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CajaEl extraño en mi casa
Adoptamos a niños con un pasado traumático. No funcionó como se esperaba.
por Wendy Kiyomi
lunes, 13 de marzo de 2023
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La puerta lucía las marcas de abolladuras recientes. Intenté cerrarla, pero quedó entornada, y caminé por el pasillo los diez pasos hasta mi propia habitación. Venía de persuadir finalmente a mi hijo ―que había pasado cuatro horas golpeando muebles, arrojando bloques a mi cabeza y gritando palabrotas―, de que se fuera a la cama. Mi mente no podía creer lo que había oído: ¡Maldita estúpida! ¡Espero que te claves un puñal hasta morir, idiota!”. Me senté, estremecida, y me di cuenta de que las manos me temblaban. Jamás había sentido un miedo visceral como ese, miedo debido a mi propio hijo, un hijo que yo había invitado a mi hogar y a una relación permanente e íntima por medio de la adopción.
Aunque no puedo decir que estaba sorprendida por los acontecimientos de la noche, me sentía desorientada. Jamás había tenido dudas acerca de que la adopción significaba familia, pero esa noche me descubrí preguntando: “¿Quién es esta persona en mi casa?”. Criar hijos en esas circunstancias no tenía nada que ver con mi noción de familia. Se parecía a algo más cercano a la hospitalidad.
Antes de que nuestros hijos llegaran desde un sitio de acogida temporal, mi mayor pregunta cuando invitaba a alguien a casa tenía que ver con cuánto debía limpiar antes de que arribaran los huéspedes. No me preocupaba que hubiera un poco de desorden, pero mi esposo prefería una casa ordenada. Decía que era más acogedora. Resultó que habíamos pasado por encima la pregunta más importante de todas: “¿Quién es nuestro huésped?”. Al igual que otras personas que conocíamos, estábamos a gusto con la previsible hospitalidad de invitar a amigos y familiares. Pero esa noche, mientras temblaba de miedo, caí en la cuenta de que los feligreses casi nunca hablan acerca de la hospitalidad hacia personas que son groseras o revoltosas. Pocas veces invitamos a personas discapacitadas o lesionadas, y definitivamente no tenemos huéspedes que sean peligrosos.
La incómoda verdad era que teníamos a algunas personas peligrosas en casa, personas a las que habíamos invitado. Al volvernos su familia, habíamos prometido amarlas incondicionalmente, y lo hicimos. Pero no teníamos práctica en ese tipo de hospitalidad.
Desde un punto de vista bíblico, los huéspedes son venerados y, a veces, divinos. “Ven, Señor Jesús, sé nuestro huésped” es el comienzo de una oración que así lo reconoce. El teólogo Henri J. M. Nouwen menciona a los hijos como nuestros huéspedes más importantes. “Llegan a nuestro hogar, solicitan un cuidado atento, se quedan por un tiempo y luego se marchan a seguir su propio camino”, escribe. Ya sea por nacimiento o por adopción, todo niño entra a una familia como un huésped. No podemos predecir exactamente por anticipado qué dificultades aceptamos cuando damos la bienvenida a un hijo, pero tenemos la certeza de que nos enfrentaremos a algunas.
Podemos sentir que conocemos a los hijos de sangre antes de verlos por primera vez, en tanto los hijos que ingresan a una familia por vía de adopción parecen definidos por su extrañeza. La verdad es que la extrañeza acompaña todas las nuevas llegadas. Anticipándose a un nuevo bebé, una amiga transformó esa idea en poesía: “Tú, el extraño tan anhelado, ¿quién eres para penetrar tan hondo en mi corazón?”. Dar la bienvenida a cualquier hijo es ingresar en las ricas aguas de la hospitalidad que Dios inició cuando formó a Adán y a Eva, cuando llamó a Abraham al desierto y cuando hizo rey a David. El rey David era un “varón conforme al corazón de Dios”, y experimentaba una intimidad tal con Dios que le pertenecía como si fuera un hijo. Dios lo llamaba su primogénito (Sal 89). Sin embargo, el propio David estaba plenamente consciente de su estatus de huésped con el Señor, orando: “nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti” (1 Cr 29:15). La hospitalidad y la familia están íntimamente relacionadas en la taxonomía de bienvenida del Señor.
