en todas partes hay otros que quieren subestimarla y menospreciarla.

    La iglesia ha sido quizá el guerrero más visible en favor de la familia por más de un siglo. Pero ha ocurrido un desafortunado efecto secundario por la forma en que los teólogos y líderes eclesiásticos han presentado las enseñanzas de la iglesia sobre la familia en las últimas décadas: la tendencia ha sido subrayar la similitud entre familia e iglesia, incluso hasta el punto de difuminar la frontera entre ambas.

    Esto ha logrado distorsionar la comprensión que la iglesia tiene de sí misma, marginando su naturaleza esencialmente política, y creando confusión al investir a la familia de una cualidad casi salvífica. En otras palabras, hay buenas razones para dudar a la hora de referirnos a la familia como “iglesia doméstica” y a la iglesia como familia.

    painting of a church at the end of a street

    Mary Gregory, Pertenecer. Usado con permiso.

    En la Iglesia católica, a la que pertenezco, esta costumbre se remonta al Concilio Vaticano II, realizado en los años sesenta. Uno de los documentos emanados del Concilio, Lumen gentium, afirma que la familia es una “especie de iglesia doméstica”, donde “los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo”. Según Joseph Atkinson, en los documentos del Concilio, la identificación de “la familia como una realidad eclesial solo se hace de forma vacilante, y la familia es llamada iglesia doméstica solo por analogía”. El error vino después: “Dentro de la enseñanza magisterial del papa Juan Pablo II, la relación cambió y se describió en términos ontológicos. La familia cristiana es una realización de la comunión eclesial y, por tanto, debe llamarse iglesia doméstica”. En Familiaris consortio, el papa Juan Pablo II afirma que “una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana [que también] por esto puede y debe decirse ‘iglesia doméstica’”:

    Hay que examinar a fondo los múltiples y profundos vínculos que unen entre sí a la Iglesia y a la familia cristiana, y que hacen de esta última como una ‘Iglesia en miniatura’, de modo que sea, a su manera, una imagen viva y una representación histórica del misterio mismo de la Iglesia […] La familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia, que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos […] no solo ‘reciben’ el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad ‘salvada’, sino que están también llamados a ‘transmitir’ a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad ‘salvadora’.

    Más adelante, escribe que el amor vivido en las familias cristianas garantizará que “la Iglesia puede y debe asumir una dimensión más doméstica, es decir, más familiar, adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno”. Porque a través de los padres, cada familia “queda introducida en la ‘familia humana’ y en la ‘familia de Dios’, que es la Iglesia”. Una sección posterior concluye afirmando que: “también la pequeña iglesia doméstica, como la gran Iglesia, tiene necesidad de ser evangelizada continua e intensamente”.

    Cuando tratamos a la familia y a la iglesia como si pudieran ser consideradas indistintamente y la diferencia fuera solo de escala, corremos el riesgo de perder la capacidad de ver la relación entre ellas y cómo una influye en la otra, porque eso depende de que las mantengamos diferenciadas en nuestra imaginación.

    Tratar a la familia no solo como salvada, sino como una comunidad salvadora, otorga un significado salvífico al hecho de engendrar y criar hijos que resulta difícil de cuadrar con las Escrituras. La maternidad y paternidad no puede considerarse una obligación para todo el pueblo de Dios, ni el medio por el que se mantiene la alianza de Dios con su pueblo. Por el contrario, la experiencia de traer hijos a este mundo solo puede revelar nuestra necesidad de gracia y salvación en este mundo en el que nacemos para morir. Un rasgo crucial de los escritos de San Agustín sobre el matrimonio y el celibato es la afirmación de que ningún régimen puede exigir (como lo hizo el Imperio Romano) que tengamos hijos para mantener y fortalecer su existencia. El cuerpo del cristiano pertenece ante todo a Dios y está dedicado a su servicio (Ro 12:1). La vocación a la soltería, ya sean de célibes o viudas y vírgenes, debería recordarnos de esto, como menciona el Nuevo Testamento (1 Co 7:8). El testimonio radical de los cristianos célibes con atracción por personas del mismo sexo se basa también en esta verdad fundamental: el celibato no los convierte en anormales, sino en testigos a la sed de Dios, que todos los cristianos debemos valorar sobre todo lo demás. Su testimonio se devalúa al tratar a la familia como una comunidad salvadora, como una “iglesia doméstica”.

