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CajaUn león en Nom Pen
Un trabajador humanitario se hace cargo de la complicidad y el consentimiento en la industria de la ayuda de Camboya.
por J. Daniel Sims
lunes, 27 de enero de 2025
El brillante y denso sol tropical se filtra amarillo a través del lienzo desteñido en las afueras del café Lone Pine, en la ajetreada calle Pasteur de Nom Pen. Tuk tuks, motocicletas y una impactante cantidad de coches deportivos zumban afuera.
El propietario es un hombre viejo, un restaurador premiado del centro de Manhattan que vendió su propiedad en la primera década del siglo. Se mudó aquí para desvanecerse suavemente en un tipo diferente de selva de cemento. El negocio de la gastronomía, sin embargo, estaba en su sangre, y no pudo resistirse a una última aventura. No hay duda de que la decoración no es el atractivo de un envejecido antro Cali-Mex. Los clientes acuden en manada atraídos por los rumores de que allí están las mejores margaritas y los mejores burritos a este lado del Mekong. Se quedan porque los rumores son ciertos, pero también porque el café Lone Pine es justo el tipo de bar de mala muerte escasamente iluminado donde ciertas historias aún pueden ser susurradas en la situación delicada de un estado autoritario.
Esta historia particular comienza de un modo simple. En alguna parte de la misión de Naciones Unidas en la extensa Camboya existe una “trabajadora de protección”. Su responsabilidad principal es supervisar los refugios de “rehabilitación” de Camboya y, en última instancia, decidir si su agencia debe continuar financiándolos y apoyándolos.
Esta historia particular comienza de un modo simple. En alguna parte de la misión de Naciones Unidas en la extensa Camboya existe una “trabajadora de protección”. Su responsabilidad principal es supervisar los refugios de “rehabilitación” de Camboya y, en última instancia, decidir si su agencia debe continuar financiándolos y apoyándolos.
En una visita sobre el terreno, con otros observadores, lo que ella encontró no fue un refugio, sino una prisión. Al entrar, la golpeó el abrumador olor a basura y desechos humanos. La pequeña luz que había en el interior era de un gris lúgubre e inquietante. Solo el calor opresivo del sol ecuatorial efectivamente penetraba las paredes de cemento desprovistas de ventanas. Las habitaciones eran estrechas. Las raciones de alimentos, mínimas y nauseabundas.
La trabajadora de protección observó que había “pacientes” enfermos y malnutridos, un hombre que yacía semiconsciente y sin asistencia (y que después murió) y una mujer que estaba entrando en trabajo de parto sin apoyo médico. Naciones Unidas sostiene una postura retórica acerca de la dignidad de los individuos vulnerables. Puesto que una agencia de la ONU estaba proporcionando apoyo financiero directo al ministerio que supervisaba el refugio, uno podría haber esperado que respondiera enérgicamente a la situación de flagrante negligencia que su funcionaria había presenciado.
Sin embargo, el impacto de esa visita sobre el terreno ―al igual que el de tantas otras― resultó nulo. Se proporcionó al ministerio supervisor una prolija lista de recomendaciones. También se ofreció orientación no vinculante para mejorar la gestión de las instalaciones, y la lista fue diligentemente aceptada, sellada, archivada e ignorada por el ministerio. El financiamiento continuó y no se emitió ninguna condena pública acerca de las condiciones encontradas en el refugio. Nada cambió.
Este lugar es un ejemplo bastante representativo de los refugios gestionados por el gobierno de Camboya. De la miríada de crisis humanitarias y de derechos humanos que recrudecen dentro de las fronteras de Camboya, dichos lugares clasifican entre los peores.
Según el libro de Sebastian Strangio, Cambodia: De Pol Pot a Hun Sen y más allá, estos refugios son ampliamente utilizados como lugares de reclusión para indeseables. Allí, adictos a las drogas y personas en situación de calle son rejuntados “normalmente de un modo apresurado antes de las visitas de los dignatarios extranjeros”. Tal como lo resumió un funcionario de un gobierno municipal, si los líderes mundiales “ven mendigos y niños en la calle, pueden hablar negativamente al y del gobierno”.
A pesar de la existencia de algunas denuncias sobre esos refugios, su verdadera situación no es reconocida ampliamente. Esto representa una característica determinante de la industria de la ayuda que uno podría llamar un “imperativo del compromiso”. Este imperativo es un conjunto tácito de incentivos para priorizar las relaciones entre los “socios” (comités de vigilancia extranjeros, organizaciones internacionales, ONG y cosas por el estilo) y las entidades del “gobierno anfitrión”.
La perspectiva dominante dentro del mundo occidental de la ayuda sostiene que los objetivos humanitarios se persiguen eficazmente con la cooperación de instituciones locales. Este es un supuesto racional de funcionamiento. Sin un nivel profundo de involucramiento con el gobierno anfitrión, la mayoría de los grupos de ayuda no podrían llevar adelante sus programas, diseñados para alcanzar a los más vulnerables.