Mientras enfrentaba el problema de los comportamientos difíciles de mi hijo, descubrí que mi mayor problema era el endeble marco teológico según el cual la “familia” sola era suficiente para apoyar mis esfuerzos de comprender y amar a mi hijo. El marco de la familia era el concepto preeminente que sostenía cada manual, cada relato autobiográfico y cada tratado teológico de adopción que había en nuestra biblioteca. Tiene sentido. Los niños sin vínculos necesitan una familia. La adopción proporciona una. Ergo, la adopción es un asunto de familia. Todos, las familias adoptivas incluidas, esperan que las familias adoptivas luzcan, sientan y actúen como familias, sin una comprensión sólida de lo que “familia” significa.
Existe también una expectativa de que “construir una familia” a través de la adopción proporciona una solución permanente a los problemas de un niño. Un niño no tiene familia, luego es adoptado. Problema resuelto. Esto se sostiene en relatos populares sobre la adopción, tales como Ana, la de Tejas Verdes. Afectuosa, entusiasta y motivada, Ana articula un deseo consciente de tener una familia y tiene las habilidades relacionales para alcanzar el éxito; su problema es verdaderamente solucionado cuando se le asigna una familia. Una vez que supera unos pocos episodios menores de insultos y después de romperle una pizarra en la cabeza a un compañero, ella sabe cómo seguir adelante como una adolescente conectada y bien adaptada.
En realidad, los niños que necesitan ser adoptados llegan a su nueva familia con profundas experiencias de pérdida. Han perdido las relaciones primarias que están en el cimiento de su existencia completa. Muchos han padecido adicionalmente la pérdida de un desarrollo saludable en el útero y de la amorosa crianza en la primera infancia. Si, como escribe el psiquiatra Curt Thompson “todos llegamos al mundo buscando a alguien que nos esté buscando a nosotros”, muchos niños jamás han encontrado aquello que estaban buscando. Las pérdidas tempranas de “niños provenientes de lugares difíciles”, como la psicóloga evolutiva Karyn Purvis los llama, se vuelven un modelo fisiológico permanente que da lugar a una constante incapacidad para amar a otros, regular sus emociones y organizar su mundo interior. Esos niños con frecuencia son incapaces de demostrar afecto recíproco a sus cuidadores, lo que Deborah D. Gray describe en su libro Attaching in Adoption como “no gratificante”. Un niño gratificante, como Ana, instintivamente da muestras de consideración, ternura y un sentido de apego exclusivo. Incluso es más probable que una relación parental saludable implique más dar que recibir, pero lo que resulta bastante decepcionante es que el cuidado no tenga un impacto aparente en el niño.
Atesoro los tiempos cuando podía decir fácilmente que mis hijos me necesitaban y me consideraban con afecto. Mi hija de dos años solía dejar de gritar y se acurrucaba en mi regazo cuando la aupaba y le frotaba la espalda. Mi hijo se inclinaba hacia mí confortablemente mientras yo leía Faster, Faster! Nice and Slow! antes de dormir. Solía ponerme la mano en el hombro mientras cocinábamos panqueques a la mañana siguiente, como madre e hijo. A medida que mis hijos crecían, me regocijaba ante su perspicacia que demostraba que ambos me conocían y amaban.Mi hija bajó el otro día las escaleras vistiendo unos jeans acerca de los cuales hacía poco le había dicho que le quedaban un poco ajustados. Mientras entraba a la cocina y me veía juntar fuerzas para darle un sermón, me miró a los ojos sonriendo, me acarició el brazo y dijo: “Mamá, no te preocupes”.
Incluso con momentos de ternura como ese, los padres y los niños adoptivos deben a menudo vivir como una familia mientras no sienten lo que se espera que una familia sienta. Nuestro hogar se parecía a una familia en el hecho de que teníamos la gama habitual de adultos y niños haciendo actividades familiares, pero no nos sentíamos una familia en algunos aspectos clave. En una conferencia cristiana sobre crianza sustituta y adoptiva, mi esposo y yo nos sentamos juntos y escuchamos a un pediatra que dio un taller titulado “¿La felicidad y la calma son posibles?”. Luego de haber provisto a nuestros hijos durante diez años de una crianza especializada, acomodaciones educacionales intensas, rutinas predecibles, asesoramiento semanal, participación de abuelos, actividades extracurriculares esmeradas y ambos padres trabajando a tiempo parcial para estar en casa tanto como fuera posible, la respuesta aparentemente era “no”. Habíamos estado intentando ser la mejor familia posible, y no funcionó. Conocíamos la verdad de la observación del psicólogo Gregory Keck acerca de que los niños provenientes de lugares difíciles “traen su dolor a su nueva familia y lo comparten con mucho vigor y regularidad”.