    En cuanto a los que están casados, hay que admitir que, si bien la unión conyugal nos remite, como dice San Pablo, a la unión de Cristo con su iglesia (Ef. 5:32), la analogía puede llevarse demasiado lejos. Hay que recordar siempre la enseñanza del IV Concilio de Letrán, según el cual “entre el creador y la criatura no puede advertirse una semejanza tan grande que no pueda verse entre ellos una desemejanza mayor”. Por ejemplo, en Amoris laetitia el papa Francisco escribe:

    Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. […] Los esposos […] pueden hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella.

    Pero agrega inmediatamente después: “Sin embargo, no conviene confundir planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas limitadas el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe entre Cristo y su Iglesia”. No obstante, Francisco menciona la “Iglesia doméstica” múltiples veces en este mismo documento, por ejemplo:

    Los esposos son consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una iglesia doméstica, de manera que la Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia cristiana, que lo manifiesta de modo genuino.

    Dado que la iglesia está destinada a ser un presagio y anticipo de la nueva creación que vendrá en la plenitud de los tiempos, parecería una expectativa imposible exigir lo mismo de las familias. Sin duda, desalentaría, en lugar de ofrecer esperanza, a los que proceden de familias rotas y de padres divorciados, cuando sus esperanzas deberían elevarse más allá de las limitaciones y debilidades de los lazos familiares, hacia la mayor comunión que supone pertenecer a Cristo.

    A la inversa, utilizar lenguaje familiar para describir la iglesia tiene sus propios problemas. El peligro de confiar exclusiva o excesivamente en este tipo de imágenes familiares es olvidar el lenguaje —principalmente político— utilizado para referirse a la iglesia en el Nuevo Testamento. El hábito de pensar en la iglesia como una “religión” perteneciente a la esfera privada, más que a la pública, está tan extendido en Occidente, que es difícil no sucumbir a su influencia. Olvidamos que seguimos al Rey Jesús. Y, sin embargo, al llamarnos a pertenecer a la Jerusalén celestial, la iglesia rompe el orden político secular, que de otro modo se presentará como digno de la lealtad suprema de sus ciudadanos y fuente de su identidad más importante. En otras palabras, las implicaciones políticas del Evangelio se desdibujan cuando la iglesia se concibe a sí misma con imágenes acogedoras, hogareñas y familiares.

    Una comparación de la Eucaristía con la mesa familiar puede ayudar a enfocar la distinción entre la iglesia y la familia. Fue ciertamente bueno que, después del Vaticano II, los católicos llegaran a ver cómo la Eucaristía es también un banquete, la cena del Cordero, en la mesa del Señor. Pero, según un artículo de John Cavadini, Mary Healy y Thomas Weinandy, “su carácter de banquete debe equilibrarse con un lenguaje que enfatice su carácter de sacrificio y que la mesa del Señor es también, y predominantemente, un altar”. La mesa es predominantemente un altar porque se cree que la Misa representa —en signo y sacramento— el único sacrificio de Cristo en la cruz, y el escatológico banquete de bodas del “Cordero que fue sacrificado desde la creación del mundo” (Ap. 13:8).

    La Eucaristía es exclusivamente para los bautizados, unidos por su fe y su modo de vivir, mientras que la mesa familiar puede estar abierta en hospitalidad a huéspedes y forasteros. Los que se reúnen para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo prefiguran la plenitud de los tiempos, cuando todos los que pertenecen a Cristo estén unidos en perfecta comunión con Cristo y en él, entre sí también. No se trata de crear un sentido de comunidad en el presente entre extraños, ni de un acto de hospitalidad. Se trata de representar el misterio del Reino, donde la hospitalidad ya no será necesaria, donde toda alienación y todo distanciamiento se consumirán en el amor perfecto. Nada de esta escatología puede transmitirse si pensamos que la Eucaristía es simplemente una comida familiar a otra escala. Como escribe Brent Waters: “Difuminar el carácter distintivo de las dos mesas es sintomático de un intento más ambicioso de facilitar la continuidad entre el desarrollo providencial de la historia de la creación y su destino escatológico”.

