Todos estaban asombrados por los muchos prodigios y señales que realizaban los apóstoles. Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. (He 2:43-44)
Ninguna persona ni grupo pudo haber constituido la primera iglesia. Ninguna oratoria pomposa, ningún entusiasmo en llamas pudo haber avivado para Cristo a los miles que fueron conmovidos en su época, ni propiciado la vida unida de la iglesia primitiva. El Espíritu no descendió sobre los oradores, como se podría pensar, de un modo tal que les permitiera predicar un sermón o dar un discurso a una muchedumbre ignorante. En lugar de eso, las ardientes lenguas del Espíritu avanzaron hasta el corazón de los oyentes e inflamaron a la muchedumbre en una experiencia común del mismo Espíritu y del mismo Cristo.
El misterio más profundo de la iglesia primitiva radica en la presencia del mismísimo Cristo resucitado, quien mora en el corazón de cada persona y revela el poder de su presencia en medio de su iglesia. La tumba abierta prueba que Dios gobierna, pues en el primer Pentecostés, a partir de aquel que había muerto y resucitado, la vida del Espíritu irrumpió como la venida del reino. El Crucificado había resucitado, esa fue la proclamación en Pentecostés. Dios lo había levantado de los muertos y lo había hecho el Mesías y rey del reino venidero. La iglesia primitiva quedó inmersa en la fuerza de esa proclamación.
Cuando los asesinos de Jesús comparecieron ante el Espíritu del Cristo vivo fueron confrontados con la verdad absoluta. Su primera respuesta surgió desde lo profundo de su corazón: “¿Qué debemos hacer?”. Como resultado, ocurrió una transformación completa del ser más profundo de las personas, una reestructuración de su vida, todo lo cual constituyó el verdadero cambio de corazón y conducta que Juan el Bautista había proclamado. Él lo había considerado el primer requisito para la gran revolución que estaba por llegar, la inversión de todas las cosas. El renacimiento personal no podía ser aislado de esa transformación total en Cristo.
Por esta razón, lo que Jesús enseñó en el sermón del monte fue realmente cumplido en la iglesia primitiva, como en efecto fueron todas sus palabras. Hermandad en su Palabra significaba el poder de crear vida y de moldear vida. Significaba la hermandad de estar verdaderamente unidos en la oración y en la partición del pan, de volverse una comunidad genuina, abrazando la vida completa. Cristo vino a reunir a su pueblo y, de ese modo, cuando el Espíritu descendió, “Todos aquellos que accedieron a esa fe permanecieron unidos y tenían todo en común, y vendieron sus posesiones y bienes y las distribuyeron entre todos, según su necesidad”. Después de esta experiencia común del Espíritu, que surgió desde dentro, no pudo haber cuestionamiento de reglas ni reglamentos; la simple verdad era que la iglesia primitiva era un corazón y un alma.
Gebhard Fugel Los apóstoles se dirigen a la muchadumbre en Pentecostés (Dominio público)
¿Qué experimentaron los primeros creyentes? Experimentaron el reino de Dios, la revolución de todas las cosas y la revalorización de todos los valores. Experimentaron el cambio completo de todas las condiciones y todas las posibilidades, la conmutación de todas las relaciones de negocios, Estado, sociedad y en todas partes. Una nueva escala de valores entró en vigor, bastante diferente de cualquier otro valor que hubiera existido hasta el momento. Dios se volvió el valor más importante; él mismo reinó y se reveló. Cristo reemplazó las otras soberanías; barrió con el poder de la mentira, la impureza y el asesinato, y en su lugar se estableció la paz de Dios. Esta fue la expectativa y la experiencia de la iglesia primitiva original.
En la presencia resucitada de Jesús, el reino invisible de Dios se ha vuelto una realidad visible. La palabra ha tomado forma, el amor se ha vuelto real. Jesús mostró lo que el amor significaba. Su palabra y su vida demostraron que el amor no conoce límites. El amor no se detiene ante ninguna barrera. Jamás puede ser silenciado, sin importar qué circunstancias hicieron que su práctica pareciera imposible. Nada es imposible para la fe que surge del fuego del amor. Por esta razón, el llamamiento de Jesús no se detiene ante la propiedad.