Pero este imperativo de trabajar dentro del sistema requiere compensaciones morales significativas. Es posible presentar argumentos razonables para establecer dónde el costo del involucramiento pesa más que el beneficio, dónde marcar el límite. Más allá de dicho análisis utilitario, sin embargo, los hábitos formados por el involucramiento repetido con respecto a dichas compensaciones hacen que sean difíciles de notar. Fundamentalmente, una industria que se alinea con el poder del Estado (y el dinero que viene con eso) tiene todos los motivos para no reconocer los efectos negativos de ese alineamiento.
Sin embargo, más allá de la amenaza de “la industria” ―y a pesar de la gran cantidad de personas que trabaja seriamente en ese ámbito―, Camboya está plagada de historias repugnantes acerca de la hipocresía de trabajadores humanitarios.
Hay defensores de los derechos humanos cuyo deber es proteger a los pobres del acaparamiento de tierras, pero que, en lugar de eso, juegan al golf con funcionarios corruptos en tierras robadas. Hay activistas ambientales con grandes vehículos todoterreno en el acceso a su casa y muebles de palisandro dentro del hogar. Hay líderes de ONG que aseguran su confort y su seguridad mientras apoyan élites corruptas y predadoras.
Historias así tienen el potencial de abrir nuestros ojos a la insuficiencia de los sistemas poderosos para abordar las necesidades humanas. Podríamos tomarlas como un humilde recordatorio de la falibilidad y la contradicción de los individuos.
O podríamos desestimar esas historias y a quienes las cuentan, etiquetando como “cínico” aquello que es meramente una cuestión de antecedentes históricos.
O quizá peor, podríamos permitir que la oscuridad de dichas historias instile en nosotros un sentido petulante de ser mejores, más santos, altruistas y puros. Que si “nosotros” estuviéramos a cargo, todo sería muy diferente.
Así que déjenme ser claros: esta historia podría sencillamente tratarse de mí. Y, de hecho, así es.
“Señor, sus fondos están retenidos por instrucción de la Oficina de Control de Activos Extranjeros de Estados Unidos”.
Son palabras que uno jamás querría oír mientras está terminando de hacer una compra frenética en Target con una hija de un año y medio. Y permítaseme asegurar que tampoco son las palabras que la esposa de uno quiere oír mientras se prepara para el mal trago, reforzado por la pandemia, de abordar un vuelo internacional en 2021.
Pero, ¿por qué?
La Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) me recuerda episodios de Narcos, 24 o Los Soprano. Es uno de los muchos organismos del gobierno estadounidense en su lucha contra las drogas, el terrorismo, el crimen organizado y cosas por el estilo. Fundada en 1950, su misión fue en su mayor parte impulsada por la geopolítica de la Guerra Fría hasta la caída de la Unión Soviética. Desde entonces, el agrandamiento de la industria de la ayuda se ha vuelto, al igual que OFAC, una herramienta más para la promoción de los ideales de la democracia liberal y el capitalismo de “juego limpio” en todo el mundo. La libertad, según una definición determinada.
Para los de la OFAC y similares, yo era uno de los chicos buenos. Mi CV resonaba como una balada de amor al idealismo progresista: apoyo a grupos rebeldes prodemocracia y denuncias a abusos en el norte de Myanmar; establecimiento de una “iniciativa social beneficiosa para todos” en la Uganda de la posguerra; e investigación “basada en pruebas” sobre políticas en una prestigiosa universidad estadounidense. Y ahora, a medida que la sombra de China se cernía sobre la región, trabajaba en una ONG impulsando una agenda para alcanzar el estado de Derecho en uno de los países más corruptos y pro-Pekín del planeta.
Si eso no es prueba de buena fe prodemocrática, no sé qué podrá serlo. Por lo tanto, ¿para qué quería el Tío Sam mis insignificantes ahorros? La respuesta a esa pregunta se retrotrae a catorce años, a una pequeña aldea camboyana que vivía una faceta muy diferente de “libertad” y “progreso”.
No mucho cambió para los habitantes de Lor Peang, mientras la guerra civil de Camboya languidecía a finales de los ochenta. Los sóviets se marcharon y las fuerzas de paz de la ONU llegaron para marcar el inicio de una nueva era. Los aldeanos veían cómo arribaban los vehículos todoterreno y escuchaban la prédica democrática de los extranjeros. Hubo elecciones y, a pesar del riesgo, emitieron su voto valerosamente. Cuando el partido alineado con la antigua monarquía fue proclamado vencedor, pareció haber una promesa de estabilidad. Pero pronto fue claro que el Partido Popular de Camboya Hun Sen no aceptaría el resultado.
No mucho cambió para los habitantes de Lor Peang en 1996, cuando una parte significativa de la aldea fue reclasificada como Zona Económica Especial de la Comuna de Ta Ches (ZEE). En teoría, las ZEE facilitan el crecimiento económico rápido a través de incentivos fiscales para atraer la inversión extranjera y promover el avance tecnológico. En Camboya, históricamente han sido vehículos de especulación y apropiación de tierras por parte de miembros de la élite gobernante. Hoy, son usados cada vez más como refugio para el crimen organizado, la explotación humana y una evidente anarquía controlada por las élites. Pero, aun así, durante un tiempo no mucho cambió en Lor Peang.