    Las implicaciones políticas del Evangelio se desdibujan cuando la iglesia se concibe a sí misma con imágenes acogedoras, hogareñas y familiares.

    Entonces, ¿qué hay que hacer? En primer lugar, es necesario establecer una distinción más clara entre ambos antes de poder conceptualizar la tensión. ¿Qué es el matrimonio? Arraigado en nuestra naturaleza creada “desde el principio” (Mt. 10:8), el intercambio de votos que une a un matrimonio está destinado a garantizar que la amistad y la unión completa de dos vidas puedan proporcionar un hogar en el que los hijos puedan ser recibidos y criados. Cristo también ha bendecido y restaurado el matrimonio, esto puede verse en su enseñanza sobre lo que estaba previsto en la creación para aquellos a quienes Dios ha unido (Mc 10:6-9) y en la elección de Cristo de realizar el primer milagro revelador de su gloria en las bodas de Caná (Jn 2:1-11).

    Sin embargo, el reino que Cristo establecerá a su regreso ya no exigirá el matrimonio: “En la resurrección, las personas no se casarán, ni serán dadas en casamiento, sino que serán como los ángeles que están en el cielo” (Mt 22:30). Y obedecerle tendrá prioridad sobre cualquier vínculo familiar: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí” (Mt 10:37). La división y oposición que crea hará que las familias se corrompan y se conviertan en aliados y agentes de persecución: “El hermano entregará a la muerte al hermano y el padre al hijo. Los hijos se rebelarán contra sus padres y harán que los maten” (Mt 10:21). Existe, pues, una tensión entre la familia y la iglesia.

    Sin duda, los cristianos pueden casarse y emprender la tarea de dar la bienvenida al mundo a vidas nuevas. Pueden sentirse fortalecidos al saber que su labor —la labor cotidiana de alimentar, cambiar y bañar a su prole— no es un trabajo baldío, sino guiado por Dios, que lo llevará a término en Cristo. La alianza que Cristo hizo con su iglesia en la Última Cena —y selló con su crucifixión— asegura a quienes reciben el sacramento del matrimonio que el Espíritu les ayudará a hacer y cumplir sus votos. Pero mientras que el voto matrimonial es “hasta que la muerte nos separe”, el voto bautismal a Cristo sobrevive a la muerte y apunta a una unión más perfecta en el reino de Dios.

    En lugar de ensimismarse, la familia debe estar abierta al servicio a los demás, ya sea cuidando de parientes ancianos, ofreciendo hospitalidad a los demás en torno a una mesa común o ayudando a los menos afortunados. Pero, aunque las familias pueden ser restauradas y reorientadas por el Evangelio, la tensión entre iglesia y familia nunca puede eliminarse; por ejemplo, las obligaciones con los hijos y con el cónyuge limitarán el tiempo que se puede dedicar a ayudar en un albergue para indigentes. O puede haber conflicto entre la vocación que uno recibe en la iglesia y las expectativas de los miembros de la familia. La familia vive naturalmente a través del tiempo: los hijos crecen a medida que pasan por las distintas etapas de la vida, los cónyuges aprenden a amar por la experiencia del perdón dado y recibido, por los períodos de sufrimiento soportado y compartido. Pero el tiempo también pone de manifiesto la fragilidad de nuestros cuerpos, que siguen sufriendo las consecuencias de la Caída: el dolor que sentimos en la enfermedad, en el duelo o en la muerte.

    De este modo, el trabajo difícil y complicado de construir una familia puede apuntar, más allá de sí mismo, a las cosas más grandes que están por venir. La fe de la iglesia, por lo tanto, nos permite ver las limitaciones de la familia como las sombras que ponen de relieve nuestra necesidad de recordar que pertenecemos a una comunidad mayor, que somos ciudadanos de otro reino (Fil 3:20), donde, liberados de esta época pasajera en la plenitud de los tiempos, experimentaremos el reinado de Dios por la eternidad.


    Traducción de Coretta Thomson

    Contribuido por MehmetCiftci M. Çiftçi

    M. Çiftçi es profesor de bioética en el Centro para la Bioética de Anscombe. Es doctor en teología política por la Universidad de Oxford.

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