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CajaLotte Berger Keiderling perdió a su madre en el Holocausto y tuvo trece hijos para “dar a Hitler una patada en el trasero”.
Apenas unos días antes de que mi amiga Lotte Keiderling muriera, en agosto, recibí una tarjeta escrita de su puño y letra. Fue la última de muchas enviadas desde su hogar en una comunidad Bruderhof en el estado de Nueva York hasta esta región desértica del interior de Australia, donde vivo. Habíamos sido amigas desde mis veinte años, cuando ayudaba a cuidar a su hija Sonja que requería asistencia a tiempo completo debido a una discapacidad. Habíamos permanecido en contacto desde entonces y Lotte, con su don para la amistad, a los ochenta y nueve aún mantenía correspondencia con un montón de miembros de su “familia” ampliada, como yo, alrededor del mundo. De hecho, acabábamos de empezar a relacionarnos verdaderamente cuando uno de mis sobrinos se casó con su nieta. Mientras escribo, sostengo en mi brazo libre a su bebita, Ava, la bisnieta de Lotte.
Pero solo entendí por qué Lotte valoraba tanto a su familia, biológica y adoptada, cuando en 2018 hizo un viaje de regreso a Viena. Siempre había descrito la ciudad de su infancia de forma vívida: un lugar maravilloso con alamedas flanqueadas por castaños de Indias donde ella y su padre recogían castañas; músicos de primera categoría y valses de Strauss; y deliciosas Torten. Contaba de sus vacaciones en los Alpes, de los helados a orillas del Danubio y del amor de dos padres devotos suficiente para desbordar el corazón de cualquier niño. Ya adulta, aún podía cantar la canción tradicional que su padre le había enseñado: “Nun ade, du mein lieb’ Heimatland”, es decir, “Adiós, mi amada tierra”.
Por encima de todo, recordaba la misteriosa noria, o Riesenrad, la más grande del mundo, a la que todo niño vienés ansiaba subir. Contaba de las caminatas de la mano de su padre los domingos por la tarde a lo largo del Wiener Prater hasta la Riesenradplatz, donde estaba la noria. Cuando llegaban allí, Lotte solía suplicar a su padre que la dejara subir: “Por favor, Papi, por favor”.
Pero la respuesta siempre era la misma: “Lottchen, cuando tengas la edad suficiente, te llevaré. No todavía”.
Estos preciosos recuerdos conformaban una infancia completa, condensada en unos pocos breves años. Terminó de forma abrupta cuando ella abordó un tren sin sus padres. No retornó hasta ocho décadas después.
A los siete años, luego del Anschluss de 1938, Lotte vio a Hitler chillar desde un balcón engalanado con una esvástica a una multitud que lo adoraba gritando “Heil Hitler!”. No mucho después, unos niños la persiguieron por las calles gritándole: “¡Judía! ¡Judía!”. La panadería de sus padres fue confiscada. Recordaba a su padre cuando se rehusaba a cumplir con las exigencias nocturnas de bandas de nazis errantes para que limpiara el bar al otro lado de la calle.
En junio de 1939, sintiendo que la catástrofe era inminente, Josef y Valerie Berger subieron a su amada hija de siete años al tren salvador conocido como Kindertransport, con una pequeña valija, una manta y sus alimentos favoritos. Iría a un lugar, le dijeron, donde habría caballos (Lotte imaginó los lipizzanos de la Escuela Española de Equitación de Viena). Y le prometieron que pronto se reunirían con ella.
Lotte viajó en el tren con cientos de niños llorosos y, después de un breve contacto con familiares en Londres, fue bienvenida en la comunidad Cotswold del Bruderhof, que se había ofrecido para acoger a cuatro de aquellos niños que huían de la persecución nazi.
Al llegar, Lotte se quedó mirando el lugar: “Todas esas mujeres con pañuelos y vestidos largos. Pensé que había aterrizado en un planeta diferente”. Y, sin embargo, pronto se sintió en casa, en lo que describió como “una atmósfera de amor”.
Aun así, muchas noches, pensando en sus padres, Lotte lloraba hasta quedarse dormida. La amenaza del nazismo nunca estuvo lejana. Recordaba que, tiempo después, veía las conocidas cruces negras de los aviones alemanes que volaban a baja altura sobre su cabeza mientras ella jugaba en las praderas inglesas.