El 9 de noviembre de 2007, las máquinas excavadoras entraron en esa pequeña aldea a poco más de sesenta kilómetros al norte de Nom Pen. Gracias a cierta magia burocrática y a acuerdos probablemente encubiertos con las autoridades provinciales, KDC International (una empresa propiedad de la esposa del jefe de gabinete) adquirió los derechos sobre esa ZEE e inició un “compromiso económico productivo”. Ese compromiso comenzó y terminó con la demolición de varias casas de la aldea y la construcción de una cerca en todo el perímetro. Mientras tanto, los nuevos dueños se sentaron a esperar que los precios de los inmuebles aumentaran.
Ese mismo año, esa pareja del poder comenzó a construir otro proyecto de inversión: mi futuro hogar.
Corría 2020. Estábamos mudándonos a Camboya en pleno invierno durante la pandemia de COVID, con un recién nacido. Buscar un apartamento con un bebé es algo diferente. El poco dinero que uno puede ahorrar con un apartamento sin ascensor ya no es algo que valga la pena. Pero sí vale la pena cada centímetro cuadrado que uno puede pagar. Uno comienza a pensar acerca de cosas tales como la seguridad, la integridad arquitectónica y las horas del día durante las que hay sombra en la piscina. Y, por supuesto, las cuestiones normales: cercanía al trabajo, características de la zona y si los vecinos son juiciosos.
En Camboya, para tenerlo todo ―la cercanía, el ambiente, el espacio, la comunidad con personas que piensan parecido, el vecindario divertido, un lugar de ensueño para cualquier familia yuppie―, el complejo de apartamentos Romdoul Bopha era perfecto. Todo por un precio menor al de un apartamento ruinoso en los suburbios de DC (pero exponencialmente más que el precio promedio en Nom Pen).
Romdoul no era de ninguna manera el edificio más lujoso del vecindario ni sus ocupantes eran los más ricos. Esas distinciones pertenecían a los hijos de los altos funcionarios del gobierno y sus villas inmensas y arboladas, junto con su interminable torrente de coches Ferrari, McLaren, Bentley y Rolls-Royce. Así que nuestro hogar no destacaba como algo ostentoso, aunque atraía a una cierta clientela: diplomáticos, exitosos “consultores” y “asesores” europeos, directores de ONG estadounidenses prominentes e incluso, por un lapso, el funcionario de alto rango de la ONU en Camboya.
Esas personas encajaban perfectamente en nuestra franja demográfica. Muchas tenían hijos pequeños. Algunas estaban viviendo su primera estadía fuera de su país; tenían bastante experiencia en la materia. La mayoría, si no todas, veía a Nom Pen como era: problemática en muchos aspectos, pero de ninguna manera un destino difícil desde el punto de vista más amplio de la industria. Strangio describe la vida del expatriado en Nom Pen como “una nebulosa sibarita de entretenimiento barato, recorriendo la gama desde un bar de sándwiches y clases de yoga hasta cafés de moda, iniciativas sociales y happy hours de tragos. El alquiler y el servicio doméstico no son caros, la conexión a internet es rápida y casi todos los lujos vienen del exterior… Pasar un tiempo en Camboya es generalmente una etapa cómoda hacia cualquier otra parte, y todo el mundo quiere partir con una estrella dorada en su CV”.
Y todo eso constituyó nuestro paso por el Reino de las Maravillas. Hasta que se terminó. Unos meses más tarde nos habíamos acostumbrado a nuestro ritmo. Habíamos hecho amigos, le habíamos encontrado la vuelta a mi trabajo y al de mi esposa y elegido nuestro café “de moda” favorito. En primavera tomamos las vacaciones anuales para volver a nuestro país, y fue entonces cuando sucedió.
Una mañana fresca, estaba corriendo por un sendero en la nada tropical zona de la cordillera frontal en Colorado. Al doblar en una curva que se abría a un amplio panorama, de pronto caí en la cuenta: ¡no habíamos pagado el alquiler! Una de las muchas rarezas de nuestra vida camboyana era que los arrendadores querían que pagáramos el alquiler en efectivo. Eso no era posible en ese momento, puesto que no regresaríamos hasta algunas semanas más tarde. Tomé mi teléfono y le envié un mensaje a la administradora de la propiedad para preguntarle qué debía hacer. Dijo que no había problema en esperar, pero insistí. Queríamos pagar sin demora. Al final, envió instrucciones para hacer una transferencia. La hice al volver a casa y olvidé el asunto hasta que recibí un llamado de mi banco referido a la Oficina de Control de Activos Extranjeros. Aparentemente, una transferencia sospechosa me había puesto en el radar de la agencia.
Presenté un recurso a través de mi banco y di fe del propósito de la transferencia y de mi ausencia de conocimiento de la situación. Enfaticé ―con credibilidad extra― lo que exactamente estaba haciendo en Camboya. Soy uno de los chicos buenos. Definitivamente, no tiene sentido retener mi dinero. ¡Esos fondos son los que me ayudan a hacer cosas buenas!