Una familia adoptiva adecuada a veces no es suficiente para sanar a los niños moldeados por el trauma. Los niños que no sanan “acaban llenando nuestras cárceles, nuestras listas de bienestar social y nuestras clínicas médicas”, según Bessel van der Kolk, investigador en trauma. Los niños provenientes de lugares difíciles están heridos y son vulnerables, necesitan la característica hospitalidad cristiana que Christine Pohl describe como aquella que se “acerca a los más débiles, aquellos menos propensos a ser capaces de corresponder”.
Gran parte de lo que hoy significa sentirse como una familia es armonizar la idealización del hogar como un refugio saludable y de la familia como un grupo saludable y mutuamente solidario de individuos leales y afines. Rodney Clapp, autor de Families at the Crossroads, caracteriza el concepto generalizado de familia en nuestra cultura como privado, enfocado hacia dentro y dedicado al sentimiento. Estamos sesgados con respecto a la salud y atribuimos éxito solo a las familias que se corresponden con lo que yo llamo criterios de tarjetas navideñas, donde todo el mundo está “sano y le va bien”. Las familias fallidas a menudo asumen la vergüenza y el aislamiento que vienen con el fracaso en el intento de estar a tono con esos ideales.
Este marco familiar es inherentemente difícil para las familias adoptivas porque los niños pueden estar discapacitados y necesitados. Pero estamos lejos de ser los únicos. La pobreza, la discapacidad, la enfermedad crónica, la desgracia, el trauma generacional y nuestra naturaleza pecadora complican la realización de ese ideal para tantas personas. Una familia nuclear afectuosa, solidaria y saludable es un hermoso don de Dios. Pero admirar un don, especialmente cuando se le concede a otro, puede distraernos del Dador.
Además de eso, cuando conceptualizamos la familia solo como una base de operaciones segura y rica en buenos sentimientos y consuelo, restringimos el propósito y el llamamiento de la familia. Nuestro objetivo se vuelve con facilidad demasiado estrecho, demasiado efímero y, más que cualquier otra cosa, demasiado proteccionista. Jesús predijo que en este mundo tendríamos aflicción (Jn 16:33), y llamó a sus seguidores no a alejarse del dolor, sino a ir hacia él, siempre y cuando saquemos fuerzas de la fuente correcta: su victoria sobre el mundo. Un ideal de familia cómodo facilita mirar de reojo los riesgos de involucramiento con un mundo necesitado y peligroso, así como justificar el aislamiento en aras de preservar la familia.
Cuando pude reenmarcar nuestro llamamiento como un llamamiento de hospitalidad, fue un cambio de paradigma divino.
Por supuesto, no todos los niños adoptados luchan con el apego o con un comportamiento peligroso. Muchos se desarrollan en hogares sanos y, en la superficie, no dan muestra de esos problemas. Pero todos han padecido una pérdida profunda. Los padres adoptivos deben comprender que su rol debe ser lo suficientemente amplio como para abarcar el rango completo del trauma.
Para llevar adelante una adopción de forma correcta, para hacer lo que Deborah Gray llama “la tarea más valiosa en la sociedad”, que es la de ayudar a niños a forjar vínculos después de sufrir pérdidas, necesitamos un marco más robusto que permita a los padres adoptivos amar a un niño a pesar del dolor y el sufrimiento que a menudo implica.
Considerar la adopción bajo la lente de la hospitalidad anticipa un encuentro real con el sufrimiento y ofrece un medio para explicarla. El movimiento principal en la adopción no implica alejarse de la ruptura, sino ir hacia ella; los padres adoptivos le dan espacio en el mismo corazón de su hogar. Quienes practican la hospitalidad bíblica esperan sufrir, porque su vida continuamente se establece “sobre pedacitos y actos pequeños de amor y servicio sacrificial”, escribe Pohl. Este costoso llamamiento es la compasión, literalmente el “cosufrimiento”, en el que los padres comienzan a soportar no solo el antiguo dolor de sus hijos, sino el dolor que resulta de una nueva configuración de individuos vulnerables y caídos.