En 1941, cuando se ordenó a las comunidades Bruderhof en Inglaterra que emigraran a América del Sur o que enfrentaran la reclusión, los otros tres niños del Kindertransport que permanecían en la comunidad fueron devueltos a sus familiares. Pero cuando les preguntaron a Josef y a Valerie si Lotte debía abandonar Inglaterra y trasladarse a Paraguay, ellos respondieron de inmediato: “Llévensela tan lejos de Hitler como sea posible”.
Mientras la comunidad se esforzaba en levantar un establecimiento pionero, Lotte disfrutaba de lo que describió como una infancia feliz, en calidad de hija acogida por varias familias. Aun así, anhelaba las caricias de su propia madre. Una vez, la madre de una amiga se dio cuenta de que Lotte estaba triste y la sentó en su falda para consolarla, un momento que Lotte atesoró por el resto de su vida.
Durante el primer año en Paraguay, Lotte recibía con frecuencia cartas de sus padres, que aún estaban en Viena. Luego las cartas cesaron. El tiempo transcurrió y sus padres se transformaron en un recuerdo cada vez más lejano. Pero en julio de 1945 llegó una carta de su padre, con un matasellos de Bergen-Belsen:
Mi muy amada hija,
Seguramente sentirás alegría al recibir una carta de tu Papá. Espero que estés bien, así como yo lo estoy. No he tenido noticias del paradero de tu querida Mutti, puesto que todo el mundo ha tenido que viajar con esta guerra. Espero verte pronto. Quisiera llegar a ti o al tío Adolf. Por favor, responde de inmediato.
Muchos miles de besos de tu Papá.
Muchos saludos a Lene [Schulz, la tutora de Lotte] y a tus compañeros de clase y al Sr. Trümpi [su maestro].
Poco después de que hubiera llegado esta nota, el maestro de Lotte la llevó a dar un paseo y le contó que su madre había muerto. Las noticias habían llegado a través del doctor que había tratado a su padre después de su liberación de Bergen-Belsen. Pesaba solo cuarenta y cinco kilos, dijo el doctor. Lotte lloró amargamente.
Ella y su padre comenzaron a intercambiar correspondencia. En mayo de 1948 él le escribió desde un pequeño pueblo en Baviera:
¡Mi queridísima Lotte!
Recibí tu amorosa carta del 16 de abril y quedé tan contento con ella. Me tranquiliza que me escribas con regularidad. Ojalá pudiera enviarte por correo el reloj pulsera que te prometí.
Como no recuerdas a Harry Raab, te envío una foto de él. Tú y tu querida Mutti también aparecen allí. En aquella época estábamos visitándote en el hogar para niños en Annaberg. Por favor, conserva esta foto; es preciosa. La obtuve de la tía Carla.
¿Aún recuerdas cuando te enseñé a andar en una pequeña bicicleta? Es agradable hacer algo de deporte. También yo ando en mi bicicleta, a veces. ¿Recuerdas cuando fuimos a patinar sobre el hielo? Quizá llegue el día en que podamos hacer esto juntos de nuevo. Hace mucho calor aquí. Siempre que veo a los niños que toman helados pienso en ti, porque sé cuánto te gustaban también.
Ahora, mi niña querida, pronto cumplirás diecisiete y quiero desearte lo mejor para ese día. Que todos tus deseos se cumplan y que siempre tengas salud y felicidad. Que Dios también me conceda la alegría de abrazarte una vez más después de tantos años de separación.
En este día, por favor, piensa en tu Papá que está tan lejos de ti.
El deseo de Josef nunca se cumplió. Finalmente, emigró a los Estados Unidos y se instaló en Niagara Falls, Nueva York. Ambos soñaban con una reunión, pero el viaje desde Paraguay a los Estados Unidos era un obstáculo económico inmenso y, antes de que pudieran hacerlo, él murió.
Mientras tanto, Lotte se había vuelto una adulta y en 1950, a sus diecinueve años, se enamoró. Nunca se cansaba de contar esta historia: “Roland era alemán, pero no le preocupaba ni le importaba que yo fuera judía. Solo me amaba, y yo lo amaba a él. Nos casamos en 1952 y, adivina qué, tuvimos trece hijos. Por eso digo que ´¡Le di a Hitler una patada en el trasero!´”.