Y, según parece, funcionó. De hecho, no sé qué pasó. Nadie jamás me confirmó si mi transacción violaba algún tipo de estatuto. En cualquier caso, al cabo de unas semanas, nuestros fondos fueron liberados. Regresamos a Camboya y retomamos el pago de nuestro ―potencialmente ilícito― alquiler en efectivo. Siempre en efectivo.
Pero también disparó mi curiosidad acerca del motivo por el cual los propietarios de mi apartamento, un matrimonio, estaban aparentemente en una lista negra. Sabía que el esposo era el ministro de Minería y Energía. Esa posición, sin duda, no había propiciado una rebaja en nuestra factura de electricidad y jamás le había prestado mucha atención al asunto.
Lo que descubrí después de investigar un poco me impactó.
La esposa era la directora de KDC International, la empresa perpetradora de la apropiación de tierras de Lor Peang. Esa era una de las apropiaciones más célebres en un país donde cientos de miles eran despojados de sus propiedades y una pequeña élite amasaba una fortuna a través del robo aprobado por el Estado. Sin embargo, Lor Peang no era ni la más grande ni la más violenta, ni siquiera la más ligada a los abusos del poder gubernamental. En lugar de eso, era famosa porque las personas desplazadas tuvieron el valor de resistir. Unas protestas pacíficas habían atraído un poco de atención entre grupos de derechos humanos (la mayoría, locales). A algunos de los aldeanos desplazados se les ofreció una suma ridícula, en tanto muchos más fueron encarcelados por su disposición a hablar.
Algunos informes sugerían que la esposa también había estado involucrada en el tráfico de huérfanos, que implicaba la venta de niños a agencias de adopción para ser entregados a padres ricos en Estados Unidos y en otros lugares. El esposo estaba considerado como uno de los ministros más nepotistas y corruptos en uno de los gobiernos más corruptos del mundo, y su ministerio estaba lleno de miembros de su familia y aliados. Por mucho tiempo había estado bajo sospecha de haber cedido la mejor parte del laberinto camboyano de concesiones de explotación de los recursos naturales a inversores extranjeros directos. Por ejemplo, en 2009, una empresa minera australiana pagó cientos de miles de dólares a varios miembros de su familia que vivían en Estados Unidos a cambio de derechos de explotación minera. Más Adelante, esa empresa fue condenada en Estados Unidos por cometer delitos.
Según un defensor de los derechos humanos camboyanos con experiencia en la materia, el propietario de mi apartamento está ―en medio de una fuerte competencia― “sin duda entre los tres peores chicos malos de Camboya”.
Mi pequeña gestión no logró descubrir la razón para el bloqueo de la transferencia, pero me incomodó profundamente. Sentía que algo debía cambiar y no estaba seguro acerca de qué significaría eso para el futuro de mi familia. Pensé en sondear informalmente a mis compañeros romdoulianos.
“¿Conoces a los propietarios?”
“¿Qué tal son?”
“¿Cómo son de verdad?”
La mayoría de los residentes del Romdoul Bopha sabía que él era un ministro y que “probablemente ambos eran corruptos”. Pero allí terminó todo.
Un diplomático australiano dijo: “Ofrecen un buen servicio y un hogar seguro para mis hijos; y arreglan el baño cuando se obstruye. Es todo lo que sé”.
A medida que empecé a compartir lo que sabía e indagué un poco más, las respuestas que obtuve me confundieron. Sin embargo, también sentía que tenían algo extrañamente familiar y, de algún modo, tranquilizador.
“A veces, poner dinero en el bolsillo de personas como esas es un mal necesario. Es el costo de intentar hacer el bien”, dijo un asesor de una ONG.
Aceptar ambigüedades morales como “el costo de intentar hacer el bien” es una premisa fundamental del sector y guarda relación con el imperativo del compromiso. Y, por supuesto, hay una sabiduría en la aceptación de la propia incapacidad para alcanzar algún tipo de pureza moral abstracta. Sin embargo, ese “mal necesario” particular es uno bastante malo. Sus raíces se remontan a los primeros días de acción de la ONU para mantener la paz en Camboya, cuando los funcionarios del partido gobernante comenzaron a apropiarse de la tierra y a arrendarla por altos sobreprecios a los trabajadores humanitarios y a los diplomáticos. Una de las modalidades clave del régimen para mantener el poder hasta el presente es el control sobre los ingresos. Y una de las fuentes clave de ingresos (entonces y ahora) es el alquiler que pagan los trabajadores humanitarios expatriados.
¿Existe un modo mejor?, me pregunté. Estos son explotadores y nosotros estamos incentivando su comportamiento de explotación a través de un pago mensual.
“Así es como funciona el mercado. Debemos vivir en algún lado, ¿no? Si viviéramos en una casa de personas no corruptas, estaríamos en los barrios pobres de las afueras de la ciudad, donde nadie lucha por la tierra”, reflexionó un economista alemán.
