Subtotal: $
CajaLa medida de la grandeza de una sociedad
Cómo llegué a recalibrar mi visión sobre la discapacidad.
por Joe Keiderling
jueves, 18 de mayo de 2023
Mi madre fue la persona con más amigos que jamás conocí. Conversaba de manera animada y entretenida, y era una cuentista consumada. Cuando niños, nunca nos cansábamos de escuchar cómo ella, "una pequeña niña judía de Brooklyn", había dado con una comunidad Bruderhof, en Wheathill, Inglaterra, en 1953, y al instante había sentido que ese era su hogar. Vimos, en más de una ocasión, cómo nuestros invitados a cenar, de pronto, se encontraban haciéndole confidencias, incentivados por su genuino interés en sus historias. Mi madre leía con gran avidez los más variados géneros literarios: Dostoyevsky seguido de Agatha Christie, J. D. Salinger y el semanario The New Yorker. ¡Y qué decir de la poesía! Blake, Wordsworth, Rossetti, Frost… todos ampliamente representados en su inmensa colección encuadernada con espiral. ¡Sin olvidar a Hopkins! Amaba la poesía de Gerard Manley Hopkins.
Sin embargo, esa persona brillante que fue mi madre pasó sus últimos quince años de vida sumida en la demencia y una progresiva incapacidad física. Mis padres vivían en un apartamento junto al nuestro, y nosotros observamos consternados el paulatino deterioro de la capacidad intelectual de mi madre. No hay manera de ocultar lo terrible de la demencia y la aflicción que provoca en la familia, y no pienso intentarlo. Solo la naturaleza gradual del declive podría considerarse benévola, pero no deja de ser un pobre consuelo. Lo que sí puedo decir es que a partir de la experiencia de cuidar a mi madre algo aprendí sobre el ser comunidad, sobre qué significa ser humanos, y qué significa (o no significa) ser una persona débil, o con discapacidad. Mi aprendizaje se dio mayormente al observar cómo mi esposa e hijas sobrellevaron la creciente demanda de cuidados que exige esta particular patología.
Esa fue mi experiencia familiar y cercana con la discapacidad. Pero mi trabajo en Rifton durante los últimos doce años me permitió ver los efectos de la discapacidad en la sociedad desde una óptica más amplia. La compañía Rifton fabrica equipos médicos para personas con discapacidad física, y dado que mi función implica estar en contacto con clientes, cuidadores y médicos, he escuchado cientos de historias. Sé lo que es la soledad de las familias con necesidades especiales, su incesante lucha con las compañías de seguros, y el agotamiento que aparece después de años de brindar cuidados en el hogar. También he aprendido algo acerca de la dolorosa decisión de algunas familias cuando deben dejar a sus hijos al cuidado de una institución especializada porque no pueden brindarle los cuidados necesarios en el hogar.
Sin dejar de reconocer todos los avances logrados en los Estados Unidos en el área de inclusión y cuidados, aún estamos lejos de la meta. Con demasiada frecuencia, las personas con discapacidad —de hecho, también los niños y ancianos— siguen siendo considerados una carga para la sociedad. Sin embargo, mi propia experiencia me dice que cuando los aceptamos como don de Dios, cuyas vidas tienen un propósito que cumplir, nosotros somos los beneficiados. El poder de Dios se perfecciona en la debilidad, fue el mensaje que recibió el apóstol Pablo (2 Co 12:9). Creo que esto vale no solo para la debilidad física, sino que es igualmente válido para la comunidad y la sociedad en su conjunto. Las personas que nosotros percibimos como débiles pueden revelarnos el poder de Dios si nos abrimos a esa posibilidad. Más aún, abrirán nuestros ojos a su dignidad inherente e incluso, en ocasiones, a la bendición que llega a través de la discapacidad.
Para ejemplificar lo que digo, hablaré de nuestra experiencia con Christine (nombre ficticio). Desde que nuestra hija menor se fue de casa, mi esposa y yo hemos estado cuidando a una mujer de mediana edad, soltera, que se unió a nuestra iglesia hace quince años. Christine tiene discapacidad múltiple, tanto física como intelectual, además de antecedentes de una enfermedad mental igualmente incapacitante. Años atrás, podía valerse por sí misma, pero su enfermedad es progresiva y su dependencia ha ido en aumento. En su situación presente, Christine sería considerada, en casi todos los sentidos, una carga. Aun para una comunidad como la nuestra, cuidarla supone un tremendo desafío ya que requiere atención permanente y pone a prueba la bondad de quienes la cuidan de mil y una maneras. Sin embargo, he llegado al convencimiento —todavía no sé muy bien cómo— de que Christine es una bendición para nuestra comunidad de maneras que no siempre podemos ver. Las seis o siete hermanas encargadas de la mayor parte de sus cuidados atraviesan a menudo momentos, días incluso, de gran desaliento en los que no hay bendición aparente. Pero su paciencia será recompensada, de eso estoy seguro. Creo firmemente que llegará el día en que, al volver la vista atrás hacia las lecciones aprendidas, darán gracias a Dios por Christine.
Alguien sabio dijo una vez que la grandeza de nuestra sociedad se medirá por cómo cuida a los miembros más débiles. A partir de mi propia experiencia con mi madre, con Rifton y con Christine, me gustaría avanzar un paso más: creo que nuestra comunidad no será todo lo que puede ser a menos que encontremos la manera de que nuestros miembros más débiles —los niños, las personas con discapacidad, los ancianos— ocupen un lugar central en nuestra experiencia comunitaria. Si los apartamos o dejamos a un lado, el espíritu de nuestra comunidad se apagará. No experimentaremos la vida plena que Dios tiene prevista para nosotros, llena de color y de algarabía y, sí, también dolor. Es la misma medida que Jesús usó cuando dijo: "Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos" (Mateo 19:14), y cuando dijo que los últimos serían los primeros.
A los demás —nosotros, los "colaboradores"— solo nos resta seguir; espero que así sea.
Traducción de Nora Redaelli.