El amor de Lotte por Roland y el suyo por ella comenzaron a sanar la herida causada por la pérdida, que la había acompañado durante la infancia. Años después escribiría acerca de la primera tarde después de su luna de miel, cuando se instalaron en su diminuto monoambiente. “Nos sentamos a nuestra mesa y me puse a llorar, porque ahora teníamos nuestro hogar. Desde que, siendo una niña pequeña, había dejado a mis padres, no había tenido un hogar que fuera realmente mío; siempre había estado al cuidado de otras familias. Tener nuestro pequeño hogar significó mucho para mí y lo conservé como un pequeño alhajero, siempre con flores frescas y simplemente hermoso”.
Un bebé siguió al otro. Sonja, la tercera, nació en 1957, saludable, de ojos marrones y robusta, con un peso de cuatro kilos y medio. Aún vivían en Paraguay. Cuando tenía cinco meses, lo que comenzó como una infección de oídos se volvió una meningitis severa. A pesar de que la llevaron a Asunción para ser tratada, Sonja estuvo a punto de morir y sufrió un daño cerebral severo. Nunca pudo hablar, caminar o cuidar de sí misma. Lotte, y luego sus otros hijos junto con ella, se dedicaron a Sonja durante los cuarenta y un años siguientes, hasta su muerte en 1998.
Para esa época, las otras once hijas de Lotte y su hijo habían crecido y muchos estaban formando su propia familia. En la actualidad sus dieciocho nietos y sus seis bisnietos viven en Estados Unidos, Europa y —en el caso de la familia de la bebita Ava— aquí en Australia.
En 1994, Roland y Lotte, establecidos en Nueva York desde hacía tiempo, visitaron el Museo Conmemorativo del Holocausto en Washington, DC, para registrar el nombre de la madre de Lotte, con la esperanza de que eso pudiera ayudar a obtener más información acerca de su encarcelamiento y muerte. Poco después, una carta de la Cruz Roja Americana, entregada personalmente, proporcionó algunos pocos detalles. Valerie Berger había sido deportada de Viena a Litzmannstadt, también conocido como el gueto de Łódź, en Polonia, el 19 de octubre de 1941. Apenas seis meses después, el 7 de mayo de 1942, murió. Lotte agradeció inmensamente saber la fecha de muerte de su madre, pero los hechos desnudos dejaban mucho espacio para la imaginación y, con frecuencia, Lotte se descubría deseando que el momento de aquella muerte hubiera sido natural y digno.
En 2018 Lotte decidió que volvería a visitar Viena. Con ochenta y siete años y viuda —Roland había muerto en 2000— quería ver la ciudad de su infancia. Finalmente, aquella canción tradicional que su padre le había enseñado fue revertida.
A medida que ella y las hijas que la acompañaron en ese viaje caminaban por las calles de su amada ciudad natal, tomaban café con crema y se detenían fuera de la panadería de sus padres y de la casa familiar, Lotte se iba conectando con su Heimatland y su gente. Unos extraños que habían oído su historia le pagaron el viaje en taxi. Otros no le permitieron que pagara una comida ni las fotos de estudio ni los souvenirs. El director de una secundaria local la invitó a hablar a sus estudiantes.
Mientras caminaba por su avenida favorita, flanqueada por castaños de la India, en la Wiener Prater, se produjo un particular momento reparador. Cada castaña en el suelo le traía su infancia perdida. Lotte se regocijó y lloró. Como si, por primera vez, pudiera reflexionar acerca del sufrimiento y el dolor de sus padres, y del propio.
Y, por supuesto, se subió a la Riesenrad. Aquella pregunta que ya tenía ochenta años, “Papi, ¿cuándo?”, finalmente tuvo su respuesta. Una de sus hijas me contó más tarde que fue un momento de asombro puro y sereno. A medida que Lotte ascendía sobre la ciudad que la había amado y traicionado, la gran noria se convirtió en símbolo de un cierre. Una vida cerraba un ciclo completo en una conjunción de paz y completitud. Quizá su padre estaba ahí, sentado junto a ella.