Es cierto que la amplia mayoría de los servicios públicos en Camboya colapsaría si la comunidad internacional se retirara. Si las ONG de pronto se rehusaran a comprometerse con el régimen o dejaran de pagarle a su personal la cantidad suficiente para tener alojamiento seguro y protegido, muchos trabajadores humanitarios se marcharían y los camboyanos sufrirían. Muchos morirían. He ahí una paradoja inherente de la dependencia en la ayuda y una nota de advertencia para aquellos que buscan soluciones simples.
“Supongo que, si eso no te cae bien, podrías mudarte de allí, pero ¿realmente quieres hacerle eso a tu familia?, sugirió un consultor.
Por supuesto que no quería hacerlo. Y, de hecho, no lo hice. Continué siendo el fiel hacedor de buenas obras que pagaba a un ladrón abusivo a cambio del derecho a vivir en su propiedad mientras recaudaba un generoso salario por mis esfuerzos para ayudar a las víctimas de sus delitos.
Me dediqué a fondo a mi trabajo con una importante ONG cuyo propósito en esa región es combatir el flagelo del trabajo forzado. Trabajábamos con las autoridades camboyanas para rescatar víctimas de tráfico, iniciábamos causas legales contra traficantes y dueños de esclavos y entrenábamos a las fuerzas policiales para identificar casos de abuso laboral violento. Es una tarea en la que creo profundamente y para eso había ido a Camboya.
El trabajo forzado está generalizado en Camboya. Una historia repetida es la de los hombres que son engañados para viajar a trabajar en la gigantesca industria pesquera tailandesa. Una vez ahí, donde no hablan el idioma ni tienen ningún tipo de protección relevante de la ley, se encuentran entre las personas más vulnerables del mundo.
Esta explotación está amparada por un sistema legal que ha tenido una dificultad notoria para establecer la responsabilidad de los perpetradores (especialmente de los poderosos, como los propietarios de mi apartamento). El trabajo forzado también surge de las oportunidades económicas limitadas y de la elevada tasa de falta de tierras entre las personas pobres del medio rural.
La falta de tierras se ve agravada por el sector de las microfinanzas; otra industria de las buenas obras que hace daño cuando los prestamistas negocian préstamos a intereses usurarios en tanto retienen escrituras y títulos a modo de garantía. La mayoría de los préstamos va a granjeros que no tienen medios fidedignos para honrar sus deudas, que son pequeñas y, aun así, amenazantes para su existencia. Pierden sus tierras en manos de los bancos o de prestamistas secundarios y, con ellas, su único activo o sustento, en lo que un estudio reciente denominó un eficiente “sistema de transferencia de riqueza de pobres a ricos”. Algunos antiguos granjeros que se han quedado sin tierras deben tomar riesgos más grandes para llegar a fin de mes. Muchos buscan en el exterior. Y el ciclo continúa.
La falta de tierras también se multiplica, naturalmente, a partir de la apropiación de tierras.
Y así termina la historia de Lor Peang, esa aldea que alguna vez fue tranquila, situada a un poco más de sesenta kilómetros al norte de mis adoradas margaritas y mi recinto seguro con la piscina que tiene sombra durante toda la tarde. Expulsados de sus tierras (por el propietario de mi apartamento) y con sus líderes encarcelados (por el mismo sistema legal cuya reforma era la causa de mi presencia allí), sus opciones eran limitadas. Una encuesta de seguimiento hecha varios años después de la apropiación de las tierras confirmó que más del noventa por ciento de los hombres de Lor Peang en edad de trabajar habían sido traficados hacia la industria pesquera tailandesa.
La ironía de aquello me dejó sin aliento. Yo estaba ahí para combatir la trata de trabajadores y estaba permitiendo que sucediera a cambio de USD 1300 al mes más servicios. Comencé a confrontar la realidad de la que era cómplice también de otros modos más insidiosos, apuntalando un sistema violento con mi participación en los ciclos simbióticos de ayuda monetaria y capitalismo global. Y me preocupé ante la diferencia entre mi responsabilidad profesional ―que comenzaba y terminaba con mis términos de referencia y mi contrato por tres años― y mi responsabilidad moral, que parecía exigir algo más.
En tanto los trabajadores humanitarios occidentales con frecuencia luchaban y fracasaban cuando eran confrontados con esas paradojas morales, los aliados locales parecían mucho más lúcidos con respecto a esos asuntos. “Si no haces nada, aún serás una víctima. Es solo que aún no ha llegado tu turno”. Esas palabras de uno de los más famosos activistas por los derechos humanos en Camboya resumen la visión del mundo de aquellos cuya vida, historia y sangre están ligadas a ese lugar. Dicha lucidez tiene un alto costo. Kem Ley fue asesinado por el Partido gobernante poco después de pronunciar esa declaración desafiante contra la complicidad silenciosa.
Incluso ante la parálisis de Occidente, otros camboyanos fueron ocupando valientemente el lugar de Kem Ley. De hecho, mientras me encontraba junto a la piscina y mi retorcía las manos, otro activista estaba languideciendo en prisión solo por haber hecho imprimir en una camiseta la frase que aparece más arriba.