Cuando el Espíritu fue dado por el Resucitado, dio vuelta todo y le prendió fuego. Luego, los discípulos fueron capaces de volverse una comunidad de vida compartida, y solo entonces su amor se desbordó. Todos estaban en llamas con el mismo amor ardiente, que los unió irresistiblemente para siempre. El amor se había vuelto en ellos un “deber sagrado”. Del mismo modo que Jesús siempre había deseado reunir a sus amigos y alumnos más próximos, a quienes llamamos discípulos, así el Espíritu acercó radicalmente entre sí a los primeros cristianos. Juntos se sentían obligados a vivir la vida de Jesús, y juntos, en total comunidad, experimentaron los poderes del Futuro.
La primavera pentecostal de la iglesia de los primeros cristianos contrasta profundamente con la rigidez gélida de nuestro cristianismo actual. ¿Qué hemos perdido?
Solo de ese modo pudo ser superado el aislamiento y su helada existencia. Así comenzó la vida comunitaria con su amor al rojo vivo. En su calor, la propiedad se fundió hasta sus mismísimos cimientos. Las gélidas subestructuras de los glaciares milenarios se derritieron bajo el sol de Dios. Toda posesión alimenta un egoísmo asfixiante. Cuando el egoísmo letal es asesinado por el amor, y solo entonces, la posesión y todo aquello que aísla llegan a su fin. Así fue como sucedió en la iglesia primitiva. Así es como aún puede ser: bajo la influencia del Espíritu nace la comunidad, y en ella las personas no piensan en términos de “mío” y “tuyo”.
Esta clase de amor no pasa por alto necesidades ni sufrimientos. En una comunidad como esa, de vida compartida, nadie padece falta de abrigo, alimento ni cualquier otra necesidad vital. Aquellos que desean mantener los bienes y objetos de valor para sí mismos a pesar de la necesidad en torno a ellos, han de ejercer violencia sobre su propio corazón. El corazón de Dios no conoce límites en su esfera de acción. Aquellos que pusieron en común sus bienes en Jerusalén, ofrecieron de ese modo una hospitalidad generosa a miles de peregrinos. A través del derramamiento del Espíritu, pudieron sabiamente prestar asistencia a muchos, a muchísimos, con una enorme escasez de medios.
La primavera pentecostal de la iglesia de los primeros cristianos contrasta profundamente con la rigidez gélida de nuestro cristianismo actual. Todo el mundo siente que en aquella época soplaba un viento más fresco y corría un agua más pura, reinaban un poder más fuerte y un afecto más ardoroso que los de nuestros días entre aquellos de nosotros que nos llamamos cristianos. Todos sabemos que, a pesar de las diferentes iglesias, la vida comunitaria de fe y amor representada por la iglesia primitiva está completamente ausente hoy.
¿Qué ha perdido el cristianismo en términos generales? ¿Cuál fue el acontecimiento de gran importancia que tuvo lugar en Jerusalén? La palabra de Jesús, e incluso más, su vida y sus hechos desde el pesebre a la cruz, realmente estaban vivos en aquel primer círculo del movimiento de Cristo. Esa comunidad de fe y comunidad de vida en el primer amor estuvo marcada por el Cristo resucitado, el Cristo que había dicho “Siempre estoy con ustedes”. Todo depende de ver el misterio del Cristo resucitado con un amor incondicional. Solo hay una cosa que no sabe de condiciones: el amor. Solo hay un absoluto: el gobierno de Dios. Solo hay un camino directo: la experiencia del amor de Dios en Jesucristo. En Cristo, su amor se pone en práctica.
Artículo en inglés compilado de The Mystery of the Early Church (Das Neue Werk, junio de 1920) y Fire and Spirit, el cuarto tomo de Inner Land: A Guide into the Heart of the Gospel. Traducción de Claudia Amengual.