El sufrimiento nos puede deshumanizar con su anarquía, y romper nuestra esperanza en la bondad de Dios. La hospitalidad vuelve el sufrimiento no menos doloroso, sino centrado en el corazón de Dios. “Dios está cerca de la humildad”, escribe Dietrich Bonhoeffer; “él ama a los perdidos, los olvidados, los indecorosos, los excluidos, los débiles y los quebrados”. Cuando practicamos la hospitalidad hacia los más necesitados y débiles, por proximidad también experimentamos el gran amor de Dios: hacia fuera es posible que estemos desgastándonos, pero por dentro somos renovados día a día (2 Cor 4:16). Cristo, el máximo anfitrión, sufrió mucho. Dejó su sitio de honor en tanto Hijo adorado, y asumió para sí el dolor, la humillación y la muerte en nombre de aquellos que invita como huéspedes. Jesús pone el sufrimiento de la hospitalidad al servicio del derrocamiento de la ruptura que Dios lleva adelante de forma intencional e incansable.
La adopción en tanto expresión de hospitalidad implica la posibilidad de albergar ángeles. Esto es tan reconfortante como alarmante.
En la economía de Dios, la hospitalidad nunca es una práctica unilateral en la que el anfitrión hace toda la donación y los huéspedes hacen toda la recepción. En las historias bíblicas de hospitalidad, los huéspedes tienen un modo especial de conectar a sus anfitriones con Dios y sus extravagantes dones. La mujer de Sunem que tuvo a Eliseo como huésped fue tres veces bendecida por Dios en el nacimiento de su hijo, la posterior resurrección de este y la restitución de sus bienes. Los misteriosos visitantes de Abraham y Sara eran heraldos que anunciaban el don de Dios: un niño largamente esperado. María fue la primera anfitriona del Niño Jesús; atesoró su embarazo inesperado, cantando que la llegada del bebé también era el advenimiento de la misericordia, la justicia y la abundancia completas del Señor para ella y para todas las personas. Otros anfitriones de Jesús, como Zaqueo, quien lo invitó a cenar a su casa, y María, una seguidora que untó sus pies con perfume, fueron honrados más allá de lo que merecían y se les dio un lugar especial en el corazón de Jesús y de la historia del mundo.
La adopción en tanto expresión de hospitalidad implica la posibilidad de albergar ángeles. Esto es tan reconfortante como alarmante. Las visitas bíblicas de ángeles rara vez son circunstancias tranquilas. Los ángeles a menudo traen noticias difíciles, mensajes de lo que Dios está haciendo para cumplir su voluntad e instrucciones desafiantes. Pero los ángeles son una visita del mismo Dios.
Nuestros hijos adoptivos han traído muchas bendiciones, las bendiciones sentimentales de mimar su pequeño cuerpo y recibir su afecto; las bendiciones prácticas de ponerme en contacto con nuestra comunidad y otras familias donde obtengo apoyo y amistad; incluso las bendiciones psicológicas de desarrollar mi inteligencia emocional y descubrir mi propia necesidad. Pero la bendición principal es que criarlos es apresurarse a estar en la presencia y el amor de Cristo.
Las experiencias más dolorosas son aquellas que me proporcionan el encuentro más personal con el amor de Cristo por el mundo en general y mi familia en particular. A menudo, esto no supone la bendición que deseo, el amor sacrificial suena hermoso, pero no es agradable. El amor sacrificial es un proceso de vaciamiento; nos arranca las cosas que valoramos profundamente, incluso nuestra voluntad, nuestra capacidad de influir en los hechos o controlar nuestro entorno. De algún modo, sin embargo, este amor es el medio para experimentar la devastadora belleza del amor de Cristo.
Jesús fue un anfitrión principesco que también confiaba en otros para satisfacer continuamente sus necesidades. Su hospitalidad arriesgada no aconteció separada de las demostraciones habituales de necesidad en tanto extraño y huésped vulnerable. La hospitalidad bíblica aúna las expresiones de ser anfitrión y ser huésped, y nos lleva a una dependencia de nuestro Padre propia de los niños. Christine Pohl explica que “este entrelazamiento de los roles de huésped y anfitrión en la persona de Jesús es parte de lo que vuelve la historia de la hospitalidad tan convincente para los cristianos”. Enmarcar la adopción como una intersección de huésped y anfitrión fortalece a todos los padres, adoptivos o no, obstruyendo el peligroso camino de la autosuficiencia. En la medida en que Jesús nuestro Salvador y máximo anfitrión dependía de que otros lo proveyeran, así los padres pueden practicar abiertamente una dependencia como la de Cristo en su Dios, sus amigos o incluso en extraños.