En lo que a mí respecta, con compromisos opuestos y sin un juicio claro acerca de cómo proceder, no hice nada, y las conversaciones con mis vecinos finalmente fueron pasando a un segundo plano. Todos manifestaban algún tipo de preocupación, pero ninguno creía que pudiera desafiar el statu quo. Comencé a preguntarme si, quizá, todos éramos apenas humanos débiles y agotados, que simplemente carecían de la capacidad de lucha requerida para, en definitiva, “confrontar el sistema”.
Una vez más, resultó que estaba equivocado.
Esta es la parte en la que mi historia pasa de lo meramente complejo y deprimente a algo completamente raro.
No mucho después de que nuestras conversaciones acerca de los abusos a los derechos humanos del propietario del complejo se desvanecieron, un león se mudó a la casa de al lado.
Una mañana de junio de 2021, mi Twitter estalló con un video que parecía mostrar un león caminando de un lado a otro en una lujosa villa. Extraño, sí. Pero incluso más extraño fue reconocer la villa que estaba junto a nuestro complejo. Resultaba claro que el video había sido filmado desde un balcón del Romdoul Bopha.
Durante todo el día, el Romdoul Bopha Mafia (el grupo de WhatsApp de nuestro edificio) ardió con cotilleo e incredulidad acerca de esa nueva incorporación al vecindario. Esa tarde, pasé caminando por la villa y lo vi con mis ojos. Observando por encima de una pequeña cerca en el segundo piso había un león muy grande. Estacionado afuera estaba el coche más reconocible del país.
En un vecindario repleto de coches deportivos ostentosos, ese destaca. El Lamborghini Aventador SVJ se halla en una categoría muy reducida de supercoches hiperexclusivos y tiene un precio de catálogo que parte de un monto superior a los USD 500 000. Solo se han fabricado novecientas unidades. Un coche así ayudaría a cualquiera a destacarse en un círculo de nuevos ricos, hijos aburridos de la élite cleptocrática. Sin embargo, como si esa exclusividad no fuera suficiente, el coche estaba recubierto por un llamativo acabado metálico perlado.
Casi cualquier camboyano podría identificar al “presunto” dueño, un playboy perteneciente a la familia del primer ministro, aunque las palabras no podían decirse en voz alta. Más allá de su inclinación documentada hacia la violencia, el narcotráfico y las estafas, era un conocido aficionado a la fauna salvaje y a los coches. Resultó que un miembro de la familia real también estaba en el registro de la villa. La evidencia circunstancial era abrumadora. Era probable que se tratara de su león.
Debido a cómo iban marchando las conversaciones con mis vecinos acerca de los propietarios, esperé una respuesta muda.
No fue así.
Los mensajes comenzaron a llover en el chat de WhatsApp. “¡Pobre animal! ¡Merece estar en la naturaleza!”. “¡Cuánta impunidad descarada que suceda esto!”. “¿Y si mata a su dueño? ¿Entonces qué?”. “¿Y si escapa? ¡Esto no es seguro para nuestros niños!”.
Al cabo de un día, alguien de nuestro edificio se había puesto en contacto con un amigo en la ONG de rescate de vida silvestre e hizo gestiones para lograr una acción rápida y efectiva. Al final del día siguiente, el león ya no estaba y los periódicos que eran propiedad del Estado informaron de que, al dueño, “un hombre chino”, se le ordenó que pagara una multa de USD 30 000. Éxito.
Pero la historia no acabó ahí. Dos días más tarde, el primer ministro hizo un anuncio formal y declaró que el león no estaba comiendo porque “extrañaba a su dueño”. Había tomado la comprensiva decisión de regresárselo al “hombre chino” con la condición de que fuera mantenido en una “jaula adecuada”. En un gesto magnánimo, la multa de USD 30 000 fue, por supuesto, reembolsada.
Los medios de comunicación globales levantaron la historia, la mayoría de ellos repitiendo los temas de discusión del gobierno acerca del supuesto dueño del león, sin mencionar a quién pertenecía la villa donde el animal había aparecido ni el coche estacionado en el frente de la casa. Como era de esperar, mostraban al primer ministro con una benevolencia algo patética.
Esta historia ―un ejemplo concreto de corrupción, nepotismo y de un sistema legal roto que sirve para oprimir y explotar a millones en tanto aquellos que están en la cima hacen lo que quieren― fue apenas un meme. (A decir verdad, un meme bastante bueno).
La indignación cundió en Romdoul Bopha. Nadie construyó una jaula, por supuesto, y unas semanas después el león escapó. El primer ministro volvió a opinar sobre el asunto y declaró que si el león volvía a escapar sería incautado para siempre. Unas semanas después volvió a escapar. Nada sucedió y esa vez el primer ministro no hizo comentarios.
Sin embargo, los romdoulianos enfurecieron. Eso continuó así por casi tres meses y todo indicaba que habíamos perdido.
Entonces, un día, el león desapareció y jamás volvió. Así como así, todo acabó. Aunque quizá hubo otros factores, nuestra gestión aparentemente había tenido algún tipo de impacto material y duradero. Ese grupo de humildes tecnócratas había actuado por fuera del ámbito de su competencia, se había enfrentado a la persona más poderosa del país y, de un modo silencioso y limitado, había triunfado. El vecindario era más seguro gracias a nosotros. El vecindario en el que vivíamos y que nos incumbía.