Pero la visita a Viena significó una continuación de la historia de Lotte, no su final. Entre los austríacos que conoció hubo dos mujeres, Uta Lang y Marie-Louise Weißenböck, quienes estaban comprometidas con una tarea de reconciliación referida a las atrocidades cometidas contra los judíos austríacos. Después de que Lotte regresó a casa, ellas se encargaron de que unos investigadores buscaran información acerca de quiénes habían sido Josef y Valerie Berger, y qué les había sucedido.
Un año después del viaje, Lotte se enteró de que sus padres habían sido deportados juntos a Polonia. Esta noticia fue bienvenida. Ella, basada en aquella carta de su padre desde Bergen-Belsen, siempre había pensado que los habían separado desde el inicio, así que se sintió reconfortada al saber que habían pasado juntos los últimos seis meses de su madre.
Luego llegaron más detalles. Según surgió de la investigación, los Berger no habían sido panaderos, como Lotte siempre había creído. Su madre había sido propietaria de una panadería, en tanto su padre se había desempeñado en el ambiente de las finanzas. Otros investigadores rastrearon la dirección de los Berger en el gueto de Łódź y eso les permitió conjeturar cómo había muerto Valerie. Determinaron que había estado entre los miles de habitantes del gueto físicamente inaptos que habían sido arreados a principios de mayo de 1942 para “aliviar la superpoblación”. Todos habían sido gaseados en el interior de unos furgones de exterminio.
Cuando la hija de Lotte, Christine, la llamó para darle esas noticias, Lotte lloró: “¡Mataron a mi amada madre!” Pero incluso con esa nueva pena, dijo a su familia que estaba agradecida por haber sabido, finalmente, la verdad. Así reflexionó:
Aprendí cómo el odio y el egoísmo pueden dominar a una persona como Hitler y arruinar por completo la vida de millones de personas. Aprendí, también, cuán importante es sacar a luz las historias fascinantes que las personas pueden contarnos acerca de hechos sorprendentes que son la base de la misma historia.
En Viena, Uta Lang continuaba trabajando para asegurar que el recuerdo de la familia de Lotte fuera preservado. En las últimas décadas, decenas de miles de Stolpersteine distintivas —las llamadas “piedras escollo” o “piedras de la memoria” hechas en latón, con nombres grabados— han sido instaladas en aceras o en calzadas fuera de los lugares donde vivieron o trabajaron por última vez, de forma voluntaria, judíos y otras víctimas del Holocausto. La idea es metafórica: son obstáculos figurados que invitan al transeúnte a reflexionar y mantener vivo el recuerdo. Se encargó la instalación de una piedra para recordar a la familia de Lotte fuera del hogar donde había transcurrido su infancia. La fecha de la ceremonia de dedicación fue inicialmente establecida para mayo de 2020 y fue pospuesta para el 27 de setiembre del mismo año, debido a la pandemia de COVID-19. Lotte aguardaba ese día con gran expectativa y escribió una declaración:
Deseo expresar mi profundo agradecimiento a mis queridos padres, Josef Berger —mi padre— y Valerie Berger —mi madre— quienes, en los peligrosos días de las persecuciones nazis, no solo contra ellos, sino contra todos los judíos, incluyendo a los niños, tuvieron la valentía de enviarme a mí, su única hija, sola, hacia la seguridad de Inglaterra en junio de 1939.
Sin embargo, un mes antes de la ceremonia, Lotte murió. La familia pintó la Riesenrad en la tapa de su ataúd de pino. Christine asistió a la ceremonia de dedicación de la Stolperstein en lugar de su madre, junto con una docena de familiares y amigos. A pedido de Lotte, los presentes cantaron juntos las palabras de los profetas Isaías y Miqueas musicalizadas con una antigua melodía judía:
En arado conviertan los hombres su espada,
las naciones no aprendan de guerra más nada.
Bajo su vid y su higuera cada quien se sentará
en paz vivirá y nadie lo amedrentará.
“Sentí a Mamá ahí con nosotros”, me dijo Christine. “Ella conoce ahora la paz perfecta y estaba con nosotros cuando cantábamos”.
Traducción de Claudia Amengual