Llegué a un punto en la crianza de mis hijos donde no oculté, porque no pude, mis sentimientos de pobreza. De algún modo, todos mis anhelos estaban en la superficie. Un día me perdí una llamada del director de la secundaria cristiana y tuve que devolvérsela. Temí un sermón, quizá con alusiones a los Padres de la iglesia, acerca del comportamiento de mi hijo. Me sorprendí cuando comencé a contarle de las pérdidas y discapacidades de mi hijo, y me sorprendí incluso más cuando él respondió con empatía y esperanza. En efecto, sí citó a Agustín, “A medida que el amor crece dentro de ti, también la belleza crece”, y eso hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Las amistades y encuentros divinos que han surgido de compartir mi fragilidad con otros han sido mis mejores alegrías y mi certeza más firme de la preocupación personal de Dios por mí.
La hospitalidad riesgosa es diferente de la imprudencia. La violencia o el peligro en el hogar son algo serio, y la hospitalidad a un huésped no debe poner en peligro a los otros miembros del hogar. Un marco de hospitalidad apareja sus propios límites. Podemos estar tentados de pensar que una familia hará lo que sea por sus hijos, y cuando los objetivos son asegurar el confort y el afecto, los padres fácilmente pueden asumir la responsabilidad por todo el entorno psicológico además de por cómo “resultan” los niños. Mi amiga Annie tiene cinco hijos y me contó acerca del agotamiento mental y la pesadez emocional de este tipo de esfuerzo. “Puedo hacer un gran trabajo amando a mis hijos y preocupándome por ellos”, dijo, “pero no puedo analizar y corregir todas las interacciones en cada lugar de la casa”.
Jesús sanó a algunos, pero no a todos; su llamamiento no implicaba una prisa por alcanzar a cada persona enferma inmediatamente. En la hospitalidad de tipo cristiano, reconocemos que muchas rupturas no serán resueltas por el momento, y nuestro llamamiento implica ofrecer generosamente lo que podemos mientras promovemos una confianza en la naturaleza de Dios como redentor y sanador. Así es como podemos amar sacrificialmente sin perder nuestra alma. No depende de nosotros corregir a nuestro huésped, sino que debemos preservar un lugar donde estemos atentos para ver lo que Dios hará. Los principios de la hospitalidad pueden ayudarnos a ver qué cuidado podemos proporcionar sabiamente en nuestro hogar y cuándo, al igual que el Buen Samaritano, necesitamos trasladar ese cuidado a otros.
La hospitalidad es el fundamento de mis emociones, acciones, pensamientos y oraciones con respecto a nuestros hijos ―todo lo que constituye el discipulado― en lo que respecta a ser alternadamente huésped y anfitrión de Cristo. Dentro de ese marco está su amor misterioso que me moldea para ser la madre que necesito ser para mis pequeños extraños necesitados. El fruto de la hospitalidad pasa a veces dolorosamente inadvertido y es a veces sorprendentemente hermoso.
Todos mis hijos adolescentes aún me permiten que los acueste. Recientemente fui a arropar a mi hijo cuya angustia y cuyos desafíos antes de irse a la cama eran tan difíciles para todo el mundo. Él necesitaba mucho más que un saludo de buenas noches agradable, pero eso era todo lo que yo tenía para ofrecer. Le pregunté cómo quería que orara por él.
“Ni idea”, dijo, “quizá para que mañana sea un buen día”.
Mientras oraba, sentí sus hombros sacudirse un par de veces; estaba quedándose dormido. Al final, sus ojos se abrieron agitados, y preguntó: “¿Puedes cantar esa otra canción rapidito?”.
“¿Qué otra canción?”, pregunté. “¿All Praise to Thee My God This Night?”.
“Sip”, dijo.
Mi corazón estaba abatido, pero se la canté:
Alabado seas, mi Señor, esta noche, por todas las bendiciones de la luz;
Guárdame, oh, guárdame, Rey de reyes, bajo tus alas todopoderosas.
Al llegar a la segunda estrofa ya estaba dormido. Aquellos versos eran una oración, que el Rey de reyes nos guardaría a ambos bajo su protección y en la luz que brilla en la oscuridad. Si fui anfitrión o huésped en ese momento sagrado, no lo sé. Dios sabe.
Traducción de Claudia Amengual
Wendy Kiyomi es una madre adoptiva, científica y escritora que vive en Tacoma, Washington, EE. UU. Sus escritos sobre el sufrimiento, la fe, la adopción y la amistad han aparecido en Plough, Englewood Review of Books, y en su sitio wendykiyomi.com.