Y allí estábamos, extasiados ante la victoriosa expulsión del león del jardín de nuestro vecindario mientras el propietario del complejo utilizaba los cheques con los que le pagábamos el alquiler para forzar el desplazamiento de algunos aldeanos a una distancia de poco más de sesenta kilómetros al norte.
No hay astillas allí. En esa ciudad todo el mundo tiene una viga en el ojo propio.
Para entonces, cada vez más insatisfecho con mi complicidad inerte en problemas más graves que un león, deseaba hacer algo más. No significaba mucho, pero comencé por participar en la elaboración de una declaración ―en la que figura mi nombre― con algunos líderes locales de otras ONG para encender la alarma sobre una nueva ola de trata de personas.
En síntesis, durante el impacto económico de la pandemia, decenas de miles de extranjeros fueron atraídos a Camboya a través de anuncios fraudulentos de reclutamiento que aparecían en las redes sociales, y luego retenidos contra su voluntad en instalaciones militarizadas. Y esas instalaciones no estaban escondidas en la selva. De hecho, estaban a plena vista, situadas en casinos, hoteles y complejos de viviendas reconvertidos en el centro de las ciudades más grandes de Camboya. Los archivos públicos mostraban claramente que dichas instalaciones eran propiedad de poderosos miembros del partido gobernante: senadores, ministros, asesores del primer ministro y, sí, el hombre del león. Uno de los más infames de ellos funcionaba con impunidad desde el otro lado de la calle donde se encontraba la casa de verano del primer ministro.
Unas sofisticadas redes criminales protegidas por la élite gobernante estaban forzando a los trabajadores encarcelados a perpetrar ciberestafas contra personas ricas ingenuas en todo el mundo. Cada trabajador en esas instalaciones generaba ingresos por cientos de dólares al día, y eso pronto se convirtió en un fraude por USD 12 000 millones al año, con toda seguridad la mayor industria en Camboya.
La situación frente a los activistas que trabajaban contra esa industria del crimen organizada por el Estado se estaba volviendo hostil. Una vigilancia y una intimidación activas contra los pocos grupos comprometidos con el asunto estaban aumentando rápidamente.
Los “socios” internacionales conocían la situación, pero ninguna de las otras grandes ONG extranjeras había estado dispuesta a firmar la declaración conjunta, debido a una voluntad predominante de no hacer olas. A pesar de la evidencia, la posición del gobierno camboyano fue una negación rotunda de la existencia de la industria delictiva, una posición que no fue discutida. El imperativo del compromiso continuó prevaleciendo.
Me sentí obligado a salirme de esos límites no dichos, pero claros y me sentí orgulloso de constatar que mi organización me apoyaba mientras yo firmaba sobre la línea punteada. Esperaba, quizá de un modo idealista, que pudiéramos usar nuestro importante megáfono y mi todopoderoso pasaporte estadounidense para realmente estar del lado de los vulnerables.
Pero incluso este tipo de postura no va más lejos. Me impactó cómo uno de mis amigos jemeres, uno de los últimos periodistas independientes del país, se dio cuenta: “Jake, agradecemos el gesto de solidaridad, pero finalmente no es más que eso, un gesto. Al final del día, cuando vengan por ti, simplemente te irás. Luego seguirás con tu vida y nosotros nos quedaremos”.
No me estaba condenando. Estaba diciendo que yo había hecho lo correcto y quizá algo inusual para alguien en mi situación. “Gestos” así de abstractos, sin embargo, rara vez significaban solidaridad auténtica.
La ironía de aquello me dejó sin aliento. Yo estaba ahí para combatir la trata de trabajadores y estaba permitiendo que sucediera a cambio de USD 1300 al mes más servicios.
A pesar de todo, el gesto sí tuvo algunos efectos a corto plazo. Logró el resultado buscado de elevar el perfil de la situación y aliviar algo de la grave represión contra aquellos que trabajaban en nombre de las víctimas. También atrajo un gran interés de los medios internacionales, incluyendo Al Jazeera, que abordó el ángulo de la corrupción y lo exploró en profundidad en un documental. Sin embargo, a medida que se acercaba su lanzamiento, varias de sus fuentes más importantes ―personas que se habían vuelto amigas mías― comenzaron a recibir amenazas de muerte y debieron salir del país rápidamente. Poco después, me aconsejaron que también me fuera, solo por unos pocos días, hasta que las cosas se aquietaran.
Dejamos leche en el refrigerador y a nuestros gatos con un amigo. Después de todo, se trataba de unos días. Una vez en el exterior, solo podía pensar en el equipo y en los compañeros que había dejado atrás, esas personas valientes que aún estaban bajo vigilancia e intimidación constantes. Yo había hecho campaña por esa lucha y anhelaba regresar a ella. Parecía que había llegado el momento de abandonar los meros gestos de solidaridad y asumir por primera vez algo parecido a un riesgo real en nombre de aquellos que había aprendido a amar. ¿No les debía al menos eso? ¿No era esa mi oportunidad, finalmente, para de verdad hacer la diferencia? ¿No era ese mi verdadero imperativo del compromiso?
Por el otro lado, ¿a quién estaba engañando? Era y soy un profesional occidental del desarrollo y solo restaban algunos meses para cumplir mi contrato. ¿Debía realmente arriesgar mi vida y mi libertad por eso?
Las cosas jamás se asentaron y, en su momento, la predicción de mi amigo se confirmó.
Cuando “fueron” por mí, no resultó tan dramático como parece. Solo amenazas y susurros suaves y eficaces. Con toda probabilidad, puras bravatas. Pero, ¿quién puede asegurarlo? Y, no, la verdad es que “simplemente no me fui”, así nomás. Al final, mis empleadores consideraron que “no podían estar absolutamente confiados en que el regreso de Jacob a Camboya fuera seguro”, una manera amable de evitarme la decisión final.
Finalmente, todo eso es irrelevante y el resultado es el mismo. Cuando fueron por mí, me fui y ellos se quedaron.
Así que aquí estoy, escribiendo en un café de moda, de la tercera ola, en Bangkok, lejos del polvo y la grasa de mis amados burritos de Lone Pine, más lejos aún de las personas por cuyo bienestar yo había cruzado el mundo.
De la noche a la mañana y sin ningún mérito ni esfuerzo verdaderos, pasé de ser “líder del programa de expatriados” a “asesor experto”. Ahora soy el tipo de persona a la que citan en The Economist o VICE World News o The New York Times, porque aporto experiencia de campo cruda a un artículo periodístico internacional mediano. Soy el que escribe los artículos de opinión, hace los podcasts y se vale de su “conocimiento del contexto” y su “experiencia en el tema” para integrar paneles y talleres en hoteles elegantes. A pesar de los recelos y las indiscreciones, aún tengo un lugar en esta industria de la ayuda. Mi resistencia al sistema está simplemente integrada en su perpetuación, y en la mía.
Sin embargo, a medida que mi estadía en Camboya se volvía más peligrosa, la realidad en el terreno no era del todo terrible. Unos pocos valientes camboyanos defensores de los derechos humanos lograron una cobertura temporal mientras yo aguantaba la presión. Mi amigo, el ingenioso periodista local, fue justamente honrado con algunos reconocimientos prestigiosos que, ruego por eso, vuelvan más difícil que su gobierno “vaya por él”. Algunas víctimas del trabajo forzado están libres en la actualidad gracias a mi valiente equipo local y a nuestros socios. Juntos, aumentamos sustancialmente el costo de hacer un muy mal negocio y estamos a la vanguardia de una respuesta global. Algunos explotadores quizá sean ahora menos descarados con sus abusos.
Mi miedo, sin embargo, es que también esto se derrita rápidamente bajo el espeso y brumoso sol camboyano a medida que un nuevo plantel de profesionales llegue con sus propios imperativos del compromiso, viendo solo lo que deseen ver. Ver realmente un lugar es un esfuerzo que toma una vida, y en mi mundo hay pocos deseosos de ofrecerla.
En lo que a mí respecta, sentado aquí, seguro, ascendiendo socialmente y de algún modo desilusionado, me siento humillado por enésima vez por la distancia entre mis ideales y mis acciones.
Aún visto ropas baratas probablemente confeccionadas en talleres de explotación laboral por los mismos esclavos por cuya protección crucé el mundo. Aún, con frecuencia, le presto más atención a mi condenado teléfono con su batería de cobalto extraído de una mina por niños trabajadores en el Congo que a mi propia preciosa y deliciosamente balbuceante hijita. Aún valoro con felicidad la seguridad de mi propiedad privada en Estados Unidos, el cheque de mi salario, mis (ahora descongeladas) cuentas bancarias que prometen una vida de comodidad inmerecida en medio de un mundo que sufre.
Mis ojos están abiertos. Veo esas cosas y las sé. Aún estoy buscando cómo volverme algo diferente.
Me pregunto qué podría significar “volverme algo diferente” para alguien como yo, que teme tambalearse a ciegas a través de una vida incoherente. Pienso de nuevo acerca de mi amigo que dice: “Cuando vengan por ti, podrás irte, pero nosotros nos quedaremos”.
Pienso en Kem Ley, que fue asesinado a tiros, y en aquellos que continúan sufriendo por su decisión de no permanecer en silencio ante la grave opresión.
Pienso en otro hombre que una vez dijo “Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9:24) y en cómo la clave para comprender la paradoja es el amor.
El amor no puede existir en abstracciones filosóficas ni en acuerdos contractuales. No puede existir en instituciones poderosas ni en otras macroformas de organización social. En lugar de eso, el amor es personal y particular. El amor luce como longevidad, compromiso y la voluntad de sacrificar nuestros deseos por el bien del otro.
Este acto radical puede costarnos nuestra comodidad, nuestra seguridad, incluso nuestra vida. Sin embargo, una vez que empezamos a abrir los ojos en el amor, no podemos evitar reconocer que la libertad de ver supera ampliamente cualquier alternativa.
Traducción de Claudia